domingo, 22 de julio de 2018

ANTONIO MACHADO PARTE PARA EL DESTIERRO



      
 A.M. en una tertulia de Segovia en 1923




Son refugiados a la desbandada
civiles, militares en desorden
como feria de trastos, pertenencias
escasas, arrastradas por las manos
de la zozobra que los zarandea,
empujados que van por la amenaza
con su boca brutal de cañonazos
y ruidos de rejas y sentencias—.
Él mira todo cuanto le circunda
y una lágrima oculta lo retiene.
Guarda el dolor, lo calma, lo adormece,
lo arropa y mima como a un niño enfermo
en el rincón de su conciencia antigua,
y esta hora que linda con la tarde,
no es llanto, no es sonido de elegía,
sino un eco de todo cuanto deja,
una mano ancestral que lo retiene,
que golpea su espalda y lo sacude
como se zangarrea una guitarra,
una de las guitarras andaluzas
que escuchó en las posadas y en las ventas
en su ida y venida por Iberia,
Guadalquivir y Duero en el oído,
de Úbeda y Segovia, provincianas,
a Madrid, el café de los artistas
(Café de Pombo —El cuadro de Solana
con tonos de la España que se envuelve
en aires de tragedia inevitable—.
Con Marañón, Pérez de Ayala, Ortega
en pro de una república, el ejemplo
de Giner de los Ríos, el anhelo
de una España distinta
“con un hacha en la mano vengadora,
la España de la rabia y de la idea”).



Porque es amor y no resentimiento
lo que enturbia sus ojos en exilio,
lo que es hiel en la voz de la memoria,
lo que le desbarata las ideas
con mano aciaga de un destino duro
y hace crujir de penas las palabras,
un amor que le ahoga como sierpe
que silba España; que le muerde España,
y sobre el hombro, como un lento abrazo,
emocionada lleva la penumbra,
le acompaña un adiós interminable,
una afectuosa lluvia de recuerdos
que le cala la piel de su nostalgia
y le pone encendidas cicatrices
    cuando otro amor que pareció dormido,
ahora en el alzamiento de la sangre,
le hace mirar desde los Pirineos
hacia atrás, más azul la tarde cruenta:
¿Estará en paz aún el alto Espino,
el alto Espino donde está su tierra?*
El frío pirenaico de este enero
los ve llegar cansados a Colliure.
El coche que lo lleva (va su madre
y su hermano José junto a su esposa),
ha sido un traqueteo polvoriento
desde Figueras, cruz de desterrados.
En el grupo, con él en el exilio,
va gente y el coloquio lo sustrae
de aquellas circunstancias que resuenan
en la memoria. Habla de los campos
de Cataluña —Maragall: “Oh España…”—
de Valle-Inclán, tan poco conocido
y al que augura una larga y viva fama.
Se ha dado cuenta que ha dejado —¿dónde?—
una maleta en la que guarda escritos
recientes.
                   Ángel tutelar, los guía
Corpus Braga en el paso de frontera.
Adiós a cuanto fue calor y verbo
de la España que ansiaba nuevos rumbos
en su zarandeado mar de historia.
Colliure. Madame Quintana los acoge
en el hotel.  Última carta escrita
a José Bergamín.
                             Muere una tarde
de un febrero con cielo turbio y frío.
José, su hermano, encontrará, arrugado,
un papel que dejara Antonio, y dice:
“Estos días azules y este sol de la infancia...”

De Lámparas votivas (2007)

    NOTA:
El alto Espino, donde está enterrada Leonor, su esposa.


                 
                          

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