A
partir de las vanguardias los poetas más sensibles a las potencialidades de la
expresión literaria, comenzaron a reflexionar inquietos sobre cuál era el
verdadero registro que se había de emplear en la escritura creativa. La
herencia del pasado, incluso los recursos heredados del modernismo, no bastaban
para algunos que dejaron de mirar atrás y vieron en la metáfora y la sinestesia
del ultraísmo un tesoro de imágenes brillantes para hermosear la nueva
literatura. Las grandes palabras del pasado, algunas trascendentes y
altisonantes, así como los tropos convencionales, empezaron a parecer fuera de
curso legal como si se tratara de monedas ya devaluadas y para el coleccionismo
de los anticuarios.
Realmente
tampoco se podía ser original al cien por cien. Había que pactar con parte de
la sintaxis sometida a la lógica. Esto ya lo había previsto y defendido el ruso
Vixtor Shklovski frente a su compatriota Potebnia, que propugnaba un lenguaje
totalmente original y sin deudas al pasado.
Creo
que esa tesis del primero es la que se lleva, al menos por los poetas que
tuvieron conciencia de la necesidad de la renovación. Los poetas de la llamada
Generación del 27, en especial Federico García Lorca en su espléndido Romancero gitano (dejemos aparte su Poeta en Nueva York, donde el surrealismo
se despacha a su gusto), a pesar de las burlas de Buñel y Dalí, también Gerardo
Diego en su sorprendente etapa creacionista…
Dejando
atrás Perito en lunas y El rayo que no cesa, más tarde Miguel
Hernández, bajo la influencia de Pablo
Neruda (después de que éste se despidiera del modernismo con su libro Crepusculario), ahonda en su mina de unas
metáforas y sinestesias que motivaron a María de Gracia Ifach (Josefina
Escolano Sopena, 1905-1983), en su presentación de la Antología que le editó la
Editorial Losada, a decir que era sobrecogedor leer a Miguel Hernández en
castellano, dada la originalidad de su lenguaje poético.
Mientras
Antonio Machado, a pesar de su “Ni mármol duro ni eterno/ ni música ni pintura/
sino palabra en el tiempo”, conserva un continuismo en su estilo, Juan Ramón
Jiménez, después de su Diario de un poeta
recién casado, emprende nuevos caminos tras la desnudez del modernismo
mitad becqueriano, mitad rubendariano, hasta llegar a la fase que él llamó
“suficiente”, después de pasar por la “intelectual”.
Sin
embargo, para mí, el poeta que más avanzó en esta persecución del verso
despojado de los atavíos del ayer desgastado, fue el genio oriolano. Véase su Viento del pueblo y su Cancionero y romancero de ausencias,
obras en las que ese registro nuevo llega a su plenitud.
En
otros artículos de este tema he citado su poema “Eterna sombra”, así como “Se
querían” de Vicente Aleixandre. Dos poemas muy representativos de esa evolución
del lenguaje poético a que me estoy refiriendo.
Repito
con Shklovski que es imposible no pactar un poco con ciertas estructuras
gramaticales ya redichas o previstas por el lector, lo cual disminuye su
sorpresa en la lectura, pero hemos de comprender que la poesía, en los poetas
que luchan a brazo partido contra las frases hechas y lastradas, hace grandes
esfuerzos por renovar su capacidad expresiva. Parafraseando a Alejandro Duque,
tenemos que convenir en que el lenguaje, sea en el poema, sea en el aforismo, tiene que sorprender. De lo
contrario, una escritura prevista no emociona.
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