MIS VIEJAS LECTURAS
Cuando se tiene una afición sea a la pintura o a la literatura, como a otras actividades, el impulso del entusiasmo hace que el aficionado tome como autoridad un ejemplo del arte que le atrae como el agua a la sed o la cama al sueño.
Cuando pasan las primeras experiencias de esa adhesión a los modelos la experiencia se vuelve reflexiva y tiene la sensibilidad un poco educada como para indagar más allá de su propia euforia primeriza.
Eso fue lo que nos ocurrió a los que nos sentimos en esos años de aprendizaje siervos de la lectura, notarios íntimos de unos momentos que nos indujeron a envolver los libros en un halo de emociones perdurables.
He contado ya en algunas ocasiones que mi despertar a los encantos del verso surgió espontáneamente cuando leía una revista juvenil llamada "SISSi", aparecida en el año 1958.
Era una especie de magazine, como se dice ahora, en la que se combinaba las vidas de los actores de la época dorada de Hollywood, con relatos de amor, con buzón de amistad para lectores, con la canción de moda (italiana, española…) con alguna que otra historieta, con horóscopo y, por fin, con una poesía de un autor clásico, que figuraba en una columna distribuida en dos partes separadas por un dibujo más o menos alusivo al tema poético.
Como era de esperar, fueron los poetas más asomados al tema amoroso los que aportaban su poema, pues el contenido estaba en consonancia con la sensibilidad de los jóvenes. Hemos de agradecer a la Editorial Bruguera esta delicadeza que duró aproximadamente cinco años y cuyos números conservo, pero con las huellas de las manos inmisericordes del tiempo.
A partir del primer número que vino a caer en mis manos como una lotería de ilusiones, mi entusiasmo me retuvo más tiempo en casa y más tarde me impulsó a estudiar bachillerato, ya que había dejado el colegio de primeras letras a los doce y tuve que dedicarme a trabajar, como cuento con pormenores en la novela Vete a Madrid, editada en marzo de este año de 2020 por la Editorial Dalya.
Sin embargo, a pesar de que mi curiosidad se iba haciéndose dueña de mi mirada lectora, no fue hasta el verano del año siguiente cuando la poesía de cada número publicado me indujo a coleccionarlos, en principio guardarlos sin mucho orden, pero dándome cuenta de que mi memoria holgazaneaba en una siesta continua de evocaciones de algunas de esas poesías que ya formaban parte de mi incipiente patrimonio de recuerdos bellos y apartados de los otros recuerdos circunstanciales de cada día, como si vagaran distraidamente por una isla de perpetuas vacaciones.
El primer poema que leí fue una rima de Bécquer. “Tu pupila es azul y cuando ríes…”; en segundo turno, un soneto de Espronceda: ”Marchitas ya las juveniles flores…”; a estos poemas siguieron otros como uno de Amado Nervo: “Si me dan a escoger una tarde…”, Julio Flórez. “Fulge del río el agua plañidera…”; otro de Fabio Fiallo: “Por la verde alameda silenciosos…”, de Luis Barahona de Soto: ”Ve suspiro caliente al pecho frío…”, de José María Pemán:”Aquella morena clara que bailó conmigo…”, de Manuel Gutiérrez Nájera:” Un rizo tengo aquí de tu cabello…”, y muchas otras muestras más que harían interminable la relación.
Las lecturas de estos poemas aislados fueron un archipiélago de emociones en el mar de mis deseos de lo que ya era un horizonte ondulante de aspiraciones.
Esas lecturas fueron, por tanto, un estímulo para recogerme en casa como ensimismado en la música del verso que se me fue revelando en el oído todavía entre duro y prometedor en una habitación que servía de trastero; con ello me alejaba de las amistades adolescentes de mi entorno cuyo entretenimiento consistía en jugar a las cartas en güichis (bares pequeños de barrio), al billar y frecuentar el cine, sobre todo el cine de verano. Libros que me prestaron, me regalaron o que compré en Cádiz en una librería de viejo al aire libre en la Plaza de las Flores, levantaron los muros de esa casa de mi felicidad libresca.
Realmente y sin paliativos, ellos fueron los cimientos de mi formación literaria en las primicias, si lo definimos así; la base sobre la que edifiqué mi vocación poemática enriquecida con el conocimiento progresivamente ensanchado de autores y obras. A ellos les debo mi amor a la forma y el apego a la tradición de la escritura con arte.
Sin embargo, pasados esos años, tropecé con una serie de prejuicios en lo que se refiere a la calificación de aquellos poetas de mis primeras etapas de aprendizaje.
Estando ya como empleado administrativo en la biblioteca municipal y llevando a buen puerto la carrera de Filología Hispánica, tuve que luchar en mi isla de asuetos evocatorios contra los prejuicios de opiniones de poetas y críticos que hacían una valoración errónea de algunos de esos autores.
Me dio alegría encontrar un poema titulado "Desagravio a Espronceda” del poeta sevillano Aquilino Duque (n. 1931). En La arboleda perdida de Alberti se dice que Amado Nervo pasaba por mal poeta. A mí me parece un gran error o lo que es peor: una injusticia.
Pero después que yo considerara erróneo o injusto lo que se dice en el libro aludido, el novelista colombiano José María Vargas Vila, que conoció y trató en París a menudo al poeta mexicano, me lo mostraba en el prólogo de la biografía dedicada a Rubén Darío, recién fallecido el nicaragüense, no como un gran poeta pero sí un buen poeta, y seguidamente a esta afirmación añade sus méritos poéticos.
Lo mismo ocurre con Vicente Blasco Ibáñez, de quien leí en mis primeras lecturas La araña negra. También un cuento titulado “Sancha”, que me impresionó por su destreza descriptiva, y hoy no se le menciona a ese autor en los manuales de Literatura, como tampoco se cita a José María Pemán, autor que debería ir a codo con la generación del 27, es cierto, pero se quedó en un neopopularismo andaluz y una poesía más culta de modernismo mitigado con influjo de Rubén Darío y Manuel Machado.
En Literatura, como en otros campos del arte, hay consignas que los más aventureros de la lectura siguen dócilmente. Yo recuerdo haber consultado poéticas en una antología, estar en tertulias, presentaciones de libros en aquellos años aún jóvenes, y oír comentar a todos los que comenzaban a leer que leían a Luis Cernuda. Es evidente que yo aprecio al poeta sevillano pero me parecía mimética aquella devoción literaria, como si no hubiese otros autores. Lo mismo ha ocurrido después con Pessoa y Mario Benedetti. La moda manda, por lo visto y la moda la llevan en su pecho como un broche todos los que no descubren cuáles han de ser sus verdaderos autores para admirar y seguir, aunque entre esos autores estén también —por qué no— éstos presuntamente favoritos.
Revista literaria de la Tertulia Río Arillo de Letras y Artes “PLéYADE”, número 22
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