Hay quienes están en al mundo para sencillamente vivir. Ver, pensar y distraerse son actos mentales y sociales que son suficientes para muchísimos individuos. Con observar y tomar nota de lo que se ve, juzga y guarda en el archivo de la memoria les será para muchos una justificación de su existencia como seres racionales.
Sin embargo, también van y vienen por la vida otros ciudadanos que necesitan anotar en un folio unas impresiones como una manera de sujetar la realidad observada y fijarla en unas palabras que sean testigos de cuanto ha visto. ¿Y a qué se debe esa actividad? ¿Surge así la vocación del escritor?
Si repasamos la historia de la literatura española tenemos a Benito Pérez Galdós, singular observador de la vida española de su tiempo; pero no olvidemos a Charles Dickens con Historia de dos ciudades y a Honorato de Balzac con La comedia humana, para no ir más lejos. Retratar literariamente a una sociedad en la que se vive es una actitud que requiere capacidad de observación en la que se incluye una predisposición a ver los aspectos positivos y/o negativos de la convivencia con los ciudadanos más próximos. Puede que para determinados observadores ser testigos de las vidas de los demás no sea agradables si se ha de retener en las páginas escritas historias que no producen momentos de complacencia en la memoria de esos individuos que levantan actas de existencias más o menos felices o no.
Creo, a modo de conclusión, que esa tendencia a escribir lo que pasa ante los ojos escrutadores es una necesidad que surge en nuestra aparente curiosidad como un imperativo de autoconciencia, de conocimiento de la especie, no un gozo de traer al papel unos episodios de la vida humana con todas su grandeza y miseria.
Quizá una manera de autoaprendizaje de cómo es la condición de la familia del homo sapiens para rectificar sus anomalías y celebrar sus aciertos.
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