Fue a mediados de los
ochenta cuando me acerqué, ya para siempre, a nuestro Juan. Empeñado yo a la
sazón en sacar una gacetilla que promocionara a los jóvenes poetas chiclaneros,
quise que él, autor ya de peso por entonces, la ennobleciera con el broche de
oro de su prestigio. La revista (Plata Nueva) vio felizmente la
luz y Juan Mena, gentil, regaló para la ocasión una de sus preciadas piezas en
la que animaba a aquellos jóvenes autores a adentrarse mar adentro de la
alucinación. Aquella poesía, de corte exquisito y con un Quevedo atormentado
como fondo, contenía empero en pulida miniatura algunos de los ingredientes que
conforman la grandeza de nuestro poeta: su dominio del soneto -bello y bueno
como pocos-, su pasión por la metáfora, y su sentido inquisitivo y agónico de
la existencia. Un Mena-Quevedo enclaustrado ya en torre que era prisión, que
tenía por alma una larga cicatriz de penas, y que a la brutal evidencia del polvo
soy... parecía oponer el único, pero confortador, consuelo
del ... mas polvo enamorado.
El
tono fuertemente autobiográfico de buena parte de su obra permite seguir el
rastro de aquellos tres amores de Juan: Poesía, Filosofía y Músíca.
En su quehacer literario a veces cortejó a una sola y a veces, como en
este Jardín, polígamo indeciso, materializó en poesía
sus encuentros con la filosofía, buscados por pura urgencia y hambre de saber,
mas también por una cierta llamada de su alma.
Epicuro,
a su modo, ya había pasado por ahí. Nacido el 341 a. C. en la colonia
ateniense de Samos, la revolución que supuso para el mundo la vida y muerte de
Alejandro Magno le estalló en pleno rostro. Devueltas las colonias a sus
antiguos propietarios, Epicuro, obligado a emigrar, anduvo por diversas
ciudades asiáticas (Colofón, Mitilene y Lámpsaco) antes de instalarse
definitivamente en Atenas, donde abriría su escuela el 306 a.C.; de sus
viajes no sólo adquirió una sólida armazón intelectual, sino especialmente una
visión directa y atinada de su tiempo. En efecto, el reducto particularista de
la polis, volado en mil pedazos a la vista de aquel inmenso
imperio que el macedonio extendiera hasta orillas del Hipasis, daba paso a un
mundo vasto, enorme y carente de las certezas tradicionales. El polites clásico
devenía súbito e involuntario cosmopolites, ciudadano de un mundo grande,
misterioso, a menudo hostil, y cuyos rápidos cambios -regidos por personas y
factores azarosos- escapaban al control de sus manos de antiguo ciudadano. La
crisis de todo el sistema de valores tradicionales y la profunda transformación
de los factores socioeconómicos (antiguos parias encumbrados frente a bolsas
desheredadas de quienes fueran ciudadanos más o menos acomodados) llevaron a
los pensadores griegos a buscar soluciones de corte eminentemente individual,
donde la Filosofía de poco valía si no se enfocaba como instrumento
al servicio directo de un hombre ahora perdido y desnortado.
A
este hombre griego de finales del siglo IV a. C. Epicuro dirigió una propuesta
clara y directa: puesto que en ello radica la única felicidad obtenible del
breve tránsito por la vida, debe buscarse el placer en las pequeñas cosas que
brinda el día a día: ver cumplido aquello que es naturalmente necesario,
disfrutar de una buena conversación y, especialmente, de la amistad y de su
gozoso recuerdo, alejarse de los grandes asuntos públicos, aprender. No han de
temerse dolor, ni muerte ni fracaso. Y, sobre todo, no hay que temer a los
dioses, ajenos al devenir de un mundo que ni tan siquiera crearon, pues son
combinaciones de átomos las que todo originan y que -por azarosas que son-
garantizan la independencia de cada ser. Hedoné (placer), apátheia (ausencia
de dolor), autárkeia (independencia) y ataraxía (imperturbabilidad
espiritual), perlas de Epicuro que atrajeron a sus predios -si no para
desertar, al menos para explorar- a no pocos pensadores antiguos y modernos.
Mas el mensaje acrisolado que para un mundo convulso irradió especialmente de
aquella escuela que se llamó Jardín y que Epicuro quiso
abierta a todos, mujeres y hombres, sabios y menos sabios, fue esencialmente el
de una moderada hedoné y un suspirado y factible nada
te turbe, nada te espante, el trasunto -teresiano y vuelto a lo divino-
de la ataraxía acuñada por aquel honrado, lúcido y a
menudo mal interpretado filósofo.
De
los encuentros de Juan con el mundo de Epicuro queda en lo material este
poemario, que, más que la solidez de un sistema, canta y a su modo abraza una
técnica para seguir tirando del carro de la existencia. En efecto, el atomismo
que Epicuro, matizando, hizo suyo, deja en nuestro poeta un regusto agridulce:
le da la explicación de un cómo, pero no la
justificación de un angustioso para qué; su alma
-inquisitiva y aspirante a la Certeza- alcanza a vislumbrar los hilos
de una red bien urdida, pero tiembla al no ver -tampoco aquí- unas manos justas
y benignas que la trenzaran.
Mas
si la física epicúrea deja resquicios y no suscita la adhesión inquebrantable
de una redentora therapeia, su ética y su gnoseología
ofrecen en cambio al hombre universal un manojo de fragantes paliativos que el
poeta acierta a celebrar poniéndolos en boca de distintos personajes que
rozaron de una u otra forma el ideario del Jardín. Así
Horacio, que tiró en la batalla el escudo como brazo postizo que le molestaba,
encarnará el ideal epicúreo del láthe biósas, del vivir
alejado de los asuntos públicos y entregado con los amigos a la amable tertulia
donde la palabra fluye enriquecedora y las horas pasan como la suave caricia de
unas delicadas manos; tertulia y amigo: benéfica vía de escape de los tedios
cotidianos que, con diversos matices, brotarán recurrentes de su Ovidio, su
Marcial o su Ausonio. El desdén epicúreo por la muerte -mero instante que pone
fin a todo y en que los átomos, disgregados, se fundirán de nuevo con la
naturaleza- suena gallardo y solidario en la boca del poeta, lúcido en su
Horacio y sereno en las quejas que Catulo, ante la pérdida de su hermano, lanza
a las aguas del Garda. La primacía de la áisthesis (sensación)
y del conocimiento sensible sobre las puras ideas, el amor como placer de los
sentidos o como fuente de honestos deleites, y la conciencia de la brevedad de
la vida y de su natural corolario (carpe diem) van cayendo como
gotas preciosas a lo largo de un poemario cuyo ritmo, sereno y sosegado,
contribuye en perfecta sinergia a visualizar una suspirada arcadia espiritual.
El
Juan Mena que en el claustro de su torre un día se sintió Narciso mirándose en
el espejo limpio y fresco de sus libros, también se gusta a sí mismo, se olvida
de hacer de sus quejas una doctrina y se deja llevar por verdes bosques de
escondrijos solitarios donde a gusto mora con su musa. Aquí apenas hay lugar
para el sobresalto. Su hombre habitual, eterno náufrago social contra corriente
y observador perplejo de un cielo carente de amor, aquí se remansa y se sacude
algunos de los enigmas ancestrales para sentir en el rostro una suave y
tonificante sensación de vida, progreso y libertad.
Francisco Vera Bustamante
Doctor en Filología
clásica
y
Catedrático de Enseñanza Media
SINOPSIS
DE LA
ARCADIA DE NARCISO
Desde Leucipo hasta la Antología palatina, pasando por relevantes
autores griegos y latinos, Narciso se recrea en la evocación de ellos como si celebrara
una visión de la vida que se regocija en el conocimiento de la cultura que fue
la cuna de la civilización occidental. Anaxágoras, Platón, Epicuro, Lucrecio,
Catulo, Horacio, Ovidio, Marcial, Juvenal, Claudiano y otros autores forman
este elenco, reseñados con notas básicas para situar mejor el hecho de
poetizarlos desde una óptica de simpatía culturalista, más que de rigor
histórico.