Pongamos con todo el respeto del mundo a un lado la obra de Manuel Machado Las guerras literarias. Este, artículo persigue otra finalidad.
Al llegar a ciertos límites temporales de nuestra vida, nos damos cuenta de que hay algo más valioso que conseguir logros de éxitos resonantes que nos alegran, es cierto, pero también es cierto que no podemos evitar que nuestra memoria, como una puntual secretaria, nos recuerde fallos, dolorosos en algunos casos, que nos acechan desde las almenas de las evocaciones involuntarias.
Y es que venir a la vida no es solamente diseñarnos unas metas para anunciar como una fanfarria las satisfacciones que enaltecen nuestra inteligencia por lo bien que lo hicimos. Creo que no hay nada más beneficioso para nuestra buena conciencia que ser una buena persona en la esfera de la relaciones comunes con nuestros semejantes, más aún si somos inquilinos de la república de las Letras. Sabidas son las batallas que mantuvieron en una palestra verbal aquellos genios de nuestra literatura áurea.
Cuando se es joven tal vez entendamos ese pugilato de dimes y diretes, pero, entrados en una madurez responsable, se nos hace extraña esa guerra clandestina con la metralla de la escritura y la sangre de lágrimas invisibles. Tampoco creo que la diferencia de estilos sea un motivo para enemistarse, ya que esa distinción enriquece el muestrario de las invenciones líricas en lo que a la creatividad se refiere.
El paso de “príncipe de la luz” a “príncipe de las tinieblas” de Góngora frente al estilo llano de Lope de Vega, además de la estilización conceptista de Quevedo contra la riqueza culterana, no es, repito, al menos para mí, origen de ataques dialécticos entre hombres tenidos por inteligentes en grado sumo. Apuesto por la condición humana en estos casos teñidos de desencuentros literarios. Depende de la calidad de los sentimientos de cada uno. Leandro Fernández de Moratín también lo pasó mal cuando opuso su teatro de las tres unidades neoclásicas frente a los excesos del teatro barroco, ya de manera retardatario en su época.
Unamuno ve afeminada la poesía modernista. Manuel del Palacio le encaja una sátira al modernismo. Clarín no es nada partidario de él. Gaspar Núñez de Arce considera "suspirillos germánicos" las Rimas de Bécquer. Buñuel y Dalí hicieron burla del Romancero gitano de Lorca. Tampoco sentó bien a estos improvisados francotiradores de la crítica Platero y yo.
Como vemos, no hay armisticio ni buena avenecia en los campos de Marte de la literatura.
Recuérdense las exigencias poéticas de Juan Ramón Jiménez, primero “padre” de la generación del 27 y luego opuesto a varios poetas de ese grupo, amén de su menosprecio de la novela, en especial la novela folletinesca. Si entramos en el capítulo de las valoraciones de sus contemporáneos, nos puede llamar la atención unos juicios que podrían llegar a una enemistad; no sabemos si ésta llegó a colocar estratégicamente a unos francotiradores de belicismo epistolar o de columnas de diarios; habría que indagar como un Ricardo Gullón en tales pormenores.
Mi conclusión es que me parece un disparate que en esa república de las Letras las enemistades afilen sus cuchillos para sajar la fama de unos contra otros y viceversa. No hay nada más gratificante a los sentidos que dar ejemplo de humanos a los que leen a quienes cultivan parcelas de belleza o de nobles sentimientos en el labrantío de la poesía, de la narrativa y del teatro.