Cuadro: Leyendo en el jardín
Autor: Nikolay Bogdanov-Belskv (1868-1945)
El
arte es un alfa y un omega. Tiene principio y fin. Mejor dicho: tiene un
principio pero el fin no sabemos hasta dónde llega, si quien lo diseña se vale
de un genio cuyos límites él no tiene fijados ni puede fijar ya que su inventiva
es un manantial en continua fluencia.
Yo,
que me lleve varios años trabajando en una biblioteca en cuya sala de entrada
se exponían sucesivas exposiciones de pintura, un día me percaté de que el
omega de la pintura estaba en el retrato. Después de contemplar, incluso
comentar con algún espectador coincidente las opiniones que nos merecían los
cuadros expuestos, llegué a una conclusión para mí y que no expuse a mi
interlocutor.
Ese
tramo de mi pensamiento en cuanto al arte de Apeles estaba en la consumación de
su pincel como ganzúa que entra en la
realidad, la rapta y la incorpora a su lienzo. La realidad objetiva, no la
realidad que el pintor aventurero de su mirada veía desacreditando la imagen
que a todas luces lo desafiaba con su reto de fidelidad. El retrato era la
última etapa de su carrera, su montaña por conquistar; lo demás llevado al
lienzo se prestaba a la arbitrariedad, incluso a la impotencia disfrazada de
parecer personal como prurito de genialidad El retrato es un desafío con sus facciones, sus
arrugas, si las hubiera, la mirada, el ademán, la edad, en suma: el alma del
modelo o la modelo.
Lo
mismo me ha parecido en el cante flamenco y la canción moderna. Se puede
canturrear, tararear entre amigos o familiares, pero a la hora de la verdad ante
un público exigente la voz tiene que hacer gala de su riqueza vocal, sus altos
y sus bajos, su modulación melódica; y en el caso del flamenco no extremar
el mal llamado “quejío”, el arco de su
melisma hasta un barroquismo que oculte el mensaje. Para mí la clasificación
era inevitable en este arte de la voz privilegida. Están los cantaores de
bautizos que cometen cuando cantan pifias como en el billar y el tono se
desmembra de una línea melódica que ha de ser rectilínea en su emisión, o bien
el melisma no se produce y se queda en la simple entonación. Tenemos a los
cantaores de tablaos que juegan con los giros de su voz y, a pesar de su
facilidad en las volutas como en el humo del tabaco de habilidosos fumadores,
ponen un límite a su gorjeo como equilibrando mensaje y cadencia.
En
la escritura pasa lo mismo. Hay quien escribe con un lenguaje lastrado
evidenciando una total ausencia de inventiva, y también hay quien introduce galanuras de comparaciones
y metáforas, así como sinestesias y ligeros matices surrealistas haciendo con
ello de su texto una página que sorprende y evita que el lector avezado a la
lectura sufra aburrimiento ocasionado por un registro que se conforma con la
información sin añadir una frase que le dé frescura a su escrito.
Por
lo tanto, retrato, melisma y metáfora son cumbres del arte. Al menos, ése es mi
parecer después de largos años contemplando el sueño de quienes anhelan atrapar
en su arte un pedazo de realidad que nunca es estática como diría Heráclito,
pero que queda en ese arte, en cualquiera de sus manifestaciones, como una
señal de que vemos, cantamos y escribimos para enriquecer la memoria de lo
vivido. Como diría Neruda: confesamos con ello que vivimos y no vegetamos
solamente en la servidumbre de lo cotidiano.
Foto: Tomada de internet.
Cádiz. Alameda de Apodaca
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