Fue Manlio Severino Boecio
(480-524), ministro del ostrogodo Teodorico, quien hallándose encarcelado bajo
la acusación de alta traición, escribió, seguro de su futura ejecución, una
obra por la que es conocido en la historia de la literatura romana de los
últimos tiempos. El título de la obra es muy significativo, si atendemos a la
angustia a la que se vería sometido. Se titula Consolación por la Filosofía, de inspiración senequista -como era
de esperar- y de cruce ideológico emparentado con el cristianismo.
Esta sucinta introducción tiene por objeto exponer cómo cada cual se identifica
con un pensamiento que le sirve de "reposo del guerrero", o bien de
almohada en el silencio de la noche, o también de hombro donde apoyar la
cabeza, cansada y fugitiva de una realidad atornilladora.
Actualmente, en esta desbandada de ideas y creencias en que trascurre el mundo
occidental, la experiencia de una sociedad decidida por el consumo y el relajo
ante una televisión que lo sabe y le ofrece programas evasivos, nos parece
inquietante.
En otras épocas la gente tomaba derroteros más o menos institucionalizados para
darle a la vida un sentido. La religión, la ciencia, la técnica y el arte eran
semáforos indicativos de una oferta generosa para llenarse la cabeza de un
mensaje bien definido con satisfacciones más o menos inmediatas.
Pero, como vivimos en una hora en que el cansancio y el ansia de disfrute son
las metas más atractivas y generalizadas, los ciudadanos anhelan una
"isla" a la que retirarse para respirar de los inconvenientes de la
gran ciudad y del ametrallamiento de malas noticias de los medios de
comunicación. Irse al campo sin televisor ni teléfono, ni móvil siquiera, es el
ideal de casi todo el mundo. Y no para leer ni escuchar música selecta, sino
para descargar la mente de más o menos signos oficiales que las exigencias de
vivir nos obligan a almacenar para sus variadas y necesarias combinaciones.
Regar el césped y escuchar los píos de los pajaritos. La sencillez venciendo a
la complicación. En suma, un ensayo de "buen salvaje".
Llegados a este punto, la imaginación nos hace un guiño y nos suscita fórmulas
cuyo éxito depende de nosotros mismos. Y nos se trata de falsear nuestra vidas,
sino como dice A. Hepls: "Debemos recordar que la ficción no significa
falsedad". Posiblemente la ficción siempre está al acecho de nosotros como
para sacarnos del apuro en que nos sumerge una situación conflictiva. El niño y
el artista saben bien que su fantasía les protege del rapto con que las
circunstancias infames arrebatan la alegría inocente y espontánea de una
criatura que cree que se ha levantado con buen pie.
Samuel Johnson, cuando dice: "Todo predominio de la fantasía sobre la
razón constituye un grado de locura", no revela ninguna sabiduría de la
existencia. Es simplemente una frase seudofilosófica. Por lo visto, el autor
nunca tuvo necesidad de liberarse de una razón tirana o rutinaria. Si
aceptásemos la razón con toda su terrible y aplastante lógica, pereceríamos. No
nos debe extrañar que haya personas que se conforman con realidades horribles
porque piensan que la divinidad se las ha enviado como prueba. Si se trata de
un(a) creyente honesto(a) y cumplidor(a), se volvería loco(a) al pensar que esa
divinidad es incoherente, olvidadiza o cruel. Aquí también vence la fantasía,
aunque a modo de suposición resignada.
En el acto de imaginar, de fantasear, si los tomamos como sinónimos, hay una
razón muy poderosa que obedece a un instinto de conservación. Si la vida
peligra, nuestra capacidad de huida es, o debe ser, automática. Ella nos sustrae
de un acoso que puede dañar nuestro sistema inmunitario.
Puede que "la loca de la casa", como definía a la imaginación el
pensador francés Malebranche, tenga unas razones que la misma razón no conoce,
parafraseando al también francés Pascal.
Como Boecio el condenado a muerte, cada cual se consuela con su propia
filosofía, que se reduce nada más que a un buen olfato para no perecer
totalmente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario