Las metáforas de Juan Rafael Mena nos alumbran las infinitas
potencialidades de su lenguaje poético
José Antonio Hernández Guerrero
El análisis
de las metáforas literarias creadas por Juan Rafael Mena pone de manifiesto la
originalidad, la polivalencia y la fuerza sorpresiva que definen la potencia de
su lenguaje poético que es extraordinariamente luminoso, estimulante y
complejo. Este procedimiento, como es sabido, ha sido usado prolijamente y
estudiado minuciosamente desde Aristóteles[1]
hasta nuestros días en sus aspectos lingüísticos, filosóficos y psicológicos[2]. Paul
Ricoeur, por ejemplo, explica en su obra La
métaphore vive, Paris, Le Seuil, 1975, cómo la metáfora “se presenta como
una estrategia del discurso que, preservando y desarrollando la potencia
creadora del lenguaje, preserva y desarrolla el poder heurístico -“búsqueda de
soluciones comunicativas”- desplegado por la ficción” (p. 9).
Una lectura detenida de las composiciones de este poeta isleño nos muestra
cómo, debido a sus singulares valores estéticos y a su intensa fuerza
expresiva, las metáforas son unos procedimientos literarios que definen su
peculiar estilo, son unos recursos artísticos que crean su polivalencia
expresiva en todas sus variadas composiciones y unas atractivas invitaciones
para que los lectores las interpretemos a partir de nuestras personales
experiencias estéticas, para que identifiquemos su originalidad -en todas ellas
reconocemos su peculiar voz-, para que valoremos su polivalencia
-característica fundamental de sus textos-, y, para que, en la medida de lo
posible, conozcamos las claves de la reiterada sorpresa que sus versos nos
deparan. Sí; todas ellas son acertijos cuya solución el mismo autor nos
desvela:
Hostal de
aves y brisas,
jungla de
espesas olas,
dragón de estruendo
y vidrio,
ondeante
bramido...
Es el
océano.
En mis comentarios tengo muy en cuenta que este recurso se explica,
inicialmente, en el ámbito estético del ornatus
cuyo objetivo principal es el adecuado exorno del discurso de acuerdo con los
diversos parámetros fijados por la virtud del decoro, un valor que, como indica
Lausberg, depende de las modalidades estilísticas del género elocutivo en el
que se elabora cada texto (1980, Manual
de retórica literaria: fundamentos de una ciencia de la literatura, Madrid,
Gredos, y 1983 Elementos de Retórica
Literaria, Madrid, Gredos: 538-540). Recuerdo que el término ornatus posee en latín dos significados
complementarios -adorno y guarnición- y que, en
He de advertir, sin embargo, que Juan Mena concibe la metáfora no como un
elemento meramente decorativo sino como un factor intensamente persuasivo y,
por eso, pretende y logra convertirla en expresión del hombre completo, de su
ámbito secreto, de las experiencias que aún no han sido nombradas y que nos
parecen inefables. En esta obra nos ofrece una ristra de imágenes nuevas o
renovadas que, además de signos literarios, son expresiones virtuales de los
diferentes contenidos humanos.
Parto del supuesto de que Juan Mena no sólo es un poeta “observador” de la
naturaleza sino que, además, es un poeta “creador” de mundos a partir de sus
propias vivencias, a partir de una concepción idealista del arte capaz de
descubrir la unidad de una realidad exterior que, aparentemente caótica en sus
relaciones, está sometida a cambios continuos y sujeta a normas versátiles. No
es extraño, por lo tanto, que sus metáforas cumplan, entre otras funciones, la
de descubrir, en la conciencia de los lectores, la unidad de la naturaleza
humanizada que hace posible las relaciones analógicas.
Él sabe bien cómo, desde las explicaciones que nos ofrece Giambattista Vico
en sus Principios de una Ciencia Nueva
(1847), la metáfora no es un simple adorno, ni una mera hinchazón del lenguaje,
ni esa joya deslumbrante que suponían los retóricos latinos, sino el modo más
claro y más eficaz que tenemos los seres humanos para expresar nuestro mundo
subjetivo. Él está convencido de que la principal función del lenguaje humano no
es definir los abstractos principios de
De aquí deriva la notable importancia que en la obra de Juan Mena posee su
imaginación para unir realidades disociadas en apariencias. Recordemos que
Federico García Lorca afirmaba que la metáfora es hija directa de la
imaginación. Frente a la concepción de la tópica mimética del poeta como
“observador de mundo”, en Juan Mena predomina la idea de “creador de mundo”,
una concepción ya presente en la poética romántica. El lenguaje literario de
Mena enmarca espacialmente sus aspiraciones vitales y sus anhelos éticos
creando un espacio metaforizado, simbólico, aunque a veces mantenga las mismas
denotaciones realistas.
Desde esta nueva perspectiva, el ser humano es para Mena una conciencia
capaz de dar unidad a la naturaleza discontinua, dinámica y caótica. Fíjense
-queridos amigos- cómo cuando dibuja la dimensión social del ser humano, la
sitúa en interacción continuada con los otros hombres y, también, en conexión
con los objetos culturales y naturales, logrando así que las experiencias
reales resulten enriquecedoras, plurales y, a veces, disgregadoras. Y es que él
percibe la naturaleza de una forma diversa y discontinua, y el conocimiento
solamente adquiere unidad a través de la conciencia subjetiva: el sujeto ha de
conferir, una y otra vez, unidad a un mundo natural y humano que se le ofrece
en formas discretas, es decir, discontinuas.
En la elaboración de estas metáforas Juan Mena sigue dos sendas opuestas:
la de la humanización de la naturaleza, y la de la naturalización del organismo
humano. Nos explica, por ejemplo, cómo
el mar es un cuerpo materno, un organismo fecundo que está dotado de “sangre”,
de “vientre”, de “ubre” o de “lengua”:
Sangre
nutricia y acre,
vientre de
las especies,
madre de
vegetales,
ubre bronca
de nubes,
lengua
inmensa de agua,
aldabón en
las rocas,
llanto bajo
cantiles,
pecera
delirante,
carpa de
agua...
Es el mar.
Los montes poseen las formas y las
funciones de los órganos corporales humanos como la musculatura de los brazos o
los rasgos fisonómicos de los rostros humanos:
Bíceps de la
tierra,
mentones
contra el viento,
exabruptos
de piedra,
muñones del
campo...
Son los
montes.
El organismo humano, por el contrario, adopta las formas y las funciones de
objetos materiales como, por ejemplo, la boca es un pretil como el que poseen
los puentes, las terrazas o los
balcones, un brocal como los pozos, un zurrón, un carcaj, la caja que se
empleaba para llevar flechas o esa bolsa que sirve para meter y llevar objetos.
Pretil de la palabra,
surtidor de la voz,
carcaj de pensamientos,
atril de los discursos,
brocal de la palabra,
arco de los fonemas,
zurrón del pensamiento,
facistol del discurso,
ballesta de palabras,
atril de la voz,
aduana del juicio,
aljaba de las frases,
ujier del pensamiento,
atrio de reflexiones,
sello del compromiso,
adarve de vocablos,
arcón de los secretos,
llave del pensamiento...
Es la boca.
Los ojos son
faros, cofas de buques, ventanas de edificios o pizarras de las escuelas.
Faros para la vida,
cofa del pensamiento,
mudos mensajeros,
cangilones del llanto,
timoneles del cuerpo,
bitácoras visuales,
ventanas del espía,
adarves vigilantes,
alféizares del alma,
pizarra enigmática,
pozos de tus secretos,
mares desconocidos...
Son tus ojos.
En este libro Juan Rafael Mena nos muestra cómo la obra de arte alcanza
autonomía frente a la naturaleza y nos demuestra cómo la obra literaria no sólo
es un modo específico de conocimiento, sino que, además, es un procedimiento
para crear unos mundos nuevos al descubrir analogías no evidentes y al
expresarlas de manera transparente. Mediante sus metáforas, Juan Mena, además
de ampliar los significados de las palabras, logra enlazar sus mundos
imaginados con el de la realidad empírica, inventa nuevos universos y nos
ofrece amplias posibilidades para que ensanchemos y profundicemos en el
conocimiento del mundo real. La estética simbólica de Juan Mena concibe la
literatura como la revelación, en las formas simbólicas del lenguaje, de las
infinitas potencialidades oscuramente presentidas por el hombre y alumbradas
por el poeta. La poesía es para este poeta isleño la revelación de la vida
personal del individuo y es que, efectivamente, todo arte proporciona un
conocimiento de la vida interior, contrapuesto al conocimiento de la vida
exterior ofrecido por la ciencia.
[1] Los textos aristotélicos ponen en relación
la metáfora con varios conceptos y términos, que se expresan en
[2] Para G. B. Vico la metáfora fue la forma
primitiva del lenguaje: el discurso figurado fue anterior al racional e implica
una visión animista de la naturaleza; el hombre todo lo veía desde su centro y
con sus propias formas, luego fue racionalizando la expresión y fue
configurando un lenguaje racional
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