Los diálogos de Abel Martin
con Juan de Mairena, el poeta Antonio Machado, consciente de los tiempos de
desmitificación que corrían a partir de la crisis de valores de todo género,
pasada la primera guerra mundial, advierte que la lírica estaba a punto de
desaparecer. Pensaba el vate sevillano que pronto los poetas tendrían que
guardar su lira y dedicarse a otros menesteres, suponemos que dentro de la
literatura.
Vinieron otras generaciones de poetas que han tensado las cuerdas de la lira
como sólo se ha hecho en los tiempos gloriosos del Siglo de Oro. La misma
generación del 27 ha propiciado, entre otras voces de gran consideración, una
de sensibilidad profunda y trágica en algunos momentos, como es la de Federico
García Lorca (“ y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada”.).
Téngase en cuenta que no me refiero a la poesía que reconocemos como magistral
de los demás compañeros, sino a este sentimiento que nos da una visión inusual
de la vida. En la generación siguiente, la del 36, tenemos a un poeta
excepcional que ha rayado a una altura de poesía poco común en la que la
hondura humana toca un fondo escalofriante. Se trata de Miguel Hernández, como
ya hemos imaginado (“Soy una abierta ventana que escucha/por donde va tenebrosa
la vida,/pero hay un rayo de sl en la lucha/ que deja siempre la sombra
vencida”.).
Hay una definición sobre lo que debe ser la poesía y la escribió un poeta
parnasiano francés que elimina toda la duda acerca de la naturaleza de la
palabra poética: “Solamente hay poesía en el deseo de lo imposible y en el
dolor de lo irreparable”. Y si nos acordamos de Verlaine hemos de citar que
fuera de la verdadera poesía lo demás es literatura. Y yo añado que buena
poesía escrita por grandes maestros, pero no lírica.
En la generación de los cincuenta tenemos dos poetas que también ahondaron en
el alma lírica: Blas de Otero (“¿A qué viene ser hombre o garabato? Escucha
cómo estoy, Dios de las ruinas. Hecho un cristo, gritando en el vacío,
arrancando, con rabia, las espinas”.). Y José Hierro (“Llegué por el dolor a la
alegría./Supe por el dolor que el alma existe”.).
Hemos esbozado someramente esta impresión acerca del desgarro en la poesía
después de que el autor de Campos de Castilla pronosticara que la lírica iba a
fenecer en la literatura.
Siempre que haya dolor y amor habrá motivos para una honda poesía lírica.
Oigamos lo que dice Federico Nietzsche: “De todo lo escrito yo amo sólo aquello
que alguien escribe con su sangre”.
Las generaciones que han venido después no ha escrito ni un solo verso sobre el
dolor ni sobre la complicada esencia del ser humano. Todo ha sido literatura
que ha ignorado los filones de la experiencia humana y ha optado por la
influencia de las modas, que hemos de respetar en nombre de la libertad y la
variedad temática.
Ni los Novísimos ni la generación de los ochenta han descendido a la mina de lo
cotidiano quizá por miedo a darse de cara con la poesía social, convencidos de
que “la poesía no es un arma cargada de futuro”, como dijera Celaya.
En un debate sobre poesía en una Estafeta Literaria de los años 70, el poeta Claudio
Rodríguez defendió una poesía inmersa “en las mesmas aguas de la vida”,
recordando a Antonio Machado, que lo tomó de santa Teresa de Jesús.
Ahora que la pandemia ha arrasado tantas vidas y cuantiosas ilusiones,
¿subiremos a la torre de marfil para seguir escribiendo una poesía dictada por
unas modas que viven de espaldas a la realidad?
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