Por los siglos de los siglos
Francisco Carrillo
Edita
Carrillo Marfil, San Fernando, Cádiz, 1992
Reseña aparecida en San Fernando Información, en 1992,
con el título: “Por los siglos de los siglos o la permanencia de una
idiosincrasia”.
El lector podrá colegir del empleo de permanencia y no de perennidad una razón que le pueda dar la clave de este libro de relatos, a todas luces sorprendente.
Quien conozca a
Francisco Carrillo (n. 1939), su autor, y le oiga discernir y colorear matices
evocatorios en una conversación sobre la Isla que vivió en su juventud y la
Isla que se encuentra cuando vuelve de Madrid, hallará en esta obra narrativa
una consecuencia, una ineludible razón escrita. Hay poca diferencia entre el
colorismo de la nota coloquial y el texto –mal llamado costumbrista— que narra
con pluma ágil y de certero trazo, signo de autenticidad. Por los siglos de los
siglos no es, por tanto, un libro costumbrista, ya que no se propone referir
pintorescamente unas costumbres que deleitan al lector y le hagan sonreír con
resortes populares. Tampoco se ha propuesto el autor escribir una especie de
“acta notarial” (acordémonos del realismo y el naturalismo como literaturas de
obligada crítica social).
Lo que Paco Carrillo ha deseado, más que pretendido, es recrearse en su propia experiencia de ciudadano isleño, y como en el fondo de su corazón está la Isla de la posguerra, ¿qué podría hacer sino dragar —permítaseme la metáfora— sus recuerdos y sacar el oro a la vez que el barro de lo vivido y visualizado en el entorno que le tocó recorrer como insospechado escritor en ciernes?
El primer relato, que
pone título al libro, de los veinte que lo componen, sitúa al lector en el
contexto necesario para entender la atmósfera social y la presencia de los personajes
—sean protagonistas o no— que configurarán ese mosaico que se va autodefiniendo
y se nos mete poco a poco por los ojos como una película de pantalla panorámica
de la Isla de después de la guerra civil.
A partir de ahí el autor
nos familiariza con todos los elementos que van a discurrir a lo largo de los
demás relatos: los dos Islas: la de la Calle Real y la otra, la Isla de las
calles laterales como de oscuro séquito urbano; los seminaristas, los
guardiamarinas, la del “mundo artificial y efímero, los bailes de relumbrón,
jovial camaradería y envidias soterradas” que “se enfrentan a la otra Isla
miserable y madrugadora”; la Isla de los noviazgos con sus ritos y casapuertas;
la de las talegas del costo, la de los Saturninos listos frente a los isleños
de callejuelas del alicorto jornal de huerta, salina o pesca de bajura. En
suma, con un sencillo tiento narrativo y un objetivismo realista que apenas se
nota, Paco Carrillo nos toma del renglón y como un cicerone entre la nostalgia
y el recuerdo nos adentra en unos hábitos de vida, en unos personajes —que han
existido realmente, aunque con otros nombres, no importa – y, sobre todo, en
una topografía que es auténtico testimonio para la memoria de los que
conocieron la Isla aquella que se aferra a las páginas como la mano
escalofriante de un ahogado que se resiste a morir.
En “Entre visillos”
importa más el refugio-mirador del cierro como símbolo isleño que la historia
del personaje. Sin embargo, es inevitable que los amasadores de la herencia
venida a menos cuenten para el enriquecimiento con almadrabas y salinas, entre
otras propiedades. Inevitablemente también el padre de Jaimito pertenece a la
clase prócer y mandataria de la Isla y, además, su tía Inés celebra por
todo lo alto del fausto su boda en la iglesia del Carmen. El contexto social
queda reforzado con estas señas.
En “las siete palabras” doña
Lutgarda puede ser un buen espécimen de señora autoritaria que contrasta con
los usos sencillos y bucólicos de aquellas huertas isleñas en los años del hambre,
completado el cuadro de la miseria con los puestecitos de los boniatos cocidos
y las panizas.
En “Carrera oficial” toca
Carrillo otro tema querido para la Isla: el alma cofrade, pero situado en los
tiempos en que la jerarquía de la hermandad conllevaba rasgos de conexiones
sociales, “y mandar le ha gustado al isleño más que ser rico, muchísimo más que
ser feliz, infinitamente más que ser libre”.
Las contingencias del patio y
la intercambiada menesterosidad de los vecinos están también hábilmente relatadas
en “Repique en el Cristo”.
El asistente que, venido de
fuera, hace fortuna con la ayuda de su comandante, aunque ésta se le quiebre
luego, en coincidencia en la Isla con otro Ciervo, el especiero.
En “Misa de doce” opone la
figura de un sacerdote insólito a lo convencionales predicadores al uso. Pero
la envidia frustra lo que compensaba en el atrio de la iglesia como exponente
cursi de relamidos saludos, sonrisitas hipócritas y piedad fría de escaparate,
oropeles y artificiales destellos de una clase social empingorotada.
En “Torero y de la Isla”
aparece el consabido petulante de los muchos que se dan por estos contornos,
bien peinadas las entendederas para pasearlas por la calle Real.
Por fin, llegamos a ”Calle
Real”, relato vertebral, tópico máximo de la Isla. La imaginación de una
solterona al servicio de la rutina que se desenreda a lo largo del paseo
oficial de la ciudad. El narrador cuenta la historia colectiva de la
hacer afortunada e inevitable siguiendo los pasos de una mujer de las que todavía
vemos, ya en mínimo reflujo, como sustituta de aquellas con velo y misal,
terraza de La Mallorquina y pudibundo encorsetamiento de la censura
eclesiástica.
En “Bufete abierto, casa
cerrada” la Isla de etiqueta se queja contra don Norberto porque éste infringe
las reglas del protocolo por imperativos de un amor que no está en consonancia
con su poderosa y almidonada clase. Sin embargo, el peso de las costumbres
provincianas absorbe lo desconcertante del caso en la bruma de la
monotonía, en una Isla donde esa misma bruma del ”sin novedad” borraba las
diferencias.
La afición zarzuelera de la
Isla está presente en “Debut y despedida”. Don Leonardo es un aficionado más
humilde que el Niño del Zaporito, que después de su fracaso no habla más del bel
canto, sino se dedica a pasear eternamente con su mujer e hijas por la
calle Real, expositora del stablishment tanto de isleños como de
sanfernandinos.
“Tata Adelaida” me recuerda
una de las muchas criadas con escamondados y limpios delantales, albergue de
afectos perdidos de los niños de los señoritos, y que llegaron hasta la vejez
en sus casas señoriales, o que un día, no sabemos por qué, se fueron a su
pueblo, como decían las malas lenguas, con una “barriga”. Tata Adelaida y Luis
María no tienen la suerte de don Norberto y Lucrecia.
El fino pintoresquismo de la
barbería y la revolución que supuso en los hábitos de los clientes contertulios
la llegada de la radio, es de paladear.
En “La carta” hay orgullo, un
orgullo muy isleño: el del desdén porque sí.
En “Primera comunión” hay un
minucioso relato colegial de entonces que es historia para las generaciones
venideras.
En “Estraperlo” está el drama,
en algunos casos, la tragedia de una familia a su vez odiada por este comercio
perseguido. La descripción de estos oscuros trajines es insuperable, así como
la respuesta de la animadversión popular.
En “Si te dicen que caí” se
nos muestran magistralmente el reverso moral de un propagandista de los
“valores eternos”.
Lo que ha sido un gotear de
ironía en los relatos anteriores, en “Los herederos de don Eduardo” es ya
sarcasmo, altisonancia paródica y escarnio de lo rimbombante. En “Jueves de
recibo” está quintaesenciada una parte de la posguerra isleña: el coleccionismo
de pobres, el flamante sermón y los conciertos de la Banda de Infantería de
Marina en la Alameda. Y “Rocío en el recuerdo” es narración que avanza entre la
ilusión y el desgarro, entre la azucena y el fango, cierre con un signo isleño,
tal vez el más de todos: el botón de ancla, pero en la mano más indeseada y
despreciada, el de una prostituta.
Finalizada la lectura,
sobrecoge este fino mosaico de señas de identidad de un pueblo en una época de
su historia, repito. Pero, ¿qué quiere decir el título? Que la idiosincrasia de
la Isla de los relatos está debajo del tinglado del desarrollismo, ¡incluso de
la actualidad, caray!
Necesitaría más espacio para
extenderme en comentar los valores contextuales y lingüísticos de este libro.
Su detallismo de cámara fotográfica, su impecable objetivismo. su lenguaje entre
la fraseología popular y la morosa descripción, su ironía humedecida por el
sentimiento y la fluidez e su sintaxis lo sitúan en un nivel muy logrado de
personajes —que son verdaderos arquetipos de los talantes que representan— y de
un contar sabroso.
Dado que estamos ante un
auténtico libro sobre la Isla, hemos de concluir esta reseña con aquellos
versos notariales de Antonio Machado:”Ha de tener su mármol y su día/, su
infalible mañana y su poeta”. Y aquí está como un espejo en el que hemos de
mirarnos los isleños, pero en la discreta penumbra de la intimidad. Y me
pregunto: ¿Para los siglos de los siglos?
LA POESÍA DE JUAN MANUEL ONETO PRIÁN
Juan Manuel Oneto Prián fue un isleño de 1909. Trabajó como funcionario civil del Cuerpo General Administrativo de la Administración Militar, destinado en la Capitanía General de la Zona Marítima del Estrecho. Pasó a la jubilación en marzo de 1979 y falleció el veintitrés de abril de 1983.
Publicó por su propia cuenta dos libros: En 1972 El desierto iluminado, en la Imprenta Hispana, dividido en dos partes, la primera en verso titulada «Varillaje poético» y la segunda en prosa, titulada «La verdad». De 1974 es el libro Calidoscopio, con dos partes también, «Surtidor» en verso, y «El daño en las sombras», pieza teatral.
La poesía de Juan Manuel Oneto Prián es, sin duda, deudora de la tradición poética entre romántica y modernista. Su empleo del lenguaje es herencia del pasado y se observa en sus poemas diversas influencias entremezcladas, tales como la del Juan Ramón Jiménez modernista, Antonio Machado y la de Lorca en los romances. Su métrica es desigual; por ejemplo, procura escribir un soneto clásico, aunque a veces algunos endecasílabos quiebran su musicalidad, lo mismo le ocurre con alejandrinos y endecasílabos blancos. Maneja el verso corto sin dificultades y, generalmente, sus esquemas versales denotan que dominaba cuando quería el pentagrama poético, digámoslo así.
En cuanto a sus figuran literarias, es tradicional y no aporta indicios sorprendentes; quiero decir que no intenta la búsqueda de expresividad, pero ello no le resta frescura en sus ideas y en muchas ocasiones hace un uso muy bien tolerado de una poesía retrospectiva que nos trasmite sentimientos sinceros, reales y profundos. Juan Manuel Oneto es poeta auténtico y escribe por puro placer, que es como decir por una necesidad de comunicación. Un aspecto que no quiero dejar soslayado es el del reflejo de su religiosidad al estilo de la poesía de posguerra en poemas, precisamente, escritos en esa misma época.
En la segunda parte de El desierto iluminado Oneto Prián desarrolla una serie, en cierto modo hilvanada por la inquietud, en torno a la búsqueda de la verdad, pero, a partir del desengaño, no en vano cita tercetos de la célebre «Epístola moral y censoria al Conde-Duque de Olivares», de Francisco de Quevedo. Sin embargo, su actitud no es satírica solamente, ni siquiera llega a equívocos y sarcasmos, sino que su enfoque está siempre teñido de un sentimiento de conmiseración y desencanto; tiene, por ello, un trasfondo social tamizado por una sensibilidad lírica.
El teatro de Oneto Prián es un ejemplo de teatro de salón, en el que con un mínimo de elementos escénicos los personajes engarzan diálogos de contenido social, con problemas familiares en un contexto de clase media. Es, pues, su teatro, en cierta manera, seguidor de Joaquín Calvo Sotelo, por poner un ejemplo de autor teatral muy conocido por medio de Televisión.
Pero, en conclusión, digamos que lo más valioso de estas dos obras de nuestro autor es la poesía. En ella hay calidades irregulares, pero dignas de que un lector actual las reconsidere en una sección antológica dirigida por un buen olfato selectivo. Muchos de sus versos podrían hoy situarse dentro de la llamada poesía «de la experiencia», aunque en Oneto no haya evocaciones culturalistas, que tan a menudo se cruzan con aquélla; «Ya me tienes a mí, ya me has logrado, / toma mi juventud, yo te la ofrezco; / porque piensa que fruto de una hora, / mi juventud se perderá en el tiempo...» O también: «Agua del pozo de la ciencia oculta / para la sed del sabio que interroga la noche...» Concluyamos con esta profesión de fe poética: «Yo tenía en mi haber todo un mundo de ensueños. / Un vasto proyecto de locas esperanzas. / Un aire elevado de poesías y églogas se mecía en mi alma...".
»
LA OBRA DE
JOSÉ MARÍA HURTADO EGEA
El día 18, viernes, abril de 2008, en el
Museo Municipal se celebró un acto en homenaje a José María Hurtado Egea,
fallecido el martes santo de ese mismo año. Para ese homenaje escribí las
siguientes palabras.
Hace seis años Publicaciones del Sur (se refiere a 2002) sacaba a la luz un libro de artículos editados previamente en el diario San Fernando Información, del autor de este artículo.
El título del libro era MEMORIA REVERDECIDA O LA ISLA QUE SE FUE (1950-1965). En él, como es de imaginar, yo evocaba lugares de nuestra ciudad que habían desaparecido o estaban en trance de desaparecer.
Pues bien, lo que Pepe Hurtado estaba haciendo en el plano de la imagen, fue lo que yo hice en el del verso y en la prosa. Es cierto que la imagen, debido a la fidelidad a lo que reproduce, tiene una ventaja inmediata sobre la palabra escrita. La imagen llega a la vista con una fuerza persuasiva inevitable y con un testimonio que no se pueden revocar. La fotografía es un pasatiempo en manos de aficionados, pero en las de un enamorado de sus objetivos adquiere categoría y proyección social.
Y eso fue lo que hizo Pepe Hurtado. Convirtió la fotografía en una especie de historia arquitectónica de la Isla. Pasarán los años y sus libros COSAS, CASAS Y PLAZAS DE LA ISLA DE SAN FERNANDO, COSAS DE MI PUEBLO, EFEMÉRIDES ILUSTRADA DE SAN FERNANDO y SALINAS se convertirán -si ya no lo son- en una fuente imprescindible de lo que fue nuestra ciudad en el pasado.
En los colegios y en los institutos de la Isla esas publicaciones estarán como montando guardia frente al olvido, para que el paso inclemente de los años con sus nuevas construcciones y su inevitable desfiguración de lo que antes había sido, no borre de la memoria de los isleños aspectos de la fisonomía local que nuestros padres y nosotros mismos en nuestros años jóvenes conocimos y llevamos en nuestro corazón como una reliquia de la Isla de otros tiempos, antes de que la modernidad con sus exigencias e intereses inaugurase la era de las postales del recuerdo, como ocurre en su libro SALINAS, con esa jerga característica que nos deja todo un pequeño mundo de vocablos y costumbres que fueron santo y seña de nuestro pueblo. La obra testimonial de Pepe Hurtado es como un archivo del corazón cañaílla. Su crónica, particularmente salida de la cámara, nos tiene presentes esas almenas, esas fachadas, esas hornacinas y esos rincones que pasan desapercibidos para la gente con prisa, pero que para los curiosos están ahí en esos libros inestimables con una riqueza fotográfica que nos fortalece la identidad como nacidos en esta geografía entre las salinas y los edificios que han vinculado a la Isla con su Alma Mater, como es la Marina.
Yo invito a todos los que tengan interés en abrir los libros de José María Hurtado Egea a hacer un itinerario por sus fotos, tanto a los jóvenes, que verán aspectos desconocidos para ellos porque han desaparecido, como para los que hemos lamentado lo que teníamos ante nuestros ojos sin darle valor y un día vimos cómo se nos borraba del mapa urbano por imperativos que todos conocemos.
Nos queda en el corredor de la memoria la imagen de Pepe Hurtado caminando por la Isla con una incansable curiosidad hacia todo aquello que mereciera la pena retener en la querencia fotográfica, o bien en un acto cultural donde se tratara de un tema concerniente a la arquitectura, a los patios y costumbres isleñas, además de retransmitir los eventos anuales que alegran las fibras sociales de un pueblo, como es su Carnaval, su Feria, su Semana Santa...Yo le quedé agradecido cuando me regaló un dibujo de la puerta que daba a Pomar -calle Lepanto- del antiguo palenque para mi libro de sonetos LAS SEÑAS PERDIDAS, poemario de trazos populares de la Isla de barrios, con sus huertas y salinas.
Que estas palabras mías sirvan para que, junto con otras también de homenaje, rubriquen la presencia permanente de Pepe Hurtado en la historia gráfica de la Isla, que le debe esos cuatro libros, santo y seña para quienes se preocupen por el pasado arquitectónico de San Fernando con su fondo de crónica sentimental incluida.
Hace seis años Publicaciones del Sur (se refiere a 2002) sacaba a la luz un libro de artículos editados previamente en el diario San Fernando Información, del autor de este artículo.
El título del libro era MEMORIA REVERDECIDA O LA ISLA QUE SE FUE (1950-1965). En él, como es de imaginar, yo evocaba lugares de nuestra ciudad que habían desaparecido o estaban en trance de desaparecer.
Pues bien, lo que Pepe Hurtado estaba haciendo en el plano de la imagen, fue lo que yo hice en el del verso y en la prosa. Es cierto que la imagen, debido a la fidelidad a lo que reproduce, tiene una ventaja inmediata sobre la palabra escrita. La imagen llega a la vista con una fuerza persuasiva inevitable y con un testimonio que no se pueden revocar. La fotografía es un pasatiempo en manos de aficionados, pero en las de un enamorado de sus objetivos adquiere categoría y proyección social.
Y eso fue lo que hizo Pepe Hurtado. Convirtió la fotografía en una especie de historia arquitectónica de la Isla. Pasarán los años y sus libros COSAS, CASAS Y PLAZAS DE LA ISLA DE SAN FERNANDO, COSAS DE MI PUEBLO, EFEMÉRIDES ILUSTRADA DE SAN FERNANDO y SALINAS se convertirán -si ya no lo son- en una fuente imprescindible de lo que fue nuestra ciudad en el pasado.
En los colegios y en los institutos de la Isla esas publicaciones estarán como montando guardia frente al olvido, para que el paso inclemente de los años con sus nuevas construcciones y su inevitable desfiguración de lo que antes había sido, no borre de la memoria de los isleños aspectos de la fisonomía local que nuestros padres y nosotros mismos en nuestros años jóvenes conocimos y llevamos en nuestro corazón como una reliquia de la Isla de otros tiempos, antes de que la modernidad con sus exigencias e intereses inaugurase la era de las postales del recuerdo, como ocurre en su libro SALINAS, con esa jerga característica que nos deja todo un pequeño mundo de vocablos y costumbres que fueron santo y seña de nuestro pueblo. La obra testimonial de Pepe Hurtado es como un archivo del corazón cañaílla. Su crónica, particularmente salida de la cámara, nos tiene presentes esas almenas, esas fachadas, esas hornacinas y esos rincones que pasan desapercibidos para la gente con prisa, pero que para los curiosos están ahí en esos libros inestimables con una riqueza fotográfica que nos fortalece la identidad como nacidos en esta geografía entre las salinas y los edificios que han vinculado a la Isla con su Alma Mater, como es la Marina.
Yo invito a todos los que tengan interés en abrir los libros de José María Hurtado Egea a hacer un itinerario por sus fotos, tanto a los jóvenes, que verán aspectos desconocidos para ellos porque han desaparecido, como para los que hemos lamentado lo que teníamos ante nuestros ojos sin darle valor y un día vimos cómo se nos borraba del mapa urbano por imperativos que todos conocemos.
Nos queda en el corredor de la memoria la imagen de Pepe Hurtado caminando por la Isla con una incansable curiosidad hacia todo aquello que mereciera la pena retener en la querencia fotográfica, o bien en un acto cultural donde se tratara de un tema concerniente a la arquitectura, a los patios y costumbres isleñas, además de retransmitir los eventos anuales que alegran las fibras sociales de un pueblo, como es su Carnaval, su Feria, su Semana Santa...Yo le quedé agradecido cuando me regaló un dibujo de la puerta que daba a Pomar -calle Lepanto- del antiguo palenque para mi libro de sonetos LAS SEÑAS PERDIDAS, poemario de trazos populares de la Isla de barrios, con sus huertas y salinas.
Que estas palabras mías sirvan para que, junto con otras también de homenaje, rubriquen la presencia permanente de Pepe Hurtado en la historia gráfica de la Isla, que le debe esos cuatro libros, santo y seña para quienes se preocupen por el pasado arquitectónico de San Fernando con su fondo de crónica sentimental incluida.
Pasito a pasito
Carmen Navarrete
Publicaciones
del Sur, 2013
En la reseña que le hicimos en su día a Razón de ser, su primero libro editado, decíamos: “La poesía de María del Carmen Navarrete siempre nos ha sorprendido por su frescura en la que no ha faltado la ingenuidad, entendiendo por ello un deliberado ignorar realidades feas”.
Pues, bien, la ingenuidad a que nos referimos no es precisamente una evasión, sino una manera de ver el mundo, una actitud benevolente y agradable, en este caso del nuevo libro, está orientada hacia el mundo de los niños, pues Pasito a pasito es un conjunto de poemas infantiles en los que nos sentimos encantados de entrar en la comunicación con la mentalidad de las criaturas que todos hemos sido: “El marinerito canta,/el marinerito juega/en la popa de su barca/entre las velas./Suben las olas al filo,/y en la popa de su barco/ se va dejando los rizos./Hay una nube que sube,/ hay una nube que baja,/ y en la popa de su barco/ se deja el agua./ El marinerito canta,/el marinerito juega,/ en la popa de su barco/entre las velas./Y con la mano al aire/ agarra la nube/ que el viento sube./Agua que va/agua que lleva,/ y va dejando sus sueños/por la escollera”.
Compuesto de cuarenta y seis poemas, prologado por Ramón Luque Sánchez y con ilustraciones de Juan José Roldán, el libro respira la natural sencillez de los versos dedicados a los niños, que no quiere decir que los mayores no deban leerlos, sino todo lo contrario: los mayores se reencuentran con lo que les queda de cuando ellos eran niños también, suponiendo que la experiencia de la vida no les haya arrebatado ese residuo de inocencia, pues como dice el prologuista respecto a estos breves poemas: “Seguro que muchos de ellos acabarán siendo memorizados por los más pequeños. Seguro que muchos de ellos servirán de inspiración para que jovencísimos soñadores escriban sus propias composiciones dedicadas a ese mundo mágico que sólo la imaginación es capaz de levantar con versos”.
Este muestrario de fantasía colorista y vivaz debiera estar en todos los colegios de la Isla para gozo de los pequeños, de manera que podrían continuar su aprendizaje de lectura en esos poemitas breves y llenos de ternura que Carmen Navarrete ha escrito y en los que se ve cómo un irrompible hilo de sentimiento la une a ese espacio de una edad donde irrumpen gozosamente la imaginación y la vida cogidas de la mano.
Juan Ramón y yo
(Memorias y ensoñaciones del burrito platero)
Antonio Bocanegra
Huerga y Fierro Editores, 2013
Distinguida con el Premio de Prosa de la Fundación Escritor Francisco Montero Galvache, Juan Ramón y yo es un retorno a la famosa obra del poeta onubense, pero desde la óptica del burro, que en el libro del que este año se cumple el siglo, era, como sabemos, desde la visión del poeta. Se retorna a la obra, pero ahora es el propio burro el que habla a su amo, o más bien, acompañante en poético soliloquio. Parece como si Antonio Bocanegra volviera a inventar la historia de una especie de día a día, popular y campestre de Platero de la mano de Juan Ramón Jiménez.
Se abre el libro con unos poemas del poeta de Arcos Antonio Murciano. Sigue con un prólogo de José María Rubio Rubio y una Justificación del autor.
En principio, atendamos a la explicación que da el propio autor: «Releyendo la obra de Juan Ramón me hice la siguiente reflexión: en una relación tan bella, tan singular, tan pura y tan fecunda entre dos seres, ¿cómo es posible que solo tenga voz uno de ellos y el otro no tenga nada que decir, que sea un simple convidado de piedra? ¿Por qué no invertir los roles, que fuera el burrito el que hablara y opinara? Decidí reinventar, reescribir la historia de Platero». Y, efecto, el autor pone en boca de Platero una réplica a los capítulos que integran el libro, recurriendo a la actitud ingenua y a lo plástico como expresión del burrito que acompañó al poeta por tantos paisajes moguereños.
Conocemos otras obras de Antonio Bocanegra, concretamente libros de poesía como Ronda y los poemas de súbita invasión, Lógica de nieblas y Ficciones y coplas de amor y mar.
Esta que nos ocupa hoy nada tiene que ver con las anteriores aunque se respire en ella la atmósfera poética también. El autor transita por los mismos lugares: un Moguer con colorido todavía modernista en sus adjetivaciones y un aire que evoca el bucolismo que le dio el poeta moguereño expresado en lo que él llamó la “versiprosa”, con lo que dio una artística brillantez al lenguaje lírico. Pues bien, Antonio Bocanegra, consciente de esta riqueza verbal, entra en los predios habituales de la obra y reorganiza en su admirada contemplación esa historia tan entrañable que hoy es conocida en todos los colegios e institutos de habla española.
La valoración del trabajo de Bocanegra está en el derroche de imaginación que se necesita para poner en boca del burrito todo un mundo de sensaciones aprehendidas en la compañía del poeta. Las confesiones del tierno animal son como un eco de lo que el poeta hablaba con él. El autor de este libro que comentamos sirve como de “intérprete” de esa acostumbrada transición entre poeta y burrito. En Platero y yo el burrito permanece en silencio, pero este silencio ha sido provisional nada más. En esta obra, un siglo después, otro poeta -no podía ser otro género de intérpretes- recupera el alma de Platero y nos la explica detalladamente para que esas ocultas y desapercibidas vivencias sean conocidas por todos los que hemos crecido, literariamente hablando, al calor de esa fogata de auténtica llama poética. Antonio Bocanegra ha correspondido al calor de esa llama con un libro de fina sensibilidad y belleza en el lenguaje. En cada capítulo de su libro hace referencia de los personajes y lugares que figuran en Platero y yo.
El libro está compuesto de cincuenta y una estampas. Todo un reconocimiento a esa obra universal hoy día. A modo de epílogo en verso, el autor nos obsequia unas Coplillas “Platerescas”, que dedica a los protagonistas del libro y al poeta arcense Antonio Murciano, con las que pone colofón a un entusiasta homenaje que viene de la mano del primer centenario.
(Memorias y ensoñaciones del burrito platero)
Antonio Bocanegra
Huerga y Fierro Editores, 2013
Distinguida con el Premio de Prosa de la Fundación Escritor Francisco Montero Galvache, Juan Ramón y yo es un retorno a la famosa obra del poeta onubense, pero desde la óptica del burro, que en el libro del que este año se cumple el siglo, era, como sabemos, desde la visión del poeta. Se retorna a la obra, pero ahora es el propio burro el que habla a su amo, o más bien, acompañante en poético soliloquio. Parece como si Antonio Bocanegra volviera a inventar la historia de una especie de día a día, popular y campestre de Platero de la mano de Juan Ramón Jiménez.
Se abre el libro con unos poemas del poeta de Arcos Antonio Murciano. Sigue con un prólogo de José María Rubio Rubio y una Justificación del autor.
En principio, atendamos a la explicación que da el propio autor: «Releyendo la obra de Juan Ramón me hice la siguiente reflexión: en una relación tan bella, tan singular, tan pura y tan fecunda entre dos seres, ¿cómo es posible que solo tenga voz uno de ellos y el otro no tenga nada que decir, que sea un simple convidado de piedra? ¿Por qué no invertir los roles, que fuera el burrito el que hablara y opinara? Decidí reinventar, reescribir la historia de Platero». Y, efecto, el autor pone en boca de Platero una réplica a los capítulos que integran el libro, recurriendo a la actitud ingenua y a lo plástico como expresión del burrito que acompañó al poeta por tantos paisajes moguereños.
Conocemos otras obras de Antonio Bocanegra, concretamente libros de poesía como Ronda y los poemas de súbita invasión, Lógica de nieblas y Ficciones y coplas de amor y mar.
Esta que nos ocupa hoy nada tiene que ver con las anteriores aunque se respire en ella la atmósfera poética también. El autor transita por los mismos lugares: un Moguer con colorido todavía modernista en sus adjetivaciones y un aire que evoca el bucolismo que le dio el poeta moguereño expresado en lo que él llamó la “versiprosa”, con lo que dio una artística brillantez al lenguaje lírico. Pues bien, Antonio Bocanegra, consciente de esta riqueza verbal, entra en los predios habituales de la obra y reorganiza en su admirada contemplación esa historia tan entrañable que hoy es conocida en todos los colegios e institutos de habla española.
La valoración del trabajo de Bocanegra está en el derroche de imaginación que se necesita para poner en boca del burrito todo un mundo de sensaciones aprehendidas en la compañía del poeta. Las confesiones del tierno animal son como un eco de lo que el poeta hablaba con él. El autor de este libro que comentamos sirve como de “intérprete” de esa acostumbrada transición entre poeta y burrito. En Platero y yo el burrito permanece en silencio, pero este silencio ha sido provisional nada más. En esta obra, un siglo después, otro poeta -no podía ser otro género de intérpretes- recupera el alma de Platero y nos la explica detalladamente para que esas ocultas y desapercibidas vivencias sean conocidas por todos los que hemos crecido, literariamente hablando, al calor de esa fogata de auténtica llama poética. Antonio Bocanegra ha correspondido al calor de esa llama con un libro de fina sensibilidad y belleza en el lenguaje. En cada capítulo de su libro hace referencia de los personajes y lugares que figuran en Platero y yo.
El libro está compuesto de cincuenta y una estampas. Todo un reconocimiento a esa obra universal hoy día. A modo de epílogo en verso, el autor nos obsequia unas Coplillas “Platerescas”, que dedica a los protagonistas del libro y al poeta arcense Antonio Murciano, con las que pone colofón a un entusiasta homenaje que viene de la mano del primer centenario.
LA POESÍA DE SERVANDO CAMÚÑEZ EN SU LIBRO
Versos pasados de moda
Versos pasados de moda
Editor José García Gutiérrez, 1915
Cádiz
Cádiz
Servando Camúñez Echeverría nació en Cádiz, en 1854,
pero vivió, ejerciendo como médico, en San Fernando, donde falleció en 1936.
Salvador Clavijo dice en su Historia de la ciudad de San Fernando que
amó profundamente a Andalucía y también se vinculó a temas patrióticos e
hispanoamericanos. En su poesía, además de esas fuentes de inspiración,
aparecen otras motivaciones de carácter filantrópico y siempre una tendencia
social que lo asocia con la temática general del realismo decimonónico. Publicó
un solo volumen de versos titulado Versos pasados de moda, en 1915,
editado por el editor José García Gutiérrez, de Cádiz, con un número de páginas
de 289.
Y, en efecto, Camúñez siguiendo la
directriz de la poesía que lee en su juventud, se siente muy próximo a Núñez de
Arce, Campoamor y Zorrilla, así como a Espronceda. Pero en Camúñez los rasgos
realistas se acentúan, tal vez por su experiencia profesional. Los pobres, los
necesitados, la inocencia infantil, el pájaro ciego, la cultura del suelo, como
el trigo y el trabajo, todo ello quedaba, como dice Clavijo, ennoblecido por su
capacidad de emocionarse y emocionar al lector.
El poeta gaditano está lejos de la
poesía declamatoria de la época. La suya tiene un lenguaje necesario dentro del
registro poético de la segunda mitad del siglo XIX. Cuando canta a la Patria, a
América y a Andalucía lo hace sin énfasis, pues no pretende una exaltación
hueca y oficial. Títulos de poemas suyos nos dan una idea de que fue un poeta
de su tiempo por lo que tuvo de ciudadano sensible, además, incardinado por
ello en la sinceridad: “La madre”, “Don Quijote”, “El trabajo”, “La humildad”,
“La Patria”. “El Descubrimiento”, “La vejez”, entre otros poemas son
sintomáticos de que debió de ser un hombre amante de la cultura y poroso a los
males de la Humanidad, así como un amigo incondicional del
progreso.
Refiere Clavijo que fue, ya en los
últimos años de su vida, conservador de la Biblioteca Pública Lobo y ordenador
del Archivo, en su calidad de Cronista de la Ciudad adoptiva. Nos hallamos en
1929. Se cuenta también como publicaciones suyas unas llamadas “Cartas
españolas” (tal vez recordando lo de las “Cartas marruecas” de Cadalso)
editadas en “Los Lunes” y “La Correspondencia”, que dirigió, así como escribió
unas zarzuelas que se perdieron, por lo visto.
Como dije antes, el poeta afincado en La
Isla siguió el rumbo del realismo, pero lo hizo con toda franqueza, y manifestó
su entusiasmo escribiendo versos que aún nos quieren contagiar, dentro, como se
ha dicho ya, de un estilo propio de su contexto realista por su vibración:
“¡Redención!, con amor puede lograrse /. ¡Igualdad!, con amor a nadie espanta
/. ¡Libertad!, con amor debe enseñarse /. ¡Fraternidad con el amor encanta!”.
Son versos que corresponden al poema ”El gran Burgués”, premiado con la Flor
natural en Sevilla en 1903, precisamente en años en que el modernismo está en
todo su apogeo y Juan Ramón Jiménez edita Arias tristes y Ramón Pérez de
Ayala La paz del sendero.
En esta estrofa, espécimen del poema
citado, están los presupuestos temáticos de su poesía que, como ya indiqué
anteriormente, pueden resumirse en el amor al progreso, la simpatía por el
humanitarismo social, la libertad de los pueblos y la promoción de los valores
del hombre. En nuestra época Camúñez hubiese sido un destacado poeta de la
Generación de los años 50 en su más definida expresión social. Ahora bien,
Camúñez, por el año de su nacimiento, podría haber sido un precursor del
movimiento modernista, como lo fueron Manuel Reina (1856-1905), Salvador Rueda
(1857-1933) y Ricardo Gil (1858-1908). Pero nuestro poeta no viajaría por
Madrid ni por París, es de suponer, y ese aislamiento de los poetas de entonces
en sus provincias nos da una explicación de esa falta de reciclaje literario en
sus obras.
Cuando se publica su libro de poemas en
1915 el modernismo ya está superado, en palabras de Manuel Machado. Lo que va
de 1880 a 1910, se da como periodo para ese movimiento. Sin embargo, en su
libro de versos podemos apreciar cualidades que nos garantizan que podría haber
sido un buen poeta modernista, y no se olvide que por su cronología de vida
abarcaba en primer lugar, la poesía realista, aunque un poco retardataria; en
segundo lugar hubiese sido, como los poetas mencionados, un adelantado del
modernismo; en tercer lugar podría integrarse en la fila de los poetas
novecentistas -como León Felipe- y en cuarto lugar Camúñez podría asimilar las
novedades de los poetas de la Generación del 27, incluso con sus quiebros
vanguardistas, si se lo hubiese propuesto.
Dado que la musa de Camúñez era más bien
abstracta y observadora, podríamos decir que su poesía generalmente levanta el
vuelo y se ocupa poco de los tipismos y pintoresquismos en los que sí fue
generosa la musa del isleño Gabriel González Camoyano (1893-1967), que fue
amigo del médico y poeta, y que lo sustituyó en la dirección de la mencionada
Biblioteca.
Dos años después, en 1917, Juan Ramón
Jiménez publica su Diario de un poeta recién casado, que sirve de
arranque a la nueva poesía del poeta onubense y da una nueva orientación a la
poesía española. Un año antes, en un cabaret de Zurich, Hugo Ball y Tristán
Tzara proclaman el dadaísmo, tan irrespetuoso con toda la poesía academicista
del siglo XIX.
A modo de conclusión, la poesía de
Servando Camúñez se inscribe, como hemos dicho, en un contexto de poesía
realista un tanto retrospectiva, debido, tal vez, a su aislamiento literario,
pero con calidad en sus poemas como para vaticinarle logros satisfactorios si
se hubiese puesto en línea de otras generaciones siguientes a la suya. Cuando
hablamos de su carácter retrospectivo en ella se debe, más que a cuando la
escribe, que a cuando la publica en ese volumen, independientemente de que años
atrás lo hiciera en diarios y revistas.
Como muestra antológica exponemos este
poema que se refiere a la celebración del primer centenario de la derrota
francesa frente a Cádiz y la Isla de León. El metro empleado —decasílabos de
5+5— fue utilizado durante todo el siglo XIX tanto por poetas románticos, como
realistas y modernistas.
HIMNO DEL CENTENARIO
¡Cádiz, despierta! ¡Cádiz, levanta
a las alturas tu pensamiento!
En tu recinto, cual arca santa
puso la Patria su sentimiento,
sus esperanzas y sus dolores,
sus dignidades y su energía.
¡Cádiz augusta! Hoy es el día
de hacer coronas de egregias flores
para tus hijos, los luchadores
que enaltecieron tu nombradía.
Hoy hace un siglo que el mundo entero
vio sorprendido tu resistencia
ante el coloso que traicionero
quiso quitarnos la independencia.
Hoy hace un siglo, ¡Cádiz hermosa!,
que ante tus muros y tus cañones,
llena de rabia la poderosa
dominadora de cien naciones,
vio disiparse sus ilusiones
con tu respuesta maravillosa.
que ante tus muros y tus cañones,
llena de rabia la poderosa
dominadora de cien naciones,
vio disiparse sus ilusiones
con tu respuesta maravillosa.
¡Cádiz, despierta! ¡Cádiz, levanta
a las alturas tu pensamiento!
Como la antorcha que se agiganta
a los embates del raudo viento
es la aureola de tus lealtades,
de tus honores, de tus firmezas,
de tus excelsas serenidades,
de tus bravuras, de tus realezas,
gloria y asombro de las edades.
Antología en verso y prosa
Gabriel González Camoyano
Ispren Editorial,1993
San Fernando (Cádiz)
Ispren Editorial,1993
San Fernando (Cádiz)
En la Antología en verso y prosa del
poeta isleño Gabriel González Camoyano (1893-1967), publicada con motivo del
primer centenario del nacimiento del poeta, nos encontramos los isleños que ya
frisamos el medio siglo, en parte, y en cierto modo, con aquella Isla que se
nos fue. De hecho, don Gabriel -que así se le conocía por ser el fundador y
director de un centro de estudios llamado la Politécnica, aunque él trabajaba
como escribiente de Marina- arranca de otra Isla anterior, pero las
connotaciones de una y otra son parecidas en lo que se refiere a su
arquitectura y en el pintoresquismo de sus tradiciones. Se le consideraba por
ello como el poeta de la Isla, ya que se le identificaba con el convento del
Carmen y su devoción escrita a la Virgen del mismo nombre, así como poemas en
metro corto en los que la mar, la sal, los patios, los caños y otros motivos
locales le dieron fama entre lectores de la clase media de San Fernando, para
lo que hay que añadir que colaboraba en periódicos y revistas.
Se divide el libro en dos partes, como reza el título. En la primera hay tres secciones bien delimitadas que se corresponden con tres ángulos de visión del tema poético: ”Versos de motivos isleños”, “Versos íntimos” y “Otros versos”.
En efecto, poemas como “El Patio Maestro Lui”, “La reja andaluza”, “Breve elegía al cierro isleño”, “Romance del Puente Zuazo”, “Romance de la Isla de León”, “Cómo se hace la sal”, “Cosas de la Isla”, así como los dedicados a la Patrona, incluido en ocasiones el barrio de las Callejuelas, son muestras prioritarias de su poesía, entre otros poemas menos costumbristas, pero no desvinculados de lo específicamente isleño.
Esta sección queda complementada por la segunda parte, que recoge trabajos en prosa casi notarial, referentes a la historia de nuestra ciudad: ”Mitología, historia y devoción” (Apuntes rápidos de la Isla de León). Es como una amorosa y emocionada réplica a la poesía de temas populares que enriquecen la primera sección.
Dada su formación literaria, su musa culta se inspiró en temas post-románticos y modernistas, con influencia de autores como Zorrilla, Núñez de Arce, Rubén Darío y, sin duda, también, ya en el contexto de la ciudad en la que vivían los dos, Servando Camúñez, rastreada la huella del poeta extremeño José María Gabriel y Galán. Quizá por ello su tono, en algunas ocasiones, tienda a la grandilocuencia.
Hemos de atenuar, sin embargo, ese registro que solamente se da en algunos poemas de arte mayor. Cuando Camoyano se siente isleño hasta la médula, es entonces cuando le salen los versos que le hicieron poeta deliciosamente cañaílla, celebrado y recordado por sus lecturas en determinados círculos y ámbitos culturales de la ciudad.
Es, precisamente, en estos temas donde su poesía reclamaba una revalorización, y por los que su musa quedará en el devenir literario de nuestra ciudad como un testimonio sencillo y amable que él lleno, en principio codo a codo con Servando Camúñez y, como poeta, en solitario, una vez fallecido Camúñez en 1936.
En la segunda, en prosa, el poeta nos lleva de la mano por los albores de la Isla. Como se ve, un libro incardinado en una especie de lírica menor, no exenta de lirismo tamizado por su sentir isleño con talante de buen burgués, que observó y amó la pequeña historia cotidiana de su pueblo y aquellos lugares y anécdotas más sabrosas o características de nuestra sociedad de entonces.
Considero que nada más que por su memoria y su significación durante más de medio siglo en aquella Isla que se nos fue -repito-, Camoyano se merecía ser conocido en una edición como la que acaba de hacer la Academia de San Romualdo, la Fundación de Cultura e Ispren Editorial.
Bienvenida, pues, a esta antología en verso y prosa de Gabriel González Camoyano, que es como recuperar la Isla del pasado, libro que enriquece la bibliografía literaria de nuestra ciudad, tan sensible últimamente a todo lo que tenga el sonido valioso y esperanzado de la cultura como un bien local.
(Esta reseña apareció el mismo año de la edición del libro.)
Añadimos aquí dos muestras de su poesía, la culta y la popular.
Se divide el libro en dos partes, como reza el título. En la primera hay tres secciones bien delimitadas que se corresponden con tres ángulos de visión del tema poético: ”Versos de motivos isleños”, “Versos íntimos” y “Otros versos”.
En efecto, poemas como “El Patio Maestro Lui”, “La reja andaluza”, “Breve elegía al cierro isleño”, “Romance del Puente Zuazo”, “Romance de la Isla de León”, “Cómo se hace la sal”, “Cosas de la Isla”, así como los dedicados a la Patrona, incluido en ocasiones el barrio de las Callejuelas, son muestras prioritarias de su poesía, entre otros poemas menos costumbristas, pero no desvinculados de lo específicamente isleño.
Esta sección queda complementada por la segunda parte, que recoge trabajos en prosa casi notarial, referentes a la historia de nuestra ciudad: ”Mitología, historia y devoción” (Apuntes rápidos de la Isla de León). Es como una amorosa y emocionada réplica a la poesía de temas populares que enriquecen la primera sección.
Dada su formación literaria, su musa culta se inspiró en temas post-románticos y modernistas, con influencia de autores como Zorrilla, Núñez de Arce, Rubén Darío y, sin duda, también, ya en el contexto de la ciudad en la que vivían los dos, Servando Camúñez, rastreada la huella del poeta extremeño José María Gabriel y Galán. Quizá por ello su tono, en algunas ocasiones, tienda a la grandilocuencia.
Hemos de atenuar, sin embargo, ese registro que solamente se da en algunos poemas de arte mayor. Cuando Camoyano se siente isleño hasta la médula, es entonces cuando le salen los versos que le hicieron poeta deliciosamente cañaílla, celebrado y recordado por sus lecturas en determinados círculos y ámbitos culturales de la ciudad.
Es, precisamente, en estos temas donde su poesía reclamaba una revalorización, y por los que su musa quedará en el devenir literario de nuestra ciudad como un testimonio sencillo y amable que él lleno, en principio codo a codo con Servando Camúñez y, como poeta, en solitario, una vez fallecido Camúñez en 1936.
En la segunda, en prosa, el poeta nos lleva de la mano por los albores de la Isla. Como se ve, un libro incardinado en una especie de lírica menor, no exenta de lirismo tamizado por su sentir isleño con talante de buen burgués, que observó y amó la pequeña historia cotidiana de su pueblo y aquellos lugares y anécdotas más sabrosas o características de nuestra sociedad de entonces.
Considero que nada más que por su memoria y su significación durante más de medio siglo en aquella Isla que se nos fue -repito-, Camoyano se merecía ser conocido en una edición como la que acaba de hacer la Academia de San Romualdo, la Fundación de Cultura e Ispren Editorial.
Bienvenida, pues, a esta antología en verso y prosa de Gabriel González Camoyano, que es como recuperar la Isla del pasado, libro que enriquece la bibliografía literaria de nuestra ciudad, tan sensible últimamente a todo lo que tenga el sonido valioso y esperanzado de la cultura como un bien local.
(Esta reseña apareció el mismo año de la edición del libro.)
Añadimos aquí dos muestras de su poesía, la culta y la popular.
MEDITACIÓN EN EL PRÓLOGO DE LAS NOVELAS EJEMPLARES
Este que veis aquí de cabellos castaños,
rostro aguileño y frente bien desembarazada,
de alegres ojos y nariz proporcionada,
y de barba argentina, que fue de oro otros años...
Este que envejecieron los muchos desengaños,
de estatura no corta ni tampoco elevada,
con la espalda por muchos sinsabores cargada
y los pies no ligeros, por propios y extraños
llamado don Miguel de Cervantes Saavedra.
Fue soldado en Lepanto y en Argel fue cautivo.
Le atrapó la desdicha como a un árbol la yedra.
Sufrió prisión injusta. No gozó lenitivo...
Y como fruto egregio de tanta desventura
dio al mundo "El Caballero de la Triste Figura.
Entre agrios limones
Juan Antonio Macías
Vientos, Cádiz, 1993
Juan Antonio Macías nace en Puerto Real.
Catedrático de Enseñanza Secundaria (Especialidad de Administración y Gestión
de Empresas). Desde hace años reside en Cádiz. Actualmente está jubilado.
Entre agrios limones fue editado en la Colección gaditana de Vientos, que dirigió Diego Sánchez del Real, de quien lleva el libro una presentación del autor en la contraportada. También lo precede una introducción del profesor universitario Pedro Payán Sotomayor. Es un libro de treinta y tres poemas dividido en dos partes, aunque unidas ambas por una misma actitud: el intimismo amoroso y el paisajismo, ambas opciones sin desgarro lírico, sino más bien dentro de una atmósfera apacible. La estructura del libro es de una innegable nostalgia clásica, más bien romántica en su expresión, ya que el empleo de ciertas estrofas —“Imposible poesía”, “Silencio de cuanto hablamos”, “Amor de la noche”, entre otros poemas, nos recuerda un sello becqueriano, incluso antoniomachadiano, de quien, por cierto, lleva el libro una cita inaugural.
Abundan también los sonetos -unos dieciséis-, con lo cual podemos incluir este poemario en una línea de inspiración tradicional. La fuerza del contenido -el argumento, por decirlo con lenguaje narrativo- predomina en él. Entre la dicotomía significante/significado de Dámaso Alonso, Macías equilibra la necesidad del contenido y los valores policromos del significante, como una fidelidad a la topografía natal. Un ejemplo está en el soneto ”Buscando la palabra”. En ningún momento trae a la página resabios de poesía social de los cincuenta-sesenta.
El poeta escribe ”con el corazón” , se sitúa en una posición “desde el sentimiento” tomando el paisaje y los recuerdos como reflejos plásticos de su necesidad de expresión: “Evocaré tu nombre / en la oscura tiniebla del camino /. Me apoyaré contigo en el recuerdo / de musgos y de vientos peregrinos /. Una efigie de niebla / rozará tibiamente la memoria. / Te llamaré sonámbulo en las aguas / de redes que me atan en la sombra”. Payán Sotomayor afirma que ve en este libro resonancias de poetas tales como Quevedo, Manrique, Federico y Miguel Hernández, poniendo ejemplos de versos en los que ve un aire evocador -intencionado o no- de esos autores, a los que, es seguro, Macías admira: “Dejadme huir. Cansado de cadenas /soy náufrago de mar por esta playa. / Dejadme huir al aire que me lleve / callando sus palabras”.
Pongo estos versos como ejemplo del tono de sobriedad del poeta puertorrealeño-gaditano. Una indudable delicadeza recorre estos versos que he citado como espécimen de una determinada actitud del poeta ante los temas y los metros que se aúnan en Entre agrios limones. Un empleo no exhaustivo de la metáfora y una adjetivación dando color a los nombres, aunque con una discreta y equilibrada deuda con el pasado (todos los poetas son, en parte, deudores del pasado), hacen de este libro un conjunto poemático bello y como sintetizador de tendencias que no mueren del todo y reaparecen en poetas independientes de las modas al día. No en vano el poemario fue escrito entre los años 68 y 69, época en la que está a punto de surgir el movimiento de los Novísimos, pero que no evita que haya poetas fieles a la poesía lírica de siempre. Así pues, tanto el registro del libro como sus moldes de comunicación literaria, se ayudan y nos ofrecen la presencia de un poeta de auténtica sensibilidad, dotado, además, de una fina intuición para el uso de las metáforas (como en el poema “Fruto deseado”, metáfora todo él, así como el poema “Devorando mi cuerpo está una fiera”, con una intención amorosa; también “Cuando redoble el agua / y el viento en el tambor, / pregunta quién llama”), símiles (“Tengo en mi verso lleno de tu ausencia / como de espuma el mar se encuentra lleno, / ausencia en este mar tibio y sereno / donde tengo tu amor y mi querencia”), anáforas (“que he muerto de ti / que he muerto verde”…”un limón con un surco sorprendente, / un inmenso crepúsculo de sombra”, “una boca en sonrisa permanente, / ”una concha de fuego entre las algas”), sinestesias (“Ni luz de inteligencia, / ni altos soplos celestes”, “hundidos sellaremos el silencio”), prosopopeyas (“Noches van sobre mí / tristes de negro”, “Me arremete tu sombra”), que hermosean el texto y lo hacen estrictamente literario escrito en versos con una contextura clásica como desde el soneto, versos heptasílabos, alejandrinos y octosílabos a estrofas más o menos a gusto del poeta, en rimas consonantes y asonantes.
Como dice el profesor Payán Sotomayor, Entre agrios limones emociona por sus connotaciones -el mar, el toro- y, sobre todo, por la exquisitez con que su autor nos convierte en poesía los trasuntos de su mirada poética como un sentimiento de lo que perdura en la estética del lenguaje, con el que el autor nunca se da por satisfecho:” Yo no puedo contigo, / me hieres y me vences; / dime tú, verso amado, ¿quién madura / este fruto agrio y verde?”
En este libro de Macías recuperamos una sensibilidad perdida entre tanto versolibrismo sin ton ni son que va inútilmente de innovador. Una sensibilidad en que palpita lo auténtico, actitud propia de un poeta cuya ambición se reduce a traducir la mirada poética -como dice Saramago y recuerda Payán- a unas palabras que permanecen como testigo de la tradición poética. Veamos en ese poema una muestra de ello.
Entre agrios limones fue editado en la Colección gaditana de Vientos, que dirigió Diego Sánchez del Real, de quien lleva el libro una presentación del autor en la contraportada. También lo precede una introducción del profesor universitario Pedro Payán Sotomayor. Es un libro de treinta y tres poemas dividido en dos partes, aunque unidas ambas por una misma actitud: el intimismo amoroso y el paisajismo, ambas opciones sin desgarro lírico, sino más bien dentro de una atmósfera apacible. La estructura del libro es de una innegable nostalgia clásica, más bien romántica en su expresión, ya que el empleo de ciertas estrofas —“Imposible poesía”, “Silencio de cuanto hablamos”, “Amor de la noche”, entre otros poemas, nos recuerda un sello becqueriano, incluso antoniomachadiano, de quien, por cierto, lleva el libro una cita inaugural.
Abundan también los sonetos -unos dieciséis-, con lo cual podemos incluir este poemario en una línea de inspiración tradicional. La fuerza del contenido -el argumento, por decirlo con lenguaje narrativo- predomina en él. Entre la dicotomía significante/significado de Dámaso Alonso, Macías equilibra la necesidad del contenido y los valores policromos del significante, como una fidelidad a la topografía natal. Un ejemplo está en el soneto ”Buscando la palabra”. En ningún momento trae a la página resabios de poesía social de los cincuenta-sesenta.
El poeta escribe ”con el corazón” , se sitúa en una posición “desde el sentimiento” tomando el paisaje y los recuerdos como reflejos plásticos de su necesidad de expresión: “Evocaré tu nombre / en la oscura tiniebla del camino /. Me apoyaré contigo en el recuerdo / de musgos y de vientos peregrinos /. Una efigie de niebla / rozará tibiamente la memoria. / Te llamaré sonámbulo en las aguas / de redes que me atan en la sombra”. Payán Sotomayor afirma que ve en este libro resonancias de poetas tales como Quevedo, Manrique, Federico y Miguel Hernández, poniendo ejemplos de versos en los que ve un aire evocador -intencionado o no- de esos autores, a los que, es seguro, Macías admira: “Dejadme huir. Cansado de cadenas /soy náufrago de mar por esta playa. / Dejadme huir al aire que me lleve / callando sus palabras”.
Pongo estos versos como ejemplo del tono de sobriedad del poeta puertorrealeño-gaditano. Una indudable delicadeza recorre estos versos que he citado como espécimen de una determinada actitud del poeta ante los temas y los metros que se aúnan en Entre agrios limones. Un empleo no exhaustivo de la metáfora y una adjetivación dando color a los nombres, aunque con una discreta y equilibrada deuda con el pasado (todos los poetas son, en parte, deudores del pasado), hacen de este libro un conjunto poemático bello y como sintetizador de tendencias que no mueren del todo y reaparecen en poetas independientes de las modas al día. No en vano el poemario fue escrito entre los años 68 y 69, época en la que está a punto de surgir el movimiento de los Novísimos, pero que no evita que haya poetas fieles a la poesía lírica de siempre. Así pues, tanto el registro del libro como sus moldes de comunicación literaria, se ayudan y nos ofrecen la presencia de un poeta de auténtica sensibilidad, dotado, además, de una fina intuición para el uso de las metáforas (como en el poema “Fruto deseado”, metáfora todo él, así como el poema “Devorando mi cuerpo está una fiera”, con una intención amorosa; también “Cuando redoble el agua / y el viento en el tambor, / pregunta quién llama”), símiles (“Tengo en mi verso lleno de tu ausencia / como de espuma el mar se encuentra lleno, / ausencia en este mar tibio y sereno / donde tengo tu amor y mi querencia”), anáforas (“que he muerto de ti / que he muerto verde”…”un limón con un surco sorprendente, / un inmenso crepúsculo de sombra”, “una boca en sonrisa permanente, / ”una concha de fuego entre las algas”), sinestesias (“Ni luz de inteligencia, / ni altos soplos celestes”, “hundidos sellaremos el silencio”), prosopopeyas (“Noches van sobre mí / tristes de negro”, “Me arremete tu sombra”), que hermosean el texto y lo hacen estrictamente literario escrito en versos con una contextura clásica como desde el soneto, versos heptasílabos, alejandrinos y octosílabos a estrofas más o menos a gusto del poeta, en rimas consonantes y asonantes.
Como dice el profesor Payán Sotomayor, Entre agrios limones emociona por sus connotaciones -el mar, el toro- y, sobre todo, por la exquisitez con que su autor nos convierte en poesía los trasuntos de su mirada poética como un sentimiento de lo que perdura en la estética del lenguaje, con el que el autor nunca se da por satisfecho:” Yo no puedo contigo, / me hieres y me vences; / dime tú, verso amado, ¿quién madura / este fruto agrio y verde?”
En este libro de Macías recuperamos una sensibilidad perdida entre tanto versolibrismo sin ton ni son que va inútilmente de innovador. Una sensibilidad en que palpita lo auténtico, actitud propia de un poeta cuya ambición se reduce a traducir la mirada poética -como dice Saramago y recuerda Payán- a unas palabras que permanecen como testigo de la tradición poética. Veamos en ese poema una muestra de ello.
DE NADA SIRVE LA NOCHE SI NO HAY ALBA
De nada sirve, amor, la noche si no hay alba.
Dos ángeles de sombra evocan un mañana.
Te esperaré en la noche secretamente solo
recostado en las aguas, perdido el primer soplo.
Limpia la frente trago el aire que me ignora,
lanzo mi voz inútil de espera, de mi boca.
Busco el amanecer, huyendo al claro alba,
mi alado cuerpo yerto al fondo de tu alma.
De nada sirve, amor, la noche si no crece,
inútil es buscar ángeles que nos lleven.
Allá en la mar te espero entre algas nocturnas,
sorbiendo todo aromas, agrio limón de luna.
En el año 1997 aparece del mismo autor Antología incompleta, que recoge poemas de Entre agrios limones y otros trabajos inéditos como “El mar al atardecer canta elegías”, “Fryné”, “Memorial de curso”, ”Poemas de profundis” y “Poemario”. Este último apartado lleva amistosas dedicatorias.
La autenticidad de Macías sigue en esta otra entrega con una actitud poética similar tanto en la forma métrica y los temas como en la expresión. Combinación de versos de arte mayor –sonetos incluidos- con versos en arte menor. El desvelo amoroso del poeta también fluye aquí como un río sereno que de vez en cuando descansa en el remanso de la contemplación, la evocación y el autoanálisis de la conciencia, recurso literario de todas las épocas.
Así pues, nos hayamos ante dos publicaciones poéticas de Juan Antonio Macías que dejan constancia de su buen hacer poético dentro de un estilo tradicional, tendencia neorromántica, constancia del dominio de las formas que recoge una poesía que podríamos inscribir, en algunos aspectos, en la llamada “nueva experiencia”, aunque Macías no haya pasado previamente por la lectura de los Novísimos; y es que el poeta no abandona su fidelidad a los maestros que han hecho posible que hoy podamos estudiar Literatura Española.
Entre agrios limones y Antología incompleta, dos libros que dejan el nombre de Juan Antonio Macías en la nómina de los poetas que hacen de la poesía un ejercicio satisfactorio de la poesía y en ningún momento carente de autenticidad.
La jubilación del delantal
José Manuel Alfaro
Publicaciones del Sur, 2012
Podríamos empezar diciendo que La
jubilación del delantal es la épica de la mujer dentro del dominio vital a que
el transcurrir de los siglos ha ido colocándola. El autor de este ejercicio de
observación, José Manuel Alfaro (Tarifa –Cádiz-, 1957), a raíz de su propia
jubilación como maestro nacional, especializado en Pedagogía Tarapéutica, ha
tenido la delicadeza de ahondar sin prejuicios en esta dimensión desapercibida
en la que está inserta la mujer, la mujer de todas las generaciones del autor,
como si fuese un ajuste de cuentas con la civilización que la ha inscrito en
ese puesto de guardia en el amplio muestrario de los quehaceres profesionales.
Además de que el autor emplee la experiencia doméstica como exploración de la inutilidad de los roles como disposición de la prepotencia masculina, hay una posibilidad de que su planteamiento se convierta en estudio psicológico de una sociedad deseosa de nivelación de derechos, a pesar de que en Occidente la mujer tiene una consideración muy avanzada en relación con otras grupos sociales asiáticos, por ejemplo. Incluso, en algunos casos, la mujer tiene un cierto nivel de poder, tanto doméstico como profesional, que podría moderar una excesiva reivindicación.
No obstante, este libro es un acta notarial de unas vivencias cuyo examen no escapa a la reflexión del autor. Es por ello una sugerencia para que los posibles lectores extraigan un mensaje que ayude a corregir las deficiencias en que incurre, a menudo, el todavía tradicional régimen del hogar.
Si tuviésemos que diseccionar el libro hallaríamos dos partes relativamente diferenciadas. En la primera el autor hace acopio de reflexiones acerca de su compromiso en compartir las tareas del hogar con la pareja.
En la segunda, el autor expone sus puntos de vista en lo que se refiere a la filosofía tras la que se escuda el hombre para mantener sus posicionamientos y también analiza aquellos argumentos en los que se basan las mujeres para mantener su dependencia partiendo de la base de unas creencias erróneas, en muchos casos suministradas por los mismos maridos.
En todo el deambular del libro percibiremos la intención del autor de rehumanizar la visión de los papeles del hombre y la mujer como pareja, excluyendo con ello todo residuo de machismo y enalteciendo la colaboración de la mujer en el duro trabajo de constituir un hogar en el que se han de suceder las generaciones para proseguir el ritmo de la vida. Escrito con una lúcida prosa de carácter ensayístico, este libro entretiene y reforma la opinión de los lectores y lectoras interesados en soltar amarras de los prejuicios del pasado.
Además de que el autor emplee la experiencia doméstica como exploración de la inutilidad de los roles como disposición de la prepotencia masculina, hay una posibilidad de que su planteamiento se convierta en estudio psicológico de una sociedad deseosa de nivelación de derechos, a pesar de que en Occidente la mujer tiene una consideración muy avanzada en relación con otras grupos sociales asiáticos, por ejemplo. Incluso, en algunos casos, la mujer tiene un cierto nivel de poder, tanto doméstico como profesional, que podría moderar una excesiva reivindicación.
No obstante, este libro es un acta notarial de unas vivencias cuyo examen no escapa a la reflexión del autor. Es por ello una sugerencia para que los posibles lectores extraigan un mensaje que ayude a corregir las deficiencias en que incurre, a menudo, el todavía tradicional régimen del hogar.
Si tuviésemos que diseccionar el libro hallaríamos dos partes relativamente diferenciadas. En la primera el autor hace acopio de reflexiones acerca de su compromiso en compartir las tareas del hogar con la pareja.
En la segunda, el autor expone sus puntos de vista en lo que se refiere a la filosofía tras la que se escuda el hombre para mantener sus posicionamientos y también analiza aquellos argumentos en los que se basan las mujeres para mantener su dependencia partiendo de la base de unas creencias erróneas, en muchos casos suministradas por los mismos maridos.
En todo el deambular del libro percibiremos la intención del autor de rehumanizar la visión de los papeles del hombre y la mujer como pareja, excluyendo con ello todo residuo de machismo y enalteciendo la colaboración de la mujer en el duro trabajo de constituir un hogar en el que se han de suceder las generaciones para proseguir el ritmo de la vida. Escrito con una lúcida prosa de carácter ensayístico, este libro entretiene y reforma la opinión de los lectores y lectoras interesados en soltar amarras de los prejuicios del pasado.
Güichis, ultramarinos y otras historias cotidianas de
la Isla
Edita; El Güichi de Carlos, 2012
San Fernando (Cádiz)
El Güichi de Carlos, es el nombre,
diríamos que genérico de una entidad creada por Carlos Rodríguez sin ánimo de
lucro para recoger en su web y sus programas de radio y televisión isleñas todo
aquello que fueron en el pasado gentes, lugares, sucesos, anécdotas,
costumbres, que son los elementos que configuran el carácter de un pueblo, en
este caso, La Isla.
El libro, felizmente documentado con el entusiasmo de quienes reflotan un barco que se hundió en el tiempo con un rico tesoro, nos muestra las señas perdidas de un rincón del Sur único por sus singularidades.
A través de sus 395 páginas y fotografías que lo componen, el lector podrá resucitar con su interés una vida que transcurrió en épocas que vivieron nuestros mayores y quienes ya contamos con varias docenas de años.
Una página recoge numerosísimos nombres de tiendas de ultramarinos y güichis, así como ilustraciones que nos llevan a unos años que hoy la memoria avista en la lejanía de lo inexorable del paso de las edades.
Va precedido por unas palabras de quienes han reunido toda la documentación, tan necesaria como exhaustiva aquí, como una entrega generosa a la ciudad que no debe perder la memoria de lo que ha sido, a pesar del devenir del progreso.
Una exuberante nómina de bares y güichis nos informa acerca del pretérito comercial de La Isla en ese ramo. Continúa con el prólogo de José Carlos Fernández Moreno. Se entra en el contenido del texto y podemos gozar de las referencias de la mano de sus colaboradores que se nos dan como unos datos que hubiésemos olvidado acerca de nuestra propia idiosincrasia y que ahora tenemos la ocasión de recuperar como dice el prologuista: “Amigo lector, tienes en tus manos un libro excepcional, un acta notarial, emotiva y entrañable de una Isla que se fue para no volver jamás”.
Siguen, finalmente, y como pórtico antes de pasar a los artículos que suceden, unas palabras del propio Carlos Rodríguez, donde explica el sentido de la palabra güichi, entre la realidad y el idealismo de un amor entregado a esta tarea, recogida en dos libros que deberían leer todos los isleños e isleñas.
El libro, felizmente documentado con el entusiasmo de quienes reflotan un barco que se hundió en el tiempo con un rico tesoro, nos muestra las señas perdidas de un rincón del Sur único por sus singularidades.
A través de sus 395 páginas y fotografías que lo componen, el lector podrá resucitar con su interés una vida que transcurrió en épocas que vivieron nuestros mayores y quienes ya contamos con varias docenas de años.
Una página recoge numerosísimos nombres de tiendas de ultramarinos y güichis, así como ilustraciones que nos llevan a unos años que hoy la memoria avista en la lejanía de lo inexorable del paso de las edades.
Va precedido por unas palabras de quienes han reunido toda la documentación, tan necesaria como exhaustiva aquí, como una entrega generosa a la ciudad que no debe perder la memoria de lo que ha sido, a pesar del devenir del progreso.
Una exuberante nómina de bares y güichis nos informa acerca del pretérito comercial de La Isla en ese ramo. Continúa con el prólogo de José Carlos Fernández Moreno. Se entra en el contenido del texto y podemos gozar de las referencias de la mano de sus colaboradores que se nos dan como unos datos que hubiésemos olvidado acerca de nuestra propia idiosincrasia y que ahora tenemos la ocasión de recuperar como dice el prologuista: “Amigo lector, tienes en tus manos un libro excepcional, un acta notarial, emotiva y entrañable de una Isla que se fue para no volver jamás”.
Siguen, finalmente, y como pórtico antes de pasar a los artículos que suceden, unas palabras del propio Carlos Rodríguez, donde explica el sentido de la palabra güichi, entre la realidad y el idealismo de un amor entregado a esta tarea, recogida en dos libros que deberían leer todos los isleños e isleñas.
Güichis, ultramarinos y otras historias cotidianas
de la Isla
Edita: El Güichi de Carlos
Edita: El Güichi de Carlos
San Fernando (Cádiz) 2013
El mes pasado hacíamos un comentario a
GÜICHIS, ULTRAMARINOS Y OTRAS HISTORIAS COTIDIANAS DE LA ISLA y en este mes nos
ocupamos de este otro libro de los dos editados por EL GÜICHI DE CARLOS, cuyo
fin es dar a conocer a las generaciones actuales cómo era nuestra ciudad en su
día a día con sus tiendas, bares, patios, costumbres, personajes y otros
caracteres que configuran la idiosincrasia de un pueblo.
En este segundo libro colaboran isleños cuyos recuerdos valen su peso en imprenta para recordatorio que no se ha de perder.
El libro va precedido de unas palabras de los que han sentido la curiosidad de llevar a cabo este hermoso gesto de autenticidad cañaílla. En efecto, es un variado mosaico de escritos de diferente observación, pero todos coinciden en el recuento emocional de unos perfiles definitorios de este rincón del sur andaluz.
Sigue una semblanza de EL GÜICHI DE CARLOS, con los nombres y la tarea llevada a cabo por este grupo de isleños interesados en que la identidad de la Isla no se difumine en los avances técnicos de la modernidad. Una web y unos programas de radio y televisión, celosos por todo aquello que puede difundir los valores locales, están de guardia para mantener vivos los elementos populares de esa identidad isleña.
Viene luego un prólogo de José Loaiza García, alcalde actual de la Isla, en la que evoca recuerdos de una Isla que vive aún en la memoria de los que la vivieron en otros tiempos, ajenos a los cambios de costumbres y de estructuras urbanas debido al ineludible progreso.
Le sucede una introducción final de El Gúichi de Carlos, desde la que se avizora ya la temática central del libro, haciendo mención de elementos y lugares, sobre los que versarán los artículos de los colaboradores, que hilvanan un tapiz del sentimiento isleñista, un tapiz que representa lo vivencial y espontáneo, sin afán de testimonio, sino de memorándum de una historia colectiva determinada por épocas, sitios y anécdotas. Si a este muestrario de experiencias añadimos las fotos que acompañan a los textos, hemos de destacar la necesidad de leer que tiene la gente joven este libro que El Güichi de Carlos ha tenido la generosidad de presentar al público de la Isla, que lo debería recibir como una herencia del pasado y también como un testamento de lo que no desaparece del todo, si el sentimiento lo retiene con su fidelidad a lo que ha sido.
En este segundo libro colaboran isleños cuyos recuerdos valen su peso en imprenta para recordatorio que no se ha de perder.
El libro va precedido de unas palabras de los que han sentido la curiosidad de llevar a cabo este hermoso gesto de autenticidad cañaílla. En efecto, es un variado mosaico de escritos de diferente observación, pero todos coinciden en el recuento emocional de unos perfiles definitorios de este rincón del sur andaluz.
Sigue una semblanza de EL GÜICHI DE CARLOS, con los nombres y la tarea llevada a cabo por este grupo de isleños interesados en que la identidad de la Isla no se difumine en los avances técnicos de la modernidad. Una web y unos programas de radio y televisión, celosos por todo aquello que puede difundir los valores locales, están de guardia para mantener vivos los elementos populares de esa identidad isleña.
Viene luego un prólogo de José Loaiza García, alcalde actual de la Isla, en la que evoca recuerdos de una Isla que vive aún en la memoria de los que la vivieron en otros tiempos, ajenos a los cambios de costumbres y de estructuras urbanas debido al ineludible progreso.
Le sucede una introducción final de El Gúichi de Carlos, desde la que se avizora ya la temática central del libro, haciendo mención de elementos y lugares, sobre los que versarán los artículos de los colaboradores, que hilvanan un tapiz del sentimiento isleñista, un tapiz que representa lo vivencial y espontáneo, sin afán de testimonio, sino de memorándum de una historia colectiva determinada por épocas, sitios y anécdotas. Si a este muestrario de experiencias añadimos las fotos que acompañan a los textos, hemos de destacar la necesidad de leer que tiene la gente joven este libro que El Güichi de Carlos ha tenido la generosidad de presentar al público de la Isla, que lo debería recibir como una herencia del pasado y también como un testamento de lo que no desaparece del todo, si el sentimiento lo retiene con su fidelidad a lo que ha sido.
Liquidación por reformas
Ginés Aniorte
Renacimiento, 2013
Sevilla
Precedido por una cita del filósofo
rumano Emilio M. Cioran, este libro de poemas recoge textos de Los azares y
Nosotros, pero en la totalidad de este volumen, titulado Liquidación por
reformas, el tono es concluyente y con él el autor quiere clausurar una etapa
de su vida.
Poemario escrito con versos endecasílabos, heptasílabos y alejandrinos blancos, a manera de silvas en algunos poemas y tercerillas en algunos casos, el marchamo intimista está presente en todo el libro. A través de su lectura el autor va devanando el hilo de sus reflexiones líricas en la rueca del lenguaje: “Que en las palabras hay belleza y música / es de sobra sabido, pero os hablo / del trazo de sus letras, de la gracia / que reúne el, azar, tan caprichoso, / de la armonía, en fin, del equilibrio / que advierto en su apariencia y en las curvas / que muestran sin pudor sus atributos”.
En todas las secuencias que devienen de los soliloquios del poeta, está presente esa preocupación por el significado real de la palabra y su introspección, independientemente del tema: “El jugador”, “Los ríos tienen suerte”, “De gira” “La bandera”, por ejemplo; en todos ellos están las preguntas esenciales que siempre ha mantenido en pie la poesía; por eso, este poemario está en esa línea tradicional de la poesía entre lo íntimo y lo social que empieza en el Quevedo preocupado por su entorno y la repercusión de éste en su intimidad, hasta tocar fondo en el Dámaso Alonso de Hijos de la ira, si bien, en estos poemas editados en los inicios de la postguerra encontramos la expresión consternada por el existencialismo, justa en una época de convulsiones políticas y sociales.
El autor de Liquidación por reformas no vende su materia poética con una voz desesperada, sino que intenta abrirnos su corazón desde unas instancias poemáticas de la experiencia; esto es, mostrándonos trazo a trazo ese laberinto de intimidades en claroscuro del conocimiento que es la poesía desde que el verso se hizo palabra y habitó entre los hombres. Poemario denso que hay que leer detenidamente para degustar su hondura de lo cotidiano pasado por el tamiz de lo personal: “La hondura inalcanzable de ese pozo / donde habita la culpa que escondemos… / El abismo insondable de esos mares / donde aguardan, eternos, los naufragios… / Esos versos que, al ser leídos, siguen / habitando la cárcel de mi pecho…”.
Poemario escrito con versos endecasílabos, heptasílabos y alejandrinos blancos, a manera de silvas en algunos poemas y tercerillas en algunos casos, el marchamo intimista está presente en todo el libro. A través de su lectura el autor va devanando el hilo de sus reflexiones líricas en la rueca del lenguaje: “Que en las palabras hay belleza y música / es de sobra sabido, pero os hablo / del trazo de sus letras, de la gracia / que reúne el, azar, tan caprichoso, / de la armonía, en fin, del equilibrio / que advierto en su apariencia y en las curvas / que muestran sin pudor sus atributos”.
En todas las secuencias que devienen de los soliloquios del poeta, está presente esa preocupación por el significado real de la palabra y su introspección, independientemente del tema: “El jugador”, “Los ríos tienen suerte”, “De gira” “La bandera”, por ejemplo; en todos ellos están las preguntas esenciales que siempre ha mantenido en pie la poesía; por eso, este poemario está en esa línea tradicional de la poesía entre lo íntimo y lo social que empieza en el Quevedo preocupado por su entorno y la repercusión de éste en su intimidad, hasta tocar fondo en el Dámaso Alonso de Hijos de la ira, si bien, en estos poemas editados en los inicios de la postguerra encontramos la expresión consternada por el existencialismo, justa en una época de convulsiones políticas y sociales.
El autor de Liquidación por reformas no vende su materia poética con una voz desesperada, sino que intenta abrirnos su corazón desde unas instancias poemáticas de la experiencia; esto es, mostrándonos trazo a trazo ese laberinto de intimidades en claroscuro del conocimiento que es la poesía desde que el verso se hizo palabra y habitó entre los hombres. Poemario denso que hay que leer detenidamente para degustar su hondura de lo cotidiano pasado por el tamiz de lo personal: “La hondura inalcanzable de ese pozo / donde habita la culpa que escondemos… / El abismo insondable de esos mares / donde aguardan, eternos, los naufragios… / Esos versos que, al ser leídos, siguen / habitando la cárcel de mi pecho…”.
Gubia de letras
(Antología de textos cofradieros)
(Antología de textos cofradieros)
Varios autores
150 páginas
Ediciones Presea, 2013
150 páginas
Ediciones Presea, 2013
Jerez de la Frontera
AAntonio
Barbeito, Andrés Luis Cañadas Machado, Marco A. Velo García, José Carlos
Fernández Moreno y Francisco Javier Segura Márquez reúnen en este volumen
trabajos de distintas publicaciones, todos ellos etiquetados con fraseología
del quehacer cofradiero. Va precedido de un prólogo titulado “Horario de
salida”, que empieza el cortejo procesional, sigue “Diputado de Cruz de Guía”,
de Velo García, continúa con “Primer tramo”, de García Barbeito, “Paso de
Cristo”, de Cañadas Machado, “Última pareja de cirios”, de Fernández Moreno, y
cierra con “Paso de Palio”, de Segura Márquez. Cada uno de los índices de
colaboraciones contiene varios trabajos, algunos de ellos en verso.
La antología es un mosaico de pintura con trazos fervorosos para con el tema tratado o, bien como dice el prólogo, “un collage aproximativo {…], una tesela, un daguerrotipo que a menudo ni tampoco define ni poco ni mucho a quien rubrica sus parágrafos”.
Evidentemente, no se trata de definir a quien escribe, ya que no se contempla en ello una ideología o una manifestación escrita de opiniones sobre asuntos diversos del acontecer ciudadano, sino que son esbozos de sentimientos al calor de un artículo para anales de cofradías, o también al calor de un pregón solicitado por cofrades a otro cofrade. Aunque la literatura de este género religioso pueda parecer muy homogéneo y, en algunos aspectos, impersonal, no ocurre en escritores de esta índole cuando se lee detenidamente a estos autores agrupados aquí.
De Velo García, me quedo con ”Siempre silente, siempre clandestino”. De García Barbeito, “Dios mojado”. De Cañadas Machado, “Hermandades solidarias”. De Fernández Moreno,”Pregón del XXV aniversario de la Virgen de la Piedad”. De Segura Márquez, “A Santa María del Monte Calvario (Málaga)”, por poner ejemplos nada más, ya que la plástica y entretenida variedad de los trabajos pone en duda al lector en cuanto a una elección como la que ahora se hace.
En esta atmósfera del gozo de exaltar los valores semanasantiles se hace referencia a Joaquín Romero Murube, como periodista de los duendes del incienso y de los arcángeles de barrocos rizos; mas, aunque no se mencione en este prólogo, se nos viene a la memoria la figura de aquel gran pregonero de la Semana Santa que fue Francisco Montero Galvache.
El repertorio de textos que aquí se expone nos muestra valores estéticos y humanos suficientes en cuanto a su valor testimonial de unos hombres comprometidos con la fe; una fe que en este caso se deja entrever tras la escritura tornasolada de Semana Santa y advocaciones similares.
Tendríamos que destacar páginas escritas que dejan hitos de prosa específicamente cofradiera, que sería largo de contar, pero sí se ha de tener en cuenta que este libro —tan estupendamente maquetado y con tan buena presencia editorial—, ha de formar parte de la biblioteca personal de todo amante de la Semana Mayor en las celebraciones religiosas populares, pues sus párrafos están escritos con ese estilo sensorial tan típico —y único— de nuestra Andalucía: un color, un sabor y una música subliminal que se prestan como un trípode para la colocación del sentimiento religioso proclamando el derecho de la fe del pueblo en el anhelo de evangelizar las calles, y así el creyente cofrade puede, tocado por el ángel de la gracia de la palabra, hacer uso de una gubia de letras para gozo de quienes escriben retazos de la Pasión y también para quienes leen los fragmentos emotivos sobre una imagen, una calle, una salida, una recogida o unas anécdotas que no se pueden olvidar ya.
La antología es un mosaico de pintura con trazos fervorosos para con el tema tratado o, bien como dice el prólogo, “un collage aproximativo {…], una tesela, un daguerrotipo que a menudo ni tampoco define ni poco ni mucho a quien rubrica sus parágrafos”.
Evidentemente, no se trata de definir a quien escribe, ya que no se contempla en ello una ideología o una manifestación escrita de opiniones sobre asuntos diversos del acontecer ciudadano, sino que son esbozos de sentimientos al calor de un artículo para anales de cofradías, o también al calor de un pregón solicitado por cofrades a otro cofrade. Aunque la literatura de este género religioso pueda parecer muy homogéneo y, en algunos aspectos, impersonal, no ocurre en escritores de esta índole cuando se lee detenidamente a estos autores agrupados aquí.
De Velo García, me quedo con ”Siempre silente, siempre clandestino”. De García Barbeito, “Dios mojado”. De Cañadas Machado, “Hermandades solidarias”. De Fernández Moreno,”Pregón del XXV aniversario de la Virgen de la Piedad”. De Segura Márquez, “A Santa María del Monte Calvario (Málaga)”, por poner ejemplos nada más, ya que la plástica y entretenida variedad de los trabajos pone en duda al lector en cuanto a una elección como la que ahora se hace.
En esta atmósfera del gozo de exaltar los valores semanasantiles se hace referencia a Joaquín Romero Murube, como periodista de los duendes del incienso y de los arcángeles de barrocos rizos; mas, aunque no se mencione en este prólogo, se nos viene a la memoria la figura de aquel gran pregonero de la Semana Santa que fue Francisco Montero Galvache.
El repertorio de textos que aquí se expone nos muestra valores estéticos y humanos suficientes en cuanto a su valor testimonial de unos hombres comprometidos con la fe; una fe que en este caso se deja entrever tras la escritura tornasolada de Semana Santa y advocaciones similares.
Tendríamos que destacar páginas escritas que dejan hitos de prosa específicamente cofradiera, que sería largo de contar, pero sí se ha de tener en cuenta que este libro —tan estupendamente maquetado y con tan buena presencia editorial—, ha de formar parte de la biblioteca personal de todo amante de la Semana Mayor en las celebraciones religiosas populares, pues sus párrafos están escritos con ese estilo sensorial tan típico —y único— de nuestra Andalucía: un color, un sabor y una música subliminal que se prestan como un trípode para la colocación del sentimiento religioso proclamando el derecho de la fe del pueblo en el anhelo de evangelizar las calles, y así el creyente cofrade puede, tocado por el ángel de la gracia de la palabra, hacer uso de una gubia de letras para gozo de quienes escriben retazos de la Pasión y también para quienes leen los fragmentos emotivos sobre una imagen, una calle, una salida, una recogida o unas anécdotas que no se pueden olvidar ya.
Vientos de guerra, aires de libertad
Jaime Aragón Gómez
Edita: Foro para el estudio de la Historia Militar de España (FEHME), 2013
Jaime Aragón Gómez
Edita: Foro para el estudio de la Historia Militar de España (FEHME), 2013
Nadie niega que hoy está en auge la
novela histórica. En todas las épocas de crisis hace su aparición la tendencia
del escritor para indagar y recrearse en unos años y unos hechos que arrojan
una síntesis, más o menos novelada, de lo acontecido.
El autor de Vientos de guerra, aires de libertad tiene para esta incursión histórico-literaria un bagaje de conocimientos que lo capacita para situarse en el espacio-tiempo de la vida y en los contornos de una libertad defendida contra el invasor francés, y cuyos valores cívicos sirven para toda la península. De ello da fiel cuenta Santiago de la Vega, su protagonista, con sus idas y venidas por la geografía amenazada como un héroe anónimo que sufre las peripecias de cualquier ciudadano de los muchos que ofrecieron su vida para que se respiraran aires procedentes de unos vientos de guerra inevitables para salvaguarda de la honra española, frente a unos individuos que, más que la nueva civilización bajo el lema de la “liberté, égalité, fraternité”, traían la voracidad y la destrucción.
Empleado municipal como “curador” y comisionado por el corregidor don José Moreno Pacheco para inspeccionar el cortijo de unos huérfanos, Santiago de la Vega nos muestra un trasunto de lo que podríamos llamar con acento goyesco, “los desastres de la guerra” en una épica entretejida por robos, violaciones, enfermedades, incendios y con todo ello, la desolación.
Pero, a pesar de tanto dolor por las consecuencias de los eventos bélicos, el autor da un respiro al lector, algo así como una tregua, donde cabe el amor de Santiago con la que será su esposa, Catalina, de la que tendrá hijos, que luego, cuando se retire el francés, vivirán en paz, ya en Cádiz, donde él tendrá el empleo de tenedor de cuentas de una empresa consignataria. Pero Santiago no olvidará sus correrías por la provincia gaditana, en cuyas vicisitudes conocerá a personajes de relevancia como Diego de Alvear o Esteban Sánchez de la Campa, nombres todos ellos implicados en una realidad de desigual dinamismo que trajo como fin la retirada de los galos y la elaboración de una Constitución entre la Isla de León y Cádiz.
Como toda novela en la que la situación geográfica juega un papel básico, Jaime Aragón nos ayuda a recrearnos en viviendas, posadas, iglesias, incluso paisajes donde transcurren los hechos, además de entremeter coplillas y trazar costumbres y vestidos de los intervinientes, así como la forma de vida tanto de la alta sociedad como de los campesinos más humildes. Sin embargo, a pesar de la descripción de detalles y del seguimiento del curso de la guerra, el autor se detiene en el carácter de Santiago de la Vega, del que hace un análisis desde una posición agnóstica a un patriotismo sincero como resultado de su visión de los tristes y crueles acontecimientos, que son escenario de comportamientos humanos desde la bajeza de sentimientos hasta la generosidad; desde quienes sacan provecho de la guerra hasta quienes dan su piel por exigencias de entrega a una causa.
Si nos atrevemos a la lectura de cualquier novela histórica, ésta que comentamos, que es la novela de un historiador, ha de convencernos por el desarrollo con ritmo de veracidad que a través de 19 capítulos, con prólogo y epílogo desgrana una época, un lugar, unos sucesos y unos personajes, caracteres y costumbres como datos complementarios para que el cuadro esté completo y la capacidad de comprensión de los lectores quede satisfecha en sus deseos de conocimiento de la trama y el desenvolvimiento visual del tema.
Hemos de añadir que la presentación en la Casa de Cultura con la palabra preliminar de José Carlos Fernández Moreno y una breve intervención de actores en el patio de butacas escenificando pasajes de la novela, fue un éxito que apadrinó el nacimiento de esta obra que enriquece el acervo cultural de un historiador que nos sorprende con una interesante obra de creación basada en sus conocimientos históricos sobre la guerra de la Independencia.
El autor de Vientos de guerra, aires de libertad tiene para esta incursión histórico-literaria un bagaje de conocimientos que lo capacita para situarse en el espacio-tiempo de la vida y en los contornos de una libertad defendida contra el invasor francés, y cuyos valores cívicos sirven para toda la península. De ello da fiel cuenta Santiago de la Vega, su protagonista, con sus idas y venidas por la geografía amenazada como un héroe anónimo que sufre las peripecias de cualquier ciudadano de los muchos que ofrecieron su vida para que se respiraran aires procedentes de unos vientos de guerra inevitables para salvaguarda de la honra española, frente a unos individuos que, más que la nueva civilización bajo el lema de la “liberté, égalité, fraternité”, traían la voracidad y la destrucción.
Empleado municipal como “curador” y comisionado por el corregidor don José Moreno Pacheco para inspeccionar el cortijo de unos huérfanos, Santiago de la Vega nos muestra un trasunto de lo que podríamos llamar con acento goyesco, “los desastres de la guerra” en una épica entretejida por robos, violaciones, enfermedades, incendios y con todo ello, la desolación.
Pero, a pesar de tanto dolor por las consecuencias de los eventos bélicos, el autor da un respiro al lector, algo así como una tregua, donde cabe el amor de Santiago con la que será su esposa, Catalina, de la que tendrá hijos, que luego, cuando se retire el francés, vivirán en paz, ya en Cádiz, donde él tendrá el empleo de tenedor de cuentas de una empresa consignataria. Pero Santiago no olvidará sus correrías por la provincia gaditana, en cuyas vicisitudes conocerá a personajes de relevancia como Diego de Alvear o Esteban Sánchez de la Campa, nombres todos ellos implicados en una realidad de desigual dinamismo que trajo como fin la retirada de los galos y la elaboración de una Constitución entre la Isla de León y Cádiz.
Como toda novela en la que la situación geográfica juega un papel básico, Jaime Aragón nos ayuda a recrearnos en viviendas, posadas, iglesias, incluso paisajes donde transcurren los hechos, además de entremeter coplillas y trazar costumbres y vestidos de los intervinientes, así como la forma de vida tanto de la alta sociedad como de los campesinos más humildes. Sin embargo, a pesar de la descripción de detalles y del seguimiento del curso de la guerra, el autor se detiene en el carácter de Santiago de la Vega, del que hace un análisis desde una posición agnóstica a un patriotismo sincero como resultado de su visión de los tristes y crueles acontecimientos, que son escenario de comportamientos humanos desde la bajeza de sentimientos hasta la generosidad; desde quienes sacan provecho de la guerra hasta quienes dan su piel por exigencias de entrega a una causa.
Si nos atrevemos a la lectura de cualquier novela histórica, ésta que comentamos, que es la novela de un historiador, ha de convencernos por el desarrollo con ritmo de veracidad que a través de 19 capítulos, con prólogo y epílogo desgrana una época, un lugar, unos sucesos y unos personajes, caracteres y costumbres como datos complementarios para que el cuadro esté completo y la capacidad de comprensión de los lectores quede satisfecha en sus deseos de conocimiento de la trama y el desenvolvimiento visual del tema.
Hemos de añadir que la presentación en la Casa de Cultura con la palabra preliminar de José Carlos Fernández Moreno y una breve intervención de actores en el patio de butacas escenificando pasajes de la novela, fue un éxito que apadrinó el nacimiento de esta obra que enriquece el acervo cultural de un historiador que nos sorprende con una interesante obra de creación basada en sus conocimientos históricos sobre la guerra de la Independencia.
Escrito en tierra
Francisco Mena Cantero
Ediciones Vitrubio, 2008
Madrid
Francisco Mena Cantero
Ediciones Vitrubio, 2008
Madrid
Nueva entrega poética de Francisco Mena
Cantero, al que ya hemos reseñado en este mismo apartado tanto por su Antología
como por El pájaro y su vuelo.
Decíamos en el comentario del último libro que “Frente al hecho diacrónico de la creación, o sea, tomada como un todo, hay que tener en cuenta el hecho sincrónico, un segmento de ella en el tiempo”. Y ello nos lo avisan los siguientes versos como santo y seña del tema que desarrolla después: “Comienza el día / en el incendio repetible / de ni siquiera pronunciarse. / Calla la soledad./ Hay multitud de resplandores / en esta vida que despierta. / He cerrado la puerta de mi casa / y, alienado de mí, contemplo / el entusiasmo universal / de la naturaleza, / y hasta percibo otro hombre / infundiendo su espíritu y su voz / como si de otra creación / hoy se tratara”.
Mena Cantero retrocede desde una experiencia de la ciudad a la visión de la sencillez con la complicidad de la naturaleza genuina, que ayuda a contemplar el paso del tiempo y la concurrencia de los elementos —como en su libro El pájaro y su vuelo—. En la segunda parte el poeta vuelve a sus orígenes: la búsqueda del hombre auténtico, como si fuera una indagación heideggeriana sobre hasta dónde ha de llegar la desnudez de todo el bagaje de circunstancias de las que nos provee inevitablemente la vida.
Poesía de la meditación que va más allá de las servidumbres ambientales, recuperación de lo natural, aquello a lo que está unido el poeta como una memoria que reaparece, como un Guadiana, en la complejidad de la vida moderna: ”Recordar es un goce que restaña / las crueles heridas de los días, / si aceptamos que el sino / no es de la vida su derrumbe / ni el tributo mortal / que ya estamos pagando”.
Mena Cantero no renuncia a la esperanza, a pesar de la amenaza de todo lo que nos circunda en estos tiempos, si bien con un deje que se presta a una interpretación trascendente: “Volveré / como la claridad desciende desde arriba, / dijiste. Desde entonces/ este inmenso vacío se ha llenado / del agua de tu espera”. Ese vacío no lo es realmente si está lleno, o se va llenando con nuestro anhelar sin renuncia, de un signo con luz de parábola: “Aún crecen sin embargo / las flores y la siembra”. Eso significa, retrocediendo a cuatro poemas anteriores, que no hay abandono de nuestro hábitat temporal, aunque lo parezca: “Este sitio es trozo, si olvidado, / donde mantiene Dios / el mundo entre sus manos”. Puede que esa confianza sea la escritura de Dios en la tierra, ya precedida por la cita evangélica del frontispicio del poemario, de la que no se sabe qué fue lo que realmente se escribió, pero el poeta da una interpretación casi jubilosa de ella.
La escritura del libro está en ese estilo medio que caracteriza a la poesía de Mena Cantero; o sea, sin deslumbramiento de imágenes, pero tampoco deudor de la poesía social, teniendo en cuenta que es un libro que está entre lo lírico -sus experiencias personales- y lo épico cotidiano -la lucha contra la inautenticidad a que nos somete la prisa y el abigarramiento de la vida actual.
Decíamos en el comentario del último libro que “Frente al hecho diacrónico de la creación, o sea, tomada como un todo, hay que tener en cuenta el hecho sincrónico, un segmento de ella en el tiempo”. Y ello nos lo avisan los siguientes versos como santo y seña del tema que desarrolla después: “Comienza el día / en el incendio repetible / de ni siquiera pronunciarse. / Calla la soledad./ Hay multitud de resplandores / en esta vida que despierta. / He cerrado la puerta de mi casa / y, alienado de mí, contemplo / el entusiasmo universal / de la naturaleza, / y hasta percibo otro hombre / infundiendo su espíritu y su voz / como si de otra creación / hoy se tratara”.
Mena Cantero retrocede desde una experiencia de la ciudad a la visión de la sencillez con la complicidad de la naturaleza genuina, que ayuda a contemplar el paso del tiempo y la concurrencia de los elementos —como en su libro El pájaro y su vuelo—. En la segunda parte el poeta vuelve a sus orígenes: la búsqueda del hombre auténtico, como si fuera una indagación heideggeriana sobre hasta dónde ha de llegar la desnudez de todo el bagaje de circunstancias de las que nos provee inevitablemente la vida.
Poesía de la meditación que va más allá de las servidumbres ambientales, recuperación de lo natural, aquello a lo que está unido el poeta como una memoria que reaparece, como un Guadiana, en la complejidad de la vida moderna: ”Recordar es un goce que restaña / las crueles heridas de los días, / si aceptamos que el sino / no es de la vida su derrumbe / ni el tributo mortal / que ya estamos pagando”.
Mena Cantero no renuncia a la esperanza, a pesar de la amenaza de todo lo que nos circunda en estos tiempos, si bien con un deje que se presta a una interpretación trascendente: “Volveré / como la claridad desciende desde arriba, / dijiste. Desde entonces/ este inmenso vacío se ha llenado / del agua de tu espera”. Ese vacío no lo es realmente si está lleno, o se va llenando con nuestro anhelar sin renuncia, de un signo con luz de parábola: “Aún crecen sin embargo / las flores y la siembra”. Eso significa, retrocediendo a cuatro poemas anteriores, que no hay abandono de nuestro hábitat temporal, aunque lo parezca: “Este sitio es trozo, si olvidado, / donde mantiene Dios / el mundo entre sus manos”. Puede que esa confianza sea la escritura de Dios en la tierra, ya precedida por la cita evangélica del frontispicio del poemario, de la que no se sabe qué fue lo que realmente se escribió, pero el poeta da una interpretación casi jubilosa de ella.
La escritura del libro está en ese estilo medio que caracteriza a la poesía de Mena Cantero; o sea, sin deslumbramiento de imágenes, pero tampoco deudor de la poesía social, teniendo en cuenta que es un libro que está entre lo lírico -sus experiencias personales- y lo épico cotidiano -la lucha contra la inautenticidad a que nos somete la prisa y el abigarramiento de la vida actual.
Cien de diez
Enrique Barrero Rodríguez
Colección de Poesía Ángaro, 2013
Enrique Barrero Rodríguez
Colección de Poesía Ángaro, 2013
Sevilla
Precedido
de un prólogo de Salvador Casado Sosa, tengo ante mí un nuevo libro del poeta
Enrique Barrero Rodríguez (Sevilla, 1969), compuesto de cien décimas, y cada
grupo de diez décimas lleva un título: Reflejos en la umbría, Luz de mar,
Estampas andaluzas, Pequeños lirios, Esquinas de ciudad, Lazos de sangre,
Nombres propios, Menudencias, En brazos del tiempo y Palabras en la hondura.
Hemos reseñado ya de este autor tres títulos de poesía, tales como Fe de vida, Liturgia de la voz abandonada y Los héroes derrotados, cuyos temas nada tienen que ver con el de esta nueva entrega.
Aquí la voz de nuestro poeta está vinculada a una experiencia, digamos que urbana, ya que los textos tienen un fondo que procede de su andadura diaria por lugares queridos y que el autor retiene en su retentiva lírica.
Su lenguaje está dentro de unas coordinadas realistas, si bien salpicadas de trazos sensoriales, como corresponde a una descripción en la que se homenajea los motivos concretos que se cantan. Posiblemente unas décimas estén más próximas que otras a la emoción de quien las lea, por aquello de la connotación. Veamos esta dedicada a Granada:
Hemos reseñado ya de este autor tres títulos de poesía, tales como Fe de vida, Liturgia de la voz abandonada y Los héroes derrotados, cuyos temas nada tienen que ver con el de esta nueva entrega.
Aquí la voz de nuestro poeta está vinculada a una experiencia, digamos que urbana, ya que los textos tienen un fondo que procede de su andadura diaria por lugares queridos y que el autor retiene en su retentiva lírica.
Su lenguaje está dentro de unas coordinadas realistas, si bien salpicadas de trazos sensoriales, como corresponde a una descripción en la que se homenajea los motivos concretos que se cantan. Posiblemente unas décimas estén más próximas que otras a la emoción de quien las lea, por aquello de la connotación. Veamos esta dedicada a Granada:
Porque el Darro no se atreve
a nombrarte, yo te nombro.
Floritura del asombro.
Heredera de la nieve.
Qué cruel belleza aleve
hiere siempre en tu jardín.
Por un camino sin fin
déjame que vaya ahora
de tu Alhambra cegadora
a las cuestas de Albaicín.
Pero el poeta no se puede olvidar de los rincones sevillanos y con la misma precisión expresiva dice de los Jardines de Murillo:
En la pálida muralla
apura la tarde el paso.
Una daga es el ocaso
que acaricia y no avasalla.
De perfil teje su malla
la ascensión de la palmera
y de nuevo pareciera
esta hora silenciosa
que sonríe, misteriosa,
Catalina de Ribera.
Como
hemos dicho, el poeta ha dejado sus preocupaciones religiosas del segundo libro
anteriormente reseñado y la visión más honda de la vida del primero y del
tercero, para mostrarnos en el que ahora comentamos el sentimiento y la memoria
que dan fe de su amor a las cosas, los seres, los lugares y los recuerdos que
alimentan esa vida secreta del espíritu poético, que podría pasar desapercibido
para otros hombres, pero no para él.
Libro, en cierto modo, testimonial, con un lenguaje sin artificios, no exento de color y sensorialismo y con disciplina verbal como para ser calzado en el rigor métrico de la décima. Ello da una idea de la riqueza de registros poéticos del autor, si recordamos los libros mencionados arriba.
Libro, en cierto modo, testimonial, con un lenguaje sin artificios, no exento de color y sensorialismo y con disciplina verbal como para ser calzado en el rigor métrico de la décima. Ello da una idea de la riqueza de registros poéticos del autor, si recordamos los libros mencionados arriba.
Clase Media
José Carlos Fernández Moreno
Ed. ISPREN., Cádiz (1994)
(Editado en San Fernando Información,
Septiembre de 1994)
José Carlos Fernández Moreno
Ed. ISPREN., Cádiz (1994)
(Editado en San Fernando Información,
Septiembre de 1994)
Después del condensado prólogo del
escritor Manuel Barrios, que sirve de aval para empezar la lectura, las
especulaciones del reseñador han de ser complementarias, suponiendo que no se
profundice en detalles mínimos; en tal caso, el comentario añadiría notas ya
sugeridas.
En efecto, el planteamiento argumental, los personajes y el marco histórico de Clase media requieren una interpretación peculiar tras la que surgen unas determinadas connotaciones, que solamente pueden aflorar vivaces y puntuales en isleños e isleñas de una edad en cuyo subsuelo tiene raíces la memoria. De no ser así, la novela queda como un exponente histórico de un pasado inmediato que despierta, no obstante, un interés ineludible en lectores jóvenes y perspicaces, aficionados a inquirir acerca de sus orígenes sociales, pues Clase media está ambientada en la Isla de la posguerra, hasta la muerte del general Franco y, aunque los protagonistas sean ficticios, pudieron existir.
¿Hemos de considerarla como una novela social con todos sus elementos necesarios, o sea la denuncia, el estudio pormenorizado del ambiente de miseria y la protesta política astutamente solapada? No. Ni es tampoco una novela que sigue el poderoso instinto narrativo del realismo mágico en el que la imaginación satura de su riqueza el tema. Ni es mucho menos una novela experimental. Ya lo dice el prologuista. José Carlos Fernández no sigue la secuela de ninguna escuela anterior, o bien cualquiera de esas técnicas anteriores “podría ser tras pasar por el tamiz del talento y la capacidad imaginativa del Sur”.
La técnica que adopta José Carlos Fernández es básicamente tradicional. A ello tendríamos que añadir la omnisciencia del narrador, ingredientes, creo yo, más responsables de cara a la realidad todavía que los procedimientos contemporáneos que menciona Barrios en su presentación.
Hay también un asomo de novela primitiva y folclórica, casi “naif”, en cuanto que el autor incluye apoyaturas léxicas -hemos de suponer- a favor de un realismo costumbrista contundente, ya que todo el texto busca la manera de impactar en el lector, valiéndose de vulgarismos y localismos que incorpora para que la naturalidad no encuentre obstáculos en el proceso de la lectura.
Por medio de unos personajes que reproducen caracteres cuajados de idiosincrasia del momento histórico, se desarrolla la sencilla trama del ir y venir de unas vidas que confluyen en el ámbito de un barrio con la descripción morosa, casi proustiana de unos detalles accesorios, pero tan valiosos en la orquestación del conjunto. José Carlos Fernández ha conseguido transmitirnos una recuerdos de niñez y juventud, metamorfoseados en un relato, a modo de recreación y crónica, más que de denuncia e historia.
Prologada, como ya hemos dicho, por Manuel Barrios, que incluye esta novela en la llamada nueva narrativa andaluza, ve en ella un ”relato de personaje colectivo”, como El pueblo, de Santiago Rusiñol y La Colmena, de Cela. Cita individuos que caracterizan a la perfección tipos de barrio que no pasan desapercibidos en la lectura.
Damos la bienvenida a esta primera novela de José Carlos Fernández, Clase media, entrega lograda y prometedora de futuras y, lógicamente, por razones de oficio, más granadas creaciones de este subgénero -el más difícil y retador hoy en Literatura- que llamamos novela. Buen punto de partida para nuevos hallazgos.
En efecto, el planteamiento argumental, los personajes y el marco histórico de Clase media requieren una interpretación peculiar tras la que surgen unas determinadas connotaciones, que solamente pueden aflorar vivaces y puntuales en isleños e isleñas de una edad en cuyo subsuelo tiene raíces la memoria. De no ser así, la novela queda como un exponente histórico de un pasado inmediato que despierta, no obstante, un interés ineludible en lectores jóvenes y perspicaces, aficionados a inquirir acerca de sus orígenes sociales, pues Clase media está ambientada en la Isla de la posguerra, hasta la muerte del general Franco y, aunque los protagonistas sean ficticios, pudieron existir.
¿Hemos de considerarla como una novela social con todos sus elementos necesarios, o sea la denuncia, el estudio pormenorizado del ambiente de miseria y la protesta política astutamente solapada? No. Ni es tampoco una novela que sigue el poderoso instinto narrativo del realismo mágico en el que la imaginación satura de su riqueza el tema. Ni es mucho menos una novela experimental. Ya lo dice el prologuista. José Carlos Fernández no sigue la secuela de ninguna escuela anterior, o bien cualquiera de esas técnicas anteriores “podría ser tras pasar por el tamiz del talento y la capacidad imaginativa del Sur”.
La técnica que adopta José Carlos Fernández es básicamente tradicional. A ello tendríamos que añadir la omnisciencia del narrador, ingredientes, creo yo, más responsables de cara a la realidad todavía que los procedimientos contemporáneos que menciona Barrios en su presentación.
Hay también un asomo de novela primitiva y folclórica, casi “naif”, en cuanto que el autor incluye apoyaturas léxicas -hemos de suponer- a favor de un realismo costumbrista contundente, ya que todo el texto busca la manera de impactar en el lector, valiéndose de vulgarismos y localismos que incorpora para que la naturalidad no encuentre obstáculos en el proceso de la lectura.
Por medio de unos personajes que reproducen caracteres cuajados de idiosincrasia del momento histórico, se desarrolla la sencilla trama del ir y venir de unas vidas que confluyen en el ámbito de un barrio con la descripción morosa, casi proustiana de unos detalles accesorios, pero tan valiosos en la orquestación del conjunto. José Carlos Fernández ha conseguido transmitirnos una recuerdos de niñez y juventud, metamorfoseados en un relato, a modo de recreación y crónica, más que de denuncia e historia.
Prologada, como ya hemos dicho, por Manuel Barrios, que incluye esta novela en la llamada nueva narrativa andaluza, ve en ella un ”relato de personaje colectivo”, como El pueblo, de Santiago Rusiñol y La Colmena, de Cela. Cita individuos que caracterizan a la perfección tipos de barrio que no pasan desapercibidos en la lectura.
Damos la bienvenida a esta primera novela de José Carlos Fernández, Clase media, entrega lograda y prometedora de futuras y, lógicamente, por razones de oficio, más granadas creaciones de este subgénero -el más difícil y retador hoy en Literatura- que llamamos novela. Buen punto de partida para nuevos hallazgos.
Andarivel
(Canciones de andar y ver
Iberia 1950-2010)
Antonio Murciano
Huerga y Fierro, editores (2013)
Iberia 1950-2010)
Antonio Murciano
Huerga y Fierro, editores (2013)
Traer a la página de esta reseña la
andadura del poeta arcense Antonio Murciano no es necesario, puesto que su
nombre viene acompañado de una ficha de publicaciones y reconocimientos, como
constan en las solapas del libro presente, que está en las mentes de cuantos
deambulan por la república de las Letras, en especial por las zonas residenciales
de la Poesía, pero, además, con la entrañable y ya clásica atalaya roquera de
la colección Alcaraván, de donde iniciaron su vuelo poético libros que
ennoblecieron la poesía del Sur.
Tenemos que hacer una división en la poesía de nuestro poeta. Su vertiente culta y la popular. En la primera su fluidez en el verso endecasílabo le ha permitido dominar las formas clásicas, en especial, el soneto. Recuerdo un libro que leí con fruición por esa misma cualidad antedicha. Se trata del libro De la piedra a la estrella (1961) y otro que me gustó porque el poeta se consideraba fuera de la poesía al uso, o sea, la protesta, ya que lo “mío es otro cantar”. Es el libro Canción mía. Este poemario ha definido en gran parte la obra de Antonio Murciano: su sentir espontáneo hacia el entorno visto con ojos de bondad y sencillez. Cito estos dos libros, que me parecieron muy definitorios de su manera de escribir poesía, que ya quedó bien expresada en La semilla, Premio Adonais 1959.
En la línea popular, muy conocida es la musa de la Navidad en su obra, en algunas entregas en complicidad con su hermano Carlos, así como su aportación a las letras flamencas, y al mundo taurino, como en el caso de su todavía reciente obra Juan Belmonte. El pasmo de Triana.
Pero vayamos al libro que hoy nos ocupa, después de estas líneas a modo de introducción.
Escribe en el prólogo Pedro Sevilla que el título del libro se lo dio Julio Mariscal, a cambio de otro que le había dado antes Antonio a él; que Andarivel es de origen catalán y que en todas sus aceptaciones significa movimiento. Antonio Murciano, según el prologuista, es el mejor lírico popular de su generación (los 50) y que ello traza un paralelismo con los Machado por el 98 y con Lorca y Alberti por el 27.
Y estas palabras como de anuncio del libro se van justificando en las cuatro partes que componen el cuerpo literario de esta publicación. La variedad geográfica es tratada con el cariño que pondría también Isaac Albéniz en su suite Iberia. Quien haya viajado por España hallará en estos poemas puntos de recuerdos que le serán gratos, de tal modo que este libro le podría servir de vademécum sentimental a cualquiera que anduviese por esos mismos lugares que canta el poeta con el alma entretejida con los hilos de su asombro y el regalo visual de los sitios contemplados. Testimonio de un corazón que también es registro de unas experiencias que opta por el metro corto para expresarse, exceptuando el soneto-canción que sirve de pórtico.
Empieza por tierras del Norte y Levante, continúa por tierras riojanas, castellanas y extremeñas; en la tercera parte pone rumbo al Sur y en la cuarta va del Guadalquivir al Guadalete, con la vuelta a Arcos como broche de cierre en el andar y ver. Pero hay una quinta parte: el poeta no puede olvidarse de las tierras baleares, tan españolas como las otras.
Cierra el libro un “Apéndice de canciones portuguesas” y un “A manera de epílogo” que versa “Sobre Antonio Murciano y su canción” y recoge fragmentos de críticas sobre el autor y su obra, de prestigiosas autoridades literarias.
Un libro de poemas, además de tener calidad, debe ser entretenido. Y éste, al que ahora le dedicamos estas palabras, cumple las dos condiciones, más de tener en cuenta todavía cuando, como del autor destaca el prologuista “su pasión por hacer, por ser, que le convierte en un adolescente octogenario”. Un ejemplo alentador para los poetas que van cronológicamente detrás.
Tenemos que hacer una división en la poesía de nuestro poeta. Su vertiente culta y la popular. En la primera su fluidez en el verso endecasílabo le ha permitido dominar las formas clásicas, en especial, el soneto. Recuerdo un libro que leí con fruición por esa misma cualidad antedicha. Se trata del libro De la piedra a la estrella (1961) y otro que me gustó porque el poeta se consideraba fuera de la poesía al uso, o sea, la protesta, ya que lo “mío es otro cantar”. Es el libro Canción mía. Este poemario ha definido en gran parte la obra de Antonio Murciano: su sentir espontáneo hacia el entorno visto con ojos de bondad y sencillez. Cito estos dos libros, que me parecieron muy definitorios de su manera de escribir poesía, que ya quedó bien expresada en La semilla, Premio Adonais 1959.
En la línea popular, muy conocida es la musa de la Navidad en su obra, en algunas entregas en complicidad con su hermano Carlos, así como su aportación a las letras flamencas, y al mundo taurino, como en el caso de su todavía reciente obra Juan Belmonte. El pasmo de Triana.
Pero vayamos al libro que hoy nos ocupa, después de estas líneas a modo de introducción.
Escribe en el prólogo Pedro Sevilla que el título del libro se lo dio Julio Mariscal, a cambio de otro que le había dado antes Antonio a él; que Andarivel es de origen catalán y que en todas sus aceptaciones significa movimiento. Antonio Murciano, según el prologuista, es el mejor lírico popular de su generación (los 50) y que ello traza un paralelismo con los Machado por el 98 y con Lorca y Alberti por el 27.
Y estas palabras como de anuncio del libro se van justificando en las cuatro partes que componen el cuerpo literario de esta publicación. La variedad geográfica es tratada con el cariño que pondría también Isaac Albéniz en su suite Iberia. Quien haya viajado por España hallará en estos poemas puntos de recuerdos que le serán gratos, de tal modo que este libro le podría servir de vademécum sentimental a cualquiera que anduviese por esos mismos lugares que canta el poeta con el alma entretejida con los hilos de su asombro y el regalo visual de los sitios contemplados. Testimonio de un corazón que también es registro de unas experiencias que opta por el metro corto para expresarse, exceptuando el soneto-canción que sirve de pórtico.
Empieza por tierras del Norte y Levante, continúa por tierras riojanas, castellanas y extremeñas; en la tercera parte pone rumbo al Sur y en la cuarta va del Guadalquivir al Guadalete, con la vuelta a Arcos como broche de cierre en el andar y ver. Pero hay una quinta parte: el poeta no puede olvidarse de las tierras baleares, tan españolas como las otras.
Cierra el libro un “Apéndice de canciones portuguesas” y un “A manera de epílogo” que versa “Sobre Antonio Murciano y su canción” y recoge fragmentos de críticas sobre el autor y su obra, de prestigiosas autoridades literarias.
Un libro de poemas, además de tener calidad, debe ser entretenido. Y éste, al que ahora le dedicamos estas palabras, cumple las dos condiciones, más de tener en cuenta todavía cuando, como del autor destaca el prologuista “su pasión por hacer, por ser, que le convierte en un adolescente octogenario”. Un ejemplo alentador para los poetas que van cronológicamente detrás.
Calle Comedias
(Premio Nacional de Novela
Bahía de Cádiz)
Enrique Montiel
A. P. E. L. 1987
(Premio Nacional de Novela
Bahía de Cádiz)
Enrique Montiel
A. P. E. L. 1987
Siempre es gratificante asistir al
nacimiento de un libro; más todavía si es premiado y sale a la luz agradando y
convenciendo a un significativo número de lectores. Conocí Calle Comedias
durante su gestación, digámoslo en un lenguaje plástico, y desde los inicios me
quedé sorprendido por la evidente capacidad de Enrique Montiel para emprender
la fabulación de una realidad efímera, acontecida en una calle con sus vecinos
conocidos y participantes de un acontecimiento que se desarrolla un ambiente
popular.
En principio, si tuviésemos que establecer un paralelismo entre el carácter de su autor y el tema y la estructura de la obra, veríamos de inmediato una reciprocidad innegable.
Todo ese mundo abocado a la calle que vertebra la novela no es gratuito por parte del novelista, sino que ello nos aporta una credencial de la psicología del creador: la procesión de la Cofradía de Nuestra Señora de la Caridad subiendo la calle Comedias de la Isla de San Fernando, la noche del Martes Santo, el bullicio anónimo y el entrecruzamiento de personajes y situaciones vitales de cada uno de ellos o de sus familias en distintos tiempos no lineales que configuran la visión de un mundo determinado con sus costumbres, sus caracteres y sus fraseologías.
Cuando he dicho que hay un paralelismo entre el autor y la obra he querido decir que los valores sociales y estilísticos de la novela no han sido en absoluto inventados -ni falta que hacía-, sino que la narración es un producto suministrado por la misma realidad y captado por el hombre que hay dentro del escritor. Pero ese contenido no está tratado asépticamente. El autor trata a sus personajes con una gran ternura: desde el entusiasmo de los cargadores -Zaragoza, Campillo, Pepe el mellao…-, pasando por la problemática diaria de la pobreza y las miserias humanas -Maruja Botana y su madre, Diego Sánchez, Carmelita Santos…-, o por la caracterización de personajes de barrio -Olegario Carmona, el maestro Zambrana, Pulido, Ramiro, el poeta que escribe para las chirigotas- hasta un atisbo de las inquietudes cofrades, representadas por Juanini, sin olvidar la palpitación política con su eterna alternativa de izquierdas y derechas -Esteban Lago, Joaquín Rodríguez-, ni las referencias taurinas -Rafael Ortega, Ruiz Miguel, Emilio Oliva, Paquirri-, todas ellas en torno a Bernardo Alonso.
¿Por qué esta nómina exhaustiva de gente que pasa por las páginas de la novela como un aluvión humano de anécdotas y circunstancias?
Parece como si el autor hubiese querido crear un movimiento incesante de individuos y lugares para darnos la impresión de una vida que hierve de pintoresquismo.
Pero nada más lejos de ser una novela costumbrista. Enrique Montiel ha logrado unificar unos matices que componen un precioso cuadro en el que todos los que deambulan por él con las variadas temáticas de sus experiencias cotidianas convergen en un núcleo -la subida de la Caridad por la calle Comedias con su tradicional ceremonia cofradiera- de manera que podríamos pintar un círculo en el centro de un plano y desde él trazar una línea por cada personaje que interviene, aunque, en ocasiones, este personaje sea colectivo.
Si partimos de que la novela no debe ser jamás poesía ni ensayo, sino narración en la que el novelista “vive” con sus personajes, en Calle Comedias ese gusto por contar conlleva la realidad misma como una épica de barrio, un documento que sigue viviendo en la memoria de lo cotidiano cuando se acaba de leer la novela, como si de la realidad a la novela hubiese un puente por el que se transita sin tropezar con una ficción inoportuna. En eso consiste el realismo que inaugura Cervantes y sigue en la tradición novelística española.
Pasarán los años y nuevas generaciones, tal vez futuras todavía, leerán esta obra y agradecerán al autor que él retratara este tramo de itinerario por una calle determinada que seguirá existiendo, pero con unas gentes dentro y fuera de la procesión que hace muchos años estuvieron aquí y gozaron de la subida de una cofradía y su entorno humano, dejando una historia que no se puede olvidar, y hasta despertará un aire de evocación en esas almas que por amor a sus raíces populares se traslada al pasado para soñarlo y decir del maravilloso espectáculo religioso, en un arranque poético, como Manrique, que ese pasado “fue mejor”.
En principio, si tuviésemos que establecer un paralelismo entre el carácter de su autor y el tema y la estructura de la obra, veríamos de inmediato una reciprocidad innegable.
Todo ese mundo abocado a la calle que vertebra la novela no es gratuito por parte del novelista, sino que ello nos aporta una credencial de la psicología del creador: la procesión de la Cofradía de Nuestra Señora de la Caridad subiendo la calle Comedias de la Isla de San Fernando, la noche del Martes Santo, el bullicio anónimo y el entrecruzamiento de personajes y situaciones vitales de cada uno de ellos o de sus familias en distintos tiempos no lineales que configuran la visión de un mundo determinado con sus costumbres, sus caracteres y sus fraseologías.
Cuando he dicho que hay un paralelismo entre el autor y la obra he querido decir que los valores sociales y estilísticos de la novela no han sido en absoluto inventados -ni falta que hacía-, sino que la narración es un producto suministrado por la misma realidad y captado por el hombre que hay dentro del escritor. Pero ese contenido no está tratado asépticamente. El autor trata a sus personajes con una gran ternura: desde el entusiasmo de los cargadores -Zaragoza, Campillo, Pepe el mellao…-, pasando por la problemática diaria de la pobreza y las miserias humanas -Maruja Botana y su madre, Diego Sánchez, Carmelita Santos…-, o por la caracterización de personajes de barrio -Olegario Carmona, el maestro Zambrana, Pulido, Ramiro, el poeta que escribe para las chirigotas- hasta un atisbo de las inquietudes cofrades, representadas por Juanini, sin olvidar la palpitación política con su eterna alternativa de izquierdas y derechas -Esteban Lago, Joaquín Rodríguez-, ni las referencias taurinas -Rafael Ortega, Ruiz Miguel, Emilio Oliva, Paquirri-, todas ellas en torno a Bernardo Alonso.
¿Por qué esta nómina exhaustiva de gente que pasa por las páginas de la novela como un aluvión humano de anécdotas y circunstancias?
Parece como si el autor hubiese querido crear un movimiento incesante de individuos y lugares para darnos la impresión de una vida que hierve de pintoresquismo.
Pero nada más lejos de ser una novela costumbrista. Enrique Montiel ha logrado unificar unos matices que componen un precioso cuadro en el que todos los que deambulan por él con las variadas temáticas de sus experiencias cotidianas convergen en un núcleo -la subida de la Caridad por la calle Comedias con su tradicional ceremonia cofradiera- de manera que podríamos pintar un círculo en el centro de un plano y desde él trazar una línea por cada personaje que interviene, aunque, en ocasiones, este personaje sea colectivo.
Si partimos de que la novela no debe ser jamás poesía ni ensayo, sino narración en la que el novelista “vive” con sus personajes, en Calle Comedias ese gusto por contar conlleva la realidad misma como una épica de barrio, un documento que sigue viviendo en la memoria de lo cotidiano cuando se acaba de leer la novela, como si de la realidad a la novela hubiese un puente por el que se transita sin tropezar con una ficción inoportuna. En eso consiste el realismo que inaugura Cervantes y sigue en la tradición novelística española.
Pasarán los años y nuevas generaciones, tal vez futuras todavía, leerán esta obra y agradecerán al autor que él retratara este tramo de itinerario por una calle determinada que seguirá existiendo, pero con unas gentes dentro y fuera de la procesión que hace muchos años estuvieron aquí y gozaron de la subida de una cofradía y su entorno humano, dejando una historia que no se puede olvidar, y hasta despertará un aire de evocación en esas almas que por amor a sus raíces populares se traslada al pasado para soñarlo y decir del maravilloso espectáculo religioso, en un arranque poético, como Manrique, que ese pasado “fue mejor”.
En
Franco y negro
de
José Carlos Fernández Moreno
Publicaciones del Sur 2002
Publicaciones del Sur 2002
Este libro, dedicado por el autor a las
generaciones de posguerra, nos muestra un amplio panorama de todos aquellos elementos que caracterizaron el régimen
franquista. Desde el entierma de resortes
sociales que dieron cuerpo a cuarenta años de un estilo de vida que marcó a
millones de españoles. El autor, con un análisis minucioso, va poco a poco
desmvenes que no conocieron el tinglado donde se movieron sus abuelos y, en
parte, sus padres. Lo que vimos en el artículo anterior Libro de estampas
isleñas, dentro de un contexto isleño, ahora se extiende a un contextoHemos,
pues, de destacar signos de la época que estaban fuertemente arraigados en la
conciencia de los españoles. El saludo de signo político con el brazo en alto,
el rezo antes de empezar la clase, la formación del espíritu nacional con el
envío de mensajes consabidos para integrarse el individuo en el concierto
patriótico, la radio al servicio del llamado Movimiento con el parte
radiofónico a las dos y media de la tarde y a las diez de la noche en unos
tiempos en que la juventud se recogía a una hora “prudente” (dicho sea de paso,
sin dar problemas a los padres ni a los vecinos), el feroz centralismo en el
que los documentos tenían que venir firmados desde Madrid…
Llega
la televisión y es evidente que funciona para el régimen, hasta que van
llegando las cadenas independientes. No hemos de olvidar el famoso NO-DO antes
de comenzar la película de turno como informativo de las novedades que se
generaban en el país como consecuencia del avance económico y social.
Hay una serie de rasgos distintivos que tipifican la época, tales como la famosa alpargata, los lutos, las motos Guzzi y la Vespa, las tiendas de comestibles con fiado a los clientes, la aparición del Set 600, el ”milagro” económico, los técnicos de gobierno y los planes económicos, como el famoso Plan de Badajoz.
Se hace un repaso de la situación de la mujer, su velo permanente en las clases populares, ya desapareciendo a medida que avanzaban los años sesenta, su dependencia del marido incluso para firmar cualquier recibo, su lenta admisión en los trabajos pero fuera todavía de detentar altos cargos, la enseñanza de rigor nacionalista, la afluencia a las clases universitarias y la rebelión de profesores y universitarios en el año 1956 con una huelga, la lenta pero segura marcha hacia una escuela pública de calidad seguida de los institutos de segunda enseñanza, cada vez más frecuentes.
En los ámbitos sociales el autor destaca aspectos de interés que no deben pasar desapercibidos como son los síntomas crecientes del consumismo, las publicaciones que se las veían con la censura, como las películas para mayores, cuya recomendación se encontraba en las puertas de las iglesias, las bicicletas del Consejo, las primeras motos y los familiares seiscientos, como mencionábamos antes.
Pero el autor no reduce su obra a una exposición sino que analiza y juzga aspectos que en algunos casos son inolvidables o, mejor, para olvidar, como una sensación de miedo reinante en la sociedad, la emigración de los parados a otros países, las dificultades para comprar el pisito, los pregones callejeros, el velonero, que en la versión popular traía el levante, los serenos, el tranvía con sus troles y chispazos, Mangolo con el ataúd a domicilio, sobre un rodete en la cabeza, los entierros paso a paso desde la casa del difunto hasta el bar La Bahía y, ya con los dolientes y los íntimos, al cementerio, el luto en el brazo con el consiguiente “alivio del luto” pasado cierto tiempo, los grandes patios con sus lavaderos y retretes colectivos, sin olvidar el ditero voceando nombres de clientas a la puerta de esos patios, la presencia de los guardias municipales en determinados puntos de la Calle Real, de manera permanente cumpliendo su servicio, sobre un taburete en la Plazala Iglesia, de donde partían las llamadas “carterillas” hacia Cádiz.
En Franco y negro, como recomendábamos con Libro de estampas isleñas, no debe faltar en ninguna biblioteca dentro y fuera de La Isla. Es un libro que queda como memoria de lo que fue aquel tiempo, que José Carlos Fernández relata con detalles tomados de su experiencia vivida y reflexionada. En suma, un testimonio inestimable que sirve de recordatorio a las memorias holgazanas.
A pluma
de gaviota
María Jesús Rodríguez Barberá
Publicaciones del Sur, 2011
Precedido
de un prólogo de la misma autora, tenemos en nuestras manos un libro de poemas
que presenta la particularidad de acompañarse los textos poéticos con cuadros
pictóricos de su propia autoría. Cada cuadro va introducido por un
encabezamiento titulado Breve. A su vez los poemas llevan una cita de otros
autores. Hemos de reseñar también una cierta riqueza métrica: versos
heptasílabos con alejandrinos, algunos sonetos, algunas décimas, unas estrofas
sáficas, incluso algunos poemas en prosa poética y algunos haykus.
Una vez expuesta esta cobertura formal, entramos en el alma del poemario. En María Jesús Rodríguez Barberá se cumple aquella máxima de Plutarco: “La pintura es poesía silenciosa y la poesía pintura parlante”, que la autora cita en la introducción con variantes de Leonardo Da Vinci. Así pues, los colores pasan del cuadro (aunque aquí la edición en blanco y negro no permita esta observación, pero sí es apreciable en la realidad de cada cuadro) a las palabras que componen cada texto poético, porque justo es decirlo: la poesía de nuestra autora es básicamente colorista, un colorismo que va entreverado con un sentimiento amoroso o bien de admiración a la naturaleza que la rodea. Hemos también de tener en cuenta la intención de la autora de dividir el poemario en dos partes. Primera: “Sobre las olas” y segunda: “A espaldas de las olas”, todo ello con un significado que se refleja en la actitud que ella toma ante la vida y la interpretación literaria.
Veamos un ejemplo de la primera parte: “Mi amor un día / se fue y no vino… Siempre lo esperaré bajo las sombras / de aquellos pinos. / Sus ojos claros / como luceros / continuamente están en mí presentes / si miro al cielo. / No olvidaré / su gran ternura / que llenaba de luz aquellas noches / que estaba a oscuras. -¡Ay, amor, vuelve / y ven conmigo…! Calienta con tus besos estos labios, / que están muy fríos. / -Te espero, amor, / bajo los pinos”.
Pinares frente al mar, como sirviendo de puerta a la playa.
Otro ejemplo: “Colgados de una estrella / quizás estén mis sueños / aquellos que escondía cuando niña / en el desván, detrás de los baúles. / Cansados de esperar la realidad / escaparon de noche entre la niebla / a buscar otros nuevos. / Otros sueños de alegres esperanzas / asequibles, cercanos, / con mágicos recuerdos / de juegos y sonrisas…”
Con un fondo de océano, gaviotas, pinares, vivencias amorosas y observaciones del mundo con la maldad y la bondad de los seres, A pluma de gaviota nos ofrece la posibilidad de la lectura de los versos y el recreo de la vista en la pintura de la autora. Este doblete artístico nos ofrece la belleza por partida doble con un lenguaje poético jugoso y apasionado.
Una vez expuesta esta cobertura formal, entramos en el alma del poemario. En María Jesús Rodríguez Barberá se cumple aquella máxima de Plutarco: “La pintura es poesía silenciosa y la poesía pintura parlante”, que la autora cita en la introducción con variantes de Leonardo Da Vinci. Así pues, los colores pasan del cuadro (aunque aquí la edición en blanco y negro no permita esta observación, pero sí es apreciable en la realidad de cada cuadro) a las palabras que componen cada texto poético, porque justo es decirlo: la poesía de nuestra autora es básicamente colorista, un colorismo que va entreverado con un sentimiento amoroso o bien de admiración a la naturaleza que la rodea. Hemos también de tener en cuenta la intención de la autora de dividir el poemario en dos partes. Primera: “Sobre las olas” y segunda: “A espaldas de las olas”, todo ello con un significado que se refleja en la actitud que ella toma ante la vida y la interpretación literaria.
Veamos un ejemplo de la primera parte: “Mi amor un día / se fue y no vino… Siempre lo esperaré bajo las sombras / de aquellos pinos. / Sus ojos claros / como luceros / continuamente están en mí presentes / si miro al cielo. / No olvidaré / su gran ternura / que llenaba de luz aquellas noches / que estaba a oscuras. -¡Ay, amor, vuelve / y ven conmigo…! Calienta con tus besos estos labios, / que están muy fríos. / -Te espero, amor, / bajo los pinos”.
Pinares frente al mar, como sirviendo de puerta a la playa.
Otro ejemplo: “Colgados de una estrella / quizás estén mis sueños / aquellos que escondía cuando niña / en el desván, detrás de los baúles. / Cansados de esperar la realidad / escaparon de noche entre la niebla / a buscar otros nuevos. / Otros sueños de alegres esperanzas / asequibles, cercanos, / con mágicos recuerdos / de juegos y sonrisas…”
Con un fondo de océano, gaviotas, pinares, vivencias amorosas y observaciones del mundo con la maldad y la bondad de los seres, A pluma de gaviota nos ofrece la posibilidad de la lectura de los versos y el recreo de la vista en la pintura de la autora. Este doblete artístico nos ofrece la belleza por partida doble con un lenguaje poético jugoso y apasionado.
Al pie de la letra
Víctor Jiménez
Siltola/Poesía, 2011
Isla de la Cartuja (Sevilla)
De
un tiempo acá han venido señalándose dificultades en la comunicación de
profesores y alumnos. Que la enseñanza en el nivel de secundaria ha presentado
siempre un déficit de normalidad, no es nuevo. La atracción ilusionante que
sienten los maestros y profesores en los albores de su vocación acaba en un
rompiente de decepción. Todos los que hemos tenido esa experiencia docente
comprendemos a los enseñantes de hoy, que ya es tópico decir, lo pasan muy mal,
cuando su labor es de lo más encomiable y necesario: preparar a generaciones
futuras de hombres y mujeres que han de jugar un papel importante en nuestra
sociedad.
El poeta Víctor Jiménez (Sevilla, 1957) es uno de esos profesores que no pueden dejar pasar el agua de esa experiencia y la deja en la compuerta de sus observaciones para analizar qué influencias del mundo actual pueden malograr esta siembra de conocimientos para que la gente joven se haga mejor y más útil.
Dividido en tres partes y compuestos por treinta y tres poemas en versos endecasílabos, heptasílabos y alejandrinos, ese poemario es una auténtica denuncia del estado del espíritu receptivo de los alumnos, que bien podría concluir en una elegía lamentando el tiempo perdido y la inteligencia frustrada de una generación que se complace en la apatía ante los conocimientos que los ha de preparar para la vida.
El autor nos relata, no exento de desaliento, la predisposición de los alumnos en los institutos, su actitud negativa e indisciplinada hacia el profesorado. La primera parte parece que recoge el primer trimestre, acabando esta parte con la alegría de la Navidad, de ahí el título del poema: “Bandera blanca”:
Después de unos tres meses
de duro enfrentamiento,
aunque no estén por la labor los padres
de la patria, por fin, bandera blanca.
En la segunda parte se encara el autor con la segunda evaluación. No se le escapa al profesor el esfuerzo por hacerse “conocer” por unos alumnos que parecen descendidos de otro planeta, dada la inadaptación de ésos a la tarea continuadora del trabajo en clase, aunque también nos encontramos con algún poema de cariz optimista como el de “Fuegos del azar”, si bien fuera del contexto de una clase; por otra parte, por lo contrario, la noticia del alumno, aparentemente serio, está implicado en una red de drogas…
Ya en la tercera parte se observa indiferencia y absentismo, pereza de vuelta de las fiestas, pero también un relámpago agradable de mínima historia -¿de amor?- en la experiencia global del contexto de la enseñanza, la camaradería de la despedida, la clausura del curso…
Y, al final, el balance en un soneto como un desahogo por encima de las circunstancias obligadas:
El poeta Víctor Jiménez (Sevilla, 1957) es uno de esos profesores que no pueden dejar pasar el agua de esa experiencia y la deja en la compuerta de sus observaciones para analizar qué influencias del mundo actual pueden malograr esta siembra de conocimientos para que la gente joven se haga mejor y más útil.
Dividido en tres partes y compuestos por treinta y tres poemas en versos endecasílabos, heptasílabos y alejandrinos, ese poemario es una auténtica denuncia del estado del espíritu receptivo de los alumnos, que bien podría concluir en una elegía lamentando el tiempo perdido y la inteligencia frustrada de una generación que se complace en la apatía ante los conocimientos que los ha de preparar para la vida.
El autor nos relata, no exento de desaliento, la predisposición de los alumnos en los institutos, su actitud negativa e indisciplinada hacia el profesorado. La primera parte parece que recoge el primer trimestre, acabando esta parte con la alegría de la Navidad, de ahí el título del poema: “Bandera blanca”:
Después de unos tres meses
de duro enfrentamiento,
aunque no estén por la labor los padres
de la patria, por fin, bandera blanca.
En la segunda parte se encara el autor con la segunda evaluación. No se le escapa al profesor el esfuerzo por hacerse “conocer” por unos alumnos que parecen descendidos de otro planeta, dada la inadaptación de ésos a la tarea continuadora del trabajo en clase, aunque también nos encontramos con algún poema de cariz optimista como el de “Fuegos del azar”, si bien fuera del contexto de una clase; por otra parte, por lo contrario, la noticia del alumno, aparentemente serio, está implicado en una red de drogas…
Ya en la tercera parte se observa indiferencia y absentismo, pereza de vuelta de las fiestas, pero también un relámpago agradable de mínima historia -¿de amor?- en la experiencia global del contexto de la enseñanza, la camaradería de la despedida, la clausura del curso…
Y, al final, el balance en un soneto como un desahogo por encima de las circunstancias obligadas:
Ahora que la noche no me tienta,
cuando la vida menos me enamora,
algo me dice que llegó la hora
de hacer balance y de rendirle cuenta.
Aunque prefiero el sol a la tormenta,
me tomo, como viene, cada aurora.
Lo que la vida entrega lo devora
el tiempo. Y nadie vive de su renta.
Tampoco vivo del trabajo. A diario,
soy sólo un profesor de andar por clase.
Me dan pulso otras cosas y otros temas
que no se compran con un buen salario,
que no se pagan con el sueldo base.
Mis amigos, mi amor y mis poemas.
Un conjunto de poemas con unidad temática y tal vez insólito, pero testimonial y de necesaria lectura.
Los días que no volvieron
María Hesle Cruz
Publicaciones del Sur, 2011
San Fernando (Cádiz)
Con un prólogo de Amelia Retamero
Martín, María Hesle, gaditana, nacida en 1929, nos regala esta colección de
pequeños poemas en los que la espontaneidad y la frescura de su palabra
configuran un poemario de una cierta riqueza de sentimientos al trasluz de su
sencillez expresiva. Además del prólogo, hay una breve reflexión de la autora
sobre los libros y también unas dedicatorias. Cada poema lleva una cita en su
entrada.
El libro se divide en tres partes que se corresponden con épocas de su vida: 1994, 2000 y los años siguientes hasta la actualidad.
Se dice que cada libro es una fe de vida del autor/a y en él entrevemos parte de una vida. Veamos en estos versos:
“El pasado ya no existe,
¿qué diría del mañana?
Sólo acaricio el presente,
el hoy…
porque tengo tu mirada.
La poesía de María Hesle se asienta sobre la humildad ante la vida, evocando el amor que se fue debido al poder del tiempo. De ahí sus nostalgia llenando una soledad que se puebla con una mirada, una brizna de hierba, el refulgir de una ola, un pájaro atravesando el lienzo azul del aire, volátiles circunstancias que pueden motivar su sentimiento y dejar en su retina una siembra de poema:
“La plazoleta con la fuente,
los bancos son de madera.
Había soledad en el aire
porque tú no estabas”.
A veces, a modo de aforismo poético, nos hace ver una huella que pasa desapercibida:
“Las hojas secas
de amarillo intenso
ponen alfombra donde
el caminante
deja sus sueños”.
María Hesle reaviva la tradición de la unidad del poeta con la naturaleza, hoy tan maltratada:
“Viva está el agua,
su murmullo es sólo mío.
Hago mío el árbol sólo mío.
Una flor me adorna la mirada,
su aroma es eco del paraíso,
lo hago mío…”
La poesía de María Hesle es menuda en su deambular por la naturaleza, la vida y los recuerdos, Su estructura, como ya hemos dicho es espontánea y juega con los vocablos más tradicionales en la cobertura literaria:
“Tierno el final de la luz.
Cayó la tarde en los lirios
silvestres, emoción pura
que lleva el alma consigo”.
Démosle la enhorabuena a este libro de poemas breves que pueden ser leídos como si la autora llevara de la mano a quien lo lee por caminos donde el amor a lo bello y un susurro de bondad le acompañarán un rato por encima de la melancolía que acecha a todos los otoños de la vida, como el suyo, y en el que, como dice la prologuista, ella ha tejido esas páginas con “hilos de estrellas y alas de mariposas”.
El libro se divide en tres partes que se corresponden con épocas de su vida: 1994, 2000 y los años siguientes hasta la actualidad.
Se dice que cada libro es una fe de vida del autor/a y en él entrevemos parte de una vida. Veamos en estos versos:
“El pasado ya no existe,
¿qué diría del mañana?
Sólo acaricio el presente,
el hoy…
porque tengo tu mirada.
La poesía de María Hesle se asienta sobre la humildad ante la vida, evocando el amor que se fue debido al poder del tiempo. De ahí sus nostalgia llenando una soledad que se puebla con una mirada, una brizna de hierba, el refulgir de una ola, un pájaro atravesando el lienzo azul del aire, volátiles circunstancias que pueden motivar su sentimiento y dejar en su retina una siembra de poema:
“La plazoleta con la fuente,
los bancos son de madera.
Había soledad en el aire
porque tú no estabas”.
A veces, a modo de aforismo poético, nos hace ver una huella que pasa desapercibida:
“Las hojas secas
de amarillo intenso
ponen alfombra donde
el caminante
deja sus sueños”.
María Hesle reaviva la tradición de la unidad del poeta con la naturaleza, hoy tan maltratada:
“Viva está el agua,
su murmullo es sólo mío.
Hago mío el árbol sólo mío.
Una flor me adorna la mirada,
su aroma es eco del paraíso,
lo hago mío…”
La poesía de María Hesle es menuda en su deambular por la naturaleza, la vida y los recuerdos, Su estructura, como ya hemos dicho es espontánea y juega con los vocablos más tradicionales en la cobertura literaria:
“Tierno el final de la luz.
Cayó la tarde en los lirios
silvestres, emoción pura
que lleva el alma consigo”.
Démosle la enhorabuena a este libro de poemas breves que pueden ser leídos como si la autora llevara de la mano a quien lo lee por caminos donde el amor a lo bello y un susurro de bondad le acompañarán un rato por encima de la melancolía que acecha a todos los otoños de la vida, como el suyo, y en el que, como dice la prologuista, ella ha tejido esas páginas con “hilos de estrellas y alas de mariposas”.
Los héroes derrotados
Enrique Barrero Rodríguez
Fundación Valparaíso
Mojácar (Almería, España) 2012
Fundación Valparaíso
Mojácar (Almería, España) 2012
Premio de Poesía Paul Beckett de Poesía (2011)
Hemos comentado en esta misma sección
dos libros de Enrique Barrero: Fe de vida y Liturgia de la voz abandonada.
Ahora llega otro a nuestras manos para que procedamos a dar al lector una
información acerca de él.
El libro, precedido por una cita de Lao-Tsé (“Morir es volver”), tiene tres partes y una coda. Poemas en silvas blancas de heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos componen el cuerpo poemático. Los motivos de los poemas están entretejidos como un tapiz culturalista en el que aparecen personajes históricos, La primera parte la ocupan nombres como Caín, Isaac, Príamo y Judas. La segunda contiene a Ludwig (van Beethoven), alusiones a Van Gogh por “Los girasoles”, A Cernuda por “La realidad y el deseo”, a Ernest Henry Shackleton por “La noche sobre el hielo”, la pérdida del temor a la muerte en “kamikazes”, a Stephen William Hawking en el poema ”La fuerza de los astros” y a Miguel Hernández con el poema “Telegrama en la sombra”. La tercera parte está formada por los poemas siguientes: “El dolor de Alfonsina” , “La casa de atrás”, dedicado a Ana Frank, “Hotel Roma”, “Norma Jean en el espejo”, alusión a Marilyn Monroe, “Anciana en sala de urgencias”, “Epifanía” (para un niño leucémico). La coda tiene un poema titulado ”Última orilla”, que no sé por qué me parece una alusión a Antonio Machado o, por lo menos, un recuerdo de él.
Una vez que hemos hecho una disección formal del libro, entremos en una valoración del contenido como “mensaje”, ya que se trata de un libro de poemas contenidistas en un cien por cien; quiero decir que el poeta nos sitúa en unas vidas con un perfil doloroso. Ello le obliga a prescindir de una cobertura estética ciertamente amplia y emplea un lenguaje realista en sus procedimientos descriptivos sin que eso mismo le precipite en el idiolecto de la poesía social, y salva el riesgo de los versos que justifican la servidumbre léxica con otros más personales: “Tú nunca lo sabrás y, sin embargo, / he olvidado tu nombre como olvida / con su piedad el mar / los inútiles restos del naufragio. / De tu luz de odalisca solo queda / un oscuro horizonte, / ciudad de los desprecios y el silencio, / amazona dormida en tu belleza /…”. Del poema “La realidad y el deseo”.
Veamos otro ejemplo de huida del lenguaje amenazado de contaminación realista: “A dónde te diriges desnudo de ti mismo, / solo con la tristeza del mar entre la frente / y la invisible lágrima que aguarda contenida, / si ya ha dibujado el horizonte / el último estertor de tu inocencia”. Del poema “Última orilla”.
Podríamos traer a la página otros ejemplos en los que Enrique Barrero se sacude el peligro de narrar, trocándolo por el de crear expresiones que traen frescura al texto poético, obligación de todo el que escribe hoy poesía, si no quiere que sus poemas sean totalmente deudores del pasado, como advierte el estilista ruso Vixtor Shklovsky en su obra El arte como artificio.
Demos la bienvenida a este poemario profundo y de gran calidad humana, escrito con dominio formal y fidelidad a la preceptiva, ejercicio raro en la poesía actual, quizás por lo que tiene de comprometido en el oficio.
El libro, precedido por una cita de Lao-Tsé (“Morir es volver”), tiene tres partes y una coda. Poemas en silvas blancas de heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos componen el cuerpo poemático. Los motivos de los poemas están entretejidos como un tapiz culturalista en el que aparecen personajes históricos, La primera parte la ocupan nombres como Caín, Isaac, Príamo y Judas. La segunda contiene a Ludwig (van Beethoven), alusiones a Van Gogh por “Los girasoles”, A Cernuda por “La realidad y el deseo”, a Ernest Henry Shackleton por “La noche sobre el hielo”, la pérdida del temor a la muerte en “kamikazes”, a Stephen William Hawking en el poema ”La fuerza de los astros” y a Miguel Hernández con el poema “Telegrama en la sombra”. La tercera parte está formada por los poemas siguientes: “El dolor de Alfonsina” , “La casa de atrás”, dedicado a Ana Frank, “Hotel Roma”, “Norma Jean en el espejo”, alusión a Marilyn Monroe, “Anciana en sala de urgencias”, “Epifanía” (para un niño leucémico). La coda tiene un poema titulado ”Última orilla”, que no sé por qué me parece una alusión a Antonio Machado o, por lo menos, un recuerdo de él.
Una vez que hemos hecho una disección formal del libro, entremos en una valoración del contenido como “mensaje”, ya que se trata de un libro de poemas contenidistas en un cien por cien; quiero decir que el poeta nos sitúa en unas vidas con un perfil doloroso. Ello le obliga a prescindir de una cobertura estética ciertamente amplia y emplea un lenguaje realista en sus procedimientos descriptivos sin que eso mismo le precipite en el idiolecto de la poesía social, y salva el riesgo de los versos que justifican la servidumbre léxica con otros más personales: “Tú nunca lo sabrás y, sin embargo, / he olvidado tu nombre como olvida / con su piedad el mar / los inútiles restos del naufragio. / De tu luz de odalisca solo queda / un oscuro horizonte, / ciudad de los desprecios y el silencio, / amazona dormida en tu belleza /…”. Del poema “La realidad y el deseo”.
Veamos otro ejemplo de huida del lenguaje amenazado de contaminación realista: “A dónde te diriges desnudo de ti mismo, / solo con la tristeza del mar entre la frente / y la invisible lágrima que aguarda contenida, / si ya ha dibujado el horizonte / el último estertor de tu inocencia”. Del poema “Última orilla”.
Podríamos traer a la página otros ejemplos en los que Enrique Barrero se sacude el peligro de narrar, trocándolo por el de crear expresiones que traen frescura al texto poético, obligación de todo el que escribe hoy poesía, si no quiere que sus poemas sean totalmente deudores del pasado, como advierte el estilista ruso Vixtor Shklovsky en su obra El arte como artificio.
Demos la bienvenida a este poemario profundo y de gran calidad humana, escrito con dominio formal y fidelidad a la preceptiva, ejercicio raro en la poesía actual, quizás por lo que tiene de comprometido en el oficio.
Romancero constitucional de la Isla de León 1810-1812
Ramón Luque Sánchez
Sociedad filatélica gaditana, 2012
Cádiz
Como dice el autor en A MODO DE PRÓLOGO, este poemario que “representa el
intento de homenajear a una época y a unos hombres y mujeres que vislumbraron
un futuro sin las ataduras del poder absoluto…”, se edita en un tiempo en que
la sensibilidad ciudadana está más preparada que nunca para escuchar de boca
del poeta, como si fuera un romance de ciegos, esta proclamación de la libertad
del pueblo para modernizarse a través de sus representantes políticos.Por medio
de un romancero de aproximadamente 600 versos octosílabos fragmentado en
romances con diversas rimas, el autor nos va contando la historia de la
resistencia de las dos ínsulas gaditanas ante los franceses, empezando por el
dos de mayo en Madrid, así como la inquietud esperanzada del embarazo de la
Constitución en la mente de aquellos en quienes el pueblo confió su
destino.Licenciado en Geografía e Historia y profesor de esta misma disciplina,
el autor ahonda en las esencias de la libertad vinculada a esa etapa histórica
que canta mucho más allá de un pregonero de plaza: “Vino gente de Castilla, /
de Aragón y las Américas, / las Filipinas también / levantaron su bandera. / Se
trataba de encontrar / nuevos proyectos e ideas / que alejaron al francés / de
nuestra bendita tierra…”
A tenor de su licenciatura en Historia, hemos de decir
que Ramón Luque, por una experiencia pedagógica añadida a su propósito de
narrar en verso estos acontecimientos ya bicentenarios, se nos presenta como un
español de aquellos tiempos, y como jienense que tiene en su oído genético los
rumores de la batalla de Bailén, pone su alma en esta labor casi docente de
enseñar deleitando, como querían los clásicos: “Sin darle tregua al descanso se
construyeron defensas / utilizando ilusiones / y las piedras ostioneras. / El
gran Diego de Alvear, / buen militar y estratega, / hizo de la Isla y Cádiz /
una recia fortaleza…”
Su comienzo tiene sabor de plaza en la que se
despliega la emoción juglaresca: “Escuchen con atención, / que venga el alma
festiva / para saber de una historia / ocurrida en la Bahía. / Vengan los
hombres de bien, / mujeres de valentía, / que los hechos que aquí narro /
orgullo son y alegría / de un Cádiz trimilenario / cuna de paz y justicia…/
Por esta misma razón, el autor va narrando hechos
trascendentales acaecidos en la península -con énfasis en la famosa Batalla de
Bailén, tan decisiva para la futura derrota de los galos- y en Cádiz y su
entorno, muy especialmente -por ejemplo, la Batalla del Portazgo-. Rememora
algo del pasado de Cádiz, como el saqueo de los ingleses, así como su
anecdotario callejero, donde no faltan “los duros antiguos” ni el inolvidable
“Tío de la tiza”.
Escrito en clave de épica popular, Ramón Luque,
compañero de la Tertulia Río Arillo e inquieto colaborador de Radio la Isla, en
compañía de miembros de la Tertulia, nos ha dejado, como si se tratara de un
testamento que nos llegara de aquel dramático entonces, un memorial de los
antecedentes, circunstancias y contenido parafraseado de la Constitución de
Cádiz, la famosa ”Pepa”. Ilustrado con fotos de la Isla y de Cádiz que sirven
de referencia inexcusable, este romancero queda como testimonio de un hecho
histórico que en estos dos años presentes emerge como un iceberg de gozo y seña
de identidad de un pueblo que quiso ser libre y gobernarse con sus propias
leyes, porque ”No puede callar el pueblo / lo que grita el corazón, / un coro
con sus latidos / pletóricos de ilusión”.
Fideos con caballas
Adelaida Bordés Benítez
- Publicaciones del Sur, 2012
- San Ferrando (Cádiz)
- Al cabo de unos meses de reseñar La última lágrima, Adelaida Bordés nos hace una nueva entrega de su producción novelística con la obra Fideos con caballas.
Esta vez se trata de una recreación que raya el costumbrismo haciendo desfilar ante la vista del lector una época con sus gentes, que ya es patrimonio de la memoria, en este caso, de los isleños de San Fernando.
En cuanto al título, hay que advertir que, como dice Arturo Gil en la contraportada, “no se trata de un libro de recetas del buen comer, pero sí de un gran plato a digerir {…} un cambio de registro en toda regla que hará deambular a los más curiosos por las calles y vidas de una ciudad con forma de isla en el último decenio del siglo XIX”.
Desde que nace con el romanticismo la literatura costumbrista, el oficio narrativo ha tenido que pulir sus lentes para bordar esa difícil miniatura que es el delicado tejido de lugares, personajes y usos de un pueblo o una ciudad revivida en las entrañas del escritor, o la escritora en este caso, que se atreve a semejante acta notarial del corazón ciudadano.
Además del capítulo de congratulaciones, la autora da cuenta de una de las claves de la narrativa española contemporánea: la teoría de Ortega y Gasset sobre la novela, que se va a convertir en realidad en ese mundo hermético en que la escritora vive el ir y venir de sus personajes situados en sitios de referencia popular y con un hilado de anécdotas que, a pesar de su sencillez, revela lo que yo creo que es lo más importante en la narrativa, y es el retrato de unos caracteres que se visualizan en los avatares cotidianos.
Compuesta de veintiún capítulos, va precedida de uno gratulatorio, una cita de Ovidio y otra de la novelista romántica Fernán Caballero, en la que se describe someramente la Isla de San Fernando. La autora de la novela traslada al lector a principios del siglo XIX (se da como alusión el gobierno municipal del alcalde Manuel Roldán), a unos años en que la ciudad tiene más o menos dos epicentros de concurrencia ciudadana: la Plaza de la Iglesia, con el recinto religioso y el toque de las horas como pálpito de su fe popular, y la Plaza de Alfonso XII, espacio ineludible como vía de trasiego de la calle Real a la plaza de abastos. Los personajes pudieron existir y, de hecho, es seguro que respondan a hombres y mujeres que desarrollaron su vida en un entorno de cotidiano vecindario. Desde Anita la planchadora, Agapito, el albañil carnavalero; don Cristóbal, el triste viudo de Florentina; la señorita Elvira, entre sus prejuicios sociales y el impacto de una boda inesperada; Manuela, que cuenta en el despacho del planchado los chismes del barrio; Anselmo, con sus encargos, al que un vendedor de papeletas de rifa lo apoda “coche fúnebre”, por su aspecto físico; el “mamarracho” y el episodio con la gallina; el paso de niña a mujer de Faustina y el encanto de su talante sencillo; la casapuerta de Carmen Valdivieso y la inquietud curiosa de don Cristóbal; el parlamento en el taller del zapatero Juan Rendón, al que acude también don Cristóbal y en el que junto a otros contertulios “no se criticaba a nadie y se criticaba todo”; Carmen Valdivieso y el problema del casamiento de su nieta Carmencita con Olegario; Máxima, la vieja herboristera que también juega a adivina y revela a Carmencita Valdivieso la infidelidad de su esposo; Carmen Valdivieso y el secreto de su abuela; el secreto que descubre Carmen en el taller del zapatero; el temor que sufre Juan Rendón, engatusado por una novia que no es la suya y por cuya experiencia se jura no volver a mirar nunca a ninguna mujer; las cábalas y la discreción final de Pepe el ciego en el asunto íntimo del zapatero; las curiosas labores domésticas de Pepe en la casa de Juan Rendón, al otro lado del muro de la casa de Carmen Valdivieso; la anécdota que cuenta Pepe en el despacho acerca del antojo de la niña de Carmen Valdivieso; Agapito, que se casa con Anita, la morena de sus entretelas, pero ella le recrimina que piense demasiado en el carnaval; cucharada y paso atrás ante el plato de fideos con caballas en un teatro improvisado y fantástico donde hay versos carnavaleros. Y, por fin, el epílogo oliendo a tortas de navidad.
No se puede decir que Fideos con caballas sea una suma de relatos, sino que es una novela debido a que la autora sitúa a los personajes y las acciones de éstos en una época, unos lugares y unas circunstancias compartidas, que vertebran esta obra. Es el retrato de un espacio social de la Isla en unos años marcados por unos usos. ¿Novela costumbrista? Creo que la autora no se propone eso, pero el resultado escénico bien podría merecerlo dignamente, entre la sencillez, el humor a veces y el fluir de unas vidas que podríamos llamar paralelas en sus papeles dentro del teatro de la vida, donde se entrelazan los ingredientes léxicos conforme a lo que se espera de los intervinientes. Es lo que los clásicos llamaban el decoro.
La encantadora portada del pintor Ángel Torres Aléu da una idea anticipada de ese escenario vital de unas gentes que nos dan un perfil de cómo transcurría la vida en la Isla de nuestros ascendientes, en un triángulo de vivencias compuesto por la plaza de la Iglesia, la plaza de Alfonso XII y la plaza de abastos.
José Manuel García Gómez
Un poeta en medio de las olas
Luis García Gil
Absalón Ediciones, 2010
Cádiz
Absalón Ediciones ha tenido a bien
editar este libro, cuyo autor, Luis García Gil, hijo de José Manuel García
Gómez (1930-1994), ha tenido la curiosidad de hacer de esta estructura
biográfica una tarea completa que se compone de los siguientes contenidos:
Biografía y contexto de un poeta en medio de las olas
Poesía
Artículos de prensa
Conferencias
Apéndice documental
Bibliografía
En la primera, la parte tal vez más difícil por lo que tiene de acercamiento del lector a la figura del personaje de quien se trata, el curso de su vida en la capital gaditana se nos ofrece con todos los detalles posibles de acumular y ordenar en una sucesión de circunstancias e intervenciones en eventos acontecidos en la ciudad, así como la relación de José Manuel García Gómez con entidades, escritores y autoridades del stablishment político.
En este apartado el lector puede comprobar de qué modo vivía García Gómez la preocupación cultural de su entorno, no solamente por medio de conferencias y presentaciones de autores, sino también por sus colaboraciones en la prensa, el Diario de Cádiz, sito en la calle Ceballos, cerca de la calle Cervantes, en el barrio del Mentidero, donde él vivió su soltería. En este hermoso trajín lo conocimos como en un entusiasta ir y venir, y con ello daba una imagen muy conocida entre sus paisanos. Decir en Cádiz José Manuel García Gómez, era aludir al nombre de un interés inagotable por todo aquello que significara literatura, sobre todo poesía.
En el capítulo de la poesía, la producción poética de José Manuel García Gómez está dentro de una estructura abierta. Sus versos no se alinean en formas poéticas regulares, sino más bien se suceden bajo la inspiración de la espontaneidad, en cierto modo en una senda similar a Vicente Aleixandre, con quien mantuvo correspondencia. Su temática es plural y en ella están presentes el mar de Cádiz, el amor, la fe, el paso del tiempo, la vida de cada día, y en todos sus poemas está presente la claridad del sur. No fue García Gómez poeta inscrito en la poesía social que le correspondía por pertenecer a la llamada segunda generación de postguerra (1955-1970), al menos de manera declarada y persistente con la denuncia y la reflexión como caballos de batalla en el poema.
Siguen sus artículos en prensa entre los que destacan su defensa de la poesía, así como la correspondencia con Zenobia Camprubí, sobre semana santa, en el aniversario de la muerte del filósofo Ortega, sobre cine, Bécquer, Antonio Machado; artículos todos ellos con los que echaba leños en el fuego de la animación cultural, no tan afortunada por aquí abajo como la cultura de manifestaciones populares.
Sigue un Apéndice documental en el que se recoge una variada correspondencia con Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, José Hierro, Rafael Montesinos, José María Pemán, Julio Mariscal, así como un estudio de la revista de poesía Caleta, que dirigió García Gómez, con los autores que colaboran y los títulos de los poemas.
Acaba la obra con una bibliografía en las que figuran obras en las que colabora el autor biografiado y una relación de estudios relacionados con la Poesía del 50.
Hemos de dar la bienvenida a este libro, que nos trae a la actualidad la presencia polifacética de un gaditano notable que escribía poesía y también se interesaba por la poesía de los demás poetas, además participaba en actividades que enriquecían el acerbo cultural de Cádiz y daba con generosidad aliento a los jóvenes escritores que se acercaban a él pidiéndole su valiosa opinión.
Biografía y contexto de un poeta en medio de las olas
Poesía
Artículos de prensa
Conferencias
Apéndice documental
Bibliografía
En la primera, la parte tal vez más difícil por lo que tiene de acercamiento del lector a la figura del personaje de quien se trata, el curso de su vida en la capital gaditana se nos ofrece con todos los detalles posibles de acumular y ordenar en una sucesión de circunstancias e intervenciones en eventos acontecidos en la ciudad, así como la relación de José Manuel García Gómez con entidades, escritores y autoridades del stablishment político.
En este apartado el lector puede comprobar de qué modo vivía García Gómez la preocupación cultural de su entorno, no solamente por medio de conferencias y presentaciones de autores, sino también por sus colaboraciones en la prensa, el Diario de Cádiz, sito en la calle Ceballos, cerca de la calle Cervantes, en el barrio del Mentidero, donde él vivió su soltería. En este hermoso trajín lo conocimos como en un entusiasta ir y venir, y con ello daba una imagen muy conocida entre sus paisanos. Decir en Cádiz José Manuel García Gómez, era aludir al nombre de un interés inagotable por todo aquello que significara literatura, sobre todo poesía.
En el capítulo de la poesía, la producción poética de José Manuel García Gómez está dentro de una estructura abierta. Sus versos no se alinean en formas poéticas regulares, sino más bien se suceden bajo la inspiración de la espontaneidad, en cierto modo en una senda similar a Vicente Aleixandre, con quien mantuvo correspondencia. Su temática es plural y en ella están presentes el mar de Cádiz, el amor, la fe, el paso del tiempo, la vida de cada día, y en todos sus poemas está presente la claridad del sur. No fue García Gómez poeta inscrito en la poesía social que le correspondía por pertenecer a la llamada segunda generación de postguerra (1955-1970), al menos de manera declarada y persistente con la denuncia y la reflexión como caballos de batalla en el poema.
Siguen sus artículos en prensa entre los que destacan su defensa de la poesía, así como la correspondencia con Zenobia Camprubí, sobre semana santa, en el aniversario de la muerte del filósofo Ortega, sobre cine, Bécquer, Antonio Machado; artículos todos ellos con los que echaba leños en el fuego de la animación cultural, no tan afortunada por aquí abajo como la cultura de manifestaciones populares.
Sigue un Apéndice documental en el que se recoge una variada correspondencia con Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, José Hierro, Rafael Montesinos, José María Pemán, Julio Mariscal, así como un estudio de la revista de poesía Caleta, que dirigió García Gómez, con los autores que colaboran y los títulos de los poemas.
Acaba la obra con una bibliografía en las que figuran obras en las que colabora el autor biografiado y una relación de estudios relacionados con la Poesía del 50.
Hemos de dar la bienvenida a este libro, que nos trae a la actualidad la presencia polifacética de un gaditano notable que escribía poesía y también se interesaba por la poesía de los demás poetas, además participaba en actividades que enriquecían el acerbo cultural de Cádiz y daba con generosidad aliento a los jóvenes escritores que se acercaban a él pidiéndole su valiosa opinión.
A UNA MUCHACHA DESDE LEJOS
Yo no sé qué decirte para que tú me entiendas,
desde lejos, como si amaneciera largamente
y la luz endulzara una a una la sonrisas,
y los ojos, y el alma…
Yo no sé qué decirte…Ignoro la palabra,
la distancia que te vuelva de nuevo.
(Tú irás llenando de racimos las manos
y el sol se partirá en tu nuca
como si fuera un sol primerizo.)
Yo no sé…
No hay un aire para mover tanto pájaro,
no hay claridad, ni labio, ni voz nueva,
para llamar al pino por su nombre.
(Tú irás con tu silencio y tu ternura
rompiendo lunas y soñando ángeles.)
Yo no sé qué decirte…
Las palabras se caen por el viento
y las piñas lunadas amargan en la arena…
Yo espero solamente la anunciación gozosa
de tu ángel, por el camino del desvelo.
(El corazón presiente la promesa
hecha de menciones de primavera.)
Yo no sé qué decirte…
El hombre tiene también un sueño
y un nombre entre las manos,
pero el silencio…
Yo no sé…La voz ya sobra en la palabra.
JOSÉ MANUEL GARCÍA GÓMEZ
Bisontes en la cueva de la voz
Ricardo Bermejo Álvarez
Premio Leonor de Poesía 2009
Ricardo Bermejo Álvarez
Premio Leonor de Poesía 2009
Excma. Diputación Porvincial de Soria
Desde Silencios que contarte,
premio de poesía Pastora Marcela 2001, el instinto poético de Bermejo ha sido
infalible en cuanto a su anhelo de búsqueda de una nueva manera de decir el
verso. Dijimos entonces: “Ya en el libro anterior, Diván itinerante, tuvimos la
ocasión de comprobar una cualidad que es permanente en Bermejo, y se trata de
una continua búsqueda de nuevas formas de escritura poética (aunque haya
quienes me salgan al paso y me digan que no hay nada nuevo bajo el sol). Su
musa se satisface ensayando vocablos que están como a la espera en el
diccionario para ser empleados, como es su caso, en deslumbrante complot con la
metáfora, enriqueciendo con ello su bagaje literario. Silencios que contarte
oscila entre el amor y el sentimiento elegíaco.”
Sin embargo, para enfrentarnos a la reseña de este nuevo libro hemos de adoptar otra óptica. Vemos ejemplos de él.
Soy quien se busca
el que lanza sus redes
sobre los astros reflejados
en el caudal
el que rastrea cardumen soy
el que se ayuna
insaciado
insaciable
el laberinto caligráfico
de la voz desangrada en un grafito
que indeleble perjura
ego sum
En otras entregas la poesía de Bermejo ha perseguido una escritura rupturista de lo convencional, esa mucha poesía que se escribe aún, incluso por poetas y poetisas de altos galardones.
Lo indiscutible del poeta extremeño afincado en la Isla de San Fernando desde años ha, es ese inconformismo del verso gramaticalizado que se esfuerza en contarnos historias sentimentales o narrativas sin tener en cuenta que la poesía es creativa. Y esa exigencia nos llega desde los albores de la contemporaneidad, en concreto en la estilística individual con la escuela idealista de Croce, Vossler y Spitzer.
Vemos otro ejemplo:
dejo abierto el cancel
adrede
y un libro
y una vena
y una caja
por si quieres entrar
y saquear el silencio
la plenitud en blanco
de la página
o por si decides salir
a dilapidar el vacío
y arruinarte
una vez más
voz mía
irremediablemente
El poeta ha de sorprender al lector, más que deleitarlo narrándole una experiencia común en el amor, el recuerdo o la nostalgia.
Ricardo Bermejo es consciente de que hay que violar la semántica y en ello está de acuerda con Derrida cuando el filósofo francés habla de la deconstrucción. El poeta, en este caso Bermejo, “deconstruye” el verso al uso implicándose en el arte de la sorpresa lingüística, dándole la vuelta a la semántica que se podría seguir en una lectura ya reconocida, empleando el término de Shklovski, o sea, lastrada por el deseo de comunicar sin reformar el significante:
bienvenidos seamos
a nosotros
a los de entonces
a los que somos
a los mismos
otros
El poeta busca desde el comienzo hasta el final del libro el desconcierto, pero lo hace con un discurso poético que en nada se parece a lo que se espera con un presupuesto tradicional de la poesía; o sea, la semántica obediente a la lógica. Un hilo de madurez literaria ensarta todos los poemas con un deje irónico expresado con procedimientos vanguardistas en la presentación del texto.
Ricardo Bermejo sigue en su avance por el territorio de una poesía con banderas innovadoras ajeno ya a la retaguardia de la poesía redicha o fácil de escribir con al anuencia de unos sentimientos o unas ideas que menosprecian el verdadero fin del discurso poético: la creatividad, o el verso con ráfaga de aforismo:
piedad puedo esperar
de un tigre
no del tiempo
En conclusión, Bisontes en la cueva de la voz es una muestra de que la poesía puede ir por otros senderos, en los que el poeta se compromete a desmarcarse de un continuismo condenado a la indiferencia porque ni emociona ni sorprende al lector que esté habituado a leer poesía.
Sin embargo, para enfrentarnos a la reseña de este nuevo libro hemos de adoptar otra óptica. Vemos ejemplos de él.
Soy quien se busca
el que lanza sus redes
sobre los astros reflejados
en el caudal
el que rastrea cardumen soy
el que se ayuna
insaciado
insaciable
el laberinto caligráfico
de la voz desangrada en un grafito
que indeleble perjura
ego sum
En otras entregas la poesía de Bermejo ha perseguido una escritura rupturista de lo convencional, esa mucha poesía que se escribe aún, incluso por poetas y poetisas de altos galardones.
Lo indiscutible del poeta extremeño afincado en la Isla de San Fernando desde años ha, es ese inconformismo del verso gramaticalizado que se esfuerza en contarnos historias sentimentales o narrativas sin tener en cuenta que la poesía es creativa. Y esa exigencia nos llega desde los albores de la contemporaneidad, en concreto en la estilística individual con la escuela idealista de Croce, Vossler y Spitzer.
Vemos otro ejemplo:
dejo abierto el cancel
adrede
y un libro
y una vena
y una caja
por si quieres entrar
y saquear el silencio
la plenitud en blanco
de la página
o por si decides salir
a dilapidar el vacío
y arruinarte
una vez más
voz mía
irremediablemente
El poeta ha de sorprender al lector, más que deleitarlo narrándole una experiencia común en el amor, el recuerdo o la nostalgia.
Ricardo Bermejo es consciente de que hay que violar la semántica y en ello está de acuerda con Derrida cuando el filósofo francés habla de la deconstrucción. El poeta, en este caso Bermejo, “deconstruye” el verso al uso implicándose en el arte de la sorpresa lingüística, dándole la vuelta a la semántica que se podría seguir en una lectura ya reconocida, empleando el término de Shklovski, o sea, lastrada por el deseo de comunicar sin reformar el significante:
bienvenidos seamos
a nosotros
a los de entonces
a los que somos
a los mismos
otros
El poeta busca desde el comienzo hasta el final del libro el desconcierto, pero lo hace con un discurso poético que en nada se parece a lo que se espera con un presupuesto tradicional de la poesía; o sea, la semántica obediente a la lógica. Un hilo de madurez literaria ensarta todos los poemas con un deje irónico expresado con procedimientos vanguardistas en la presentación del texto.
Ricardo Bermejo sigue en su avance por el territorio de una poesía con banderas innovadoras ajeno ya a la retaguardia de la poesía redicha o fácil de escribir con al anuencia de unos sentimientos o unas ideas que menosprecian el verdadero fin del discurso poético: la creatividad, o el verso con ráfaga de aforismo:
piedad puedo esperar
de un tigre
no del tiempo
En conclusión, Bisontes en la cueva de la voz es una muestra de que la poesía puede ir por otros senderos, en los que el poeta se compromete a desmarcarse de un continuismo condenado a la indiferencia porque ni emociona ni sorprende al lector que esté habituado a leer poesía.
Las condiciones del pájaro
Ginés Aniorte
Renacimiento, 2012
Renacimiento, 2012
Sevilla
Precedida de una cita -adaptada-
de San Juan de la Cruz, este libro está compuesto de cinto partes, conforme a
la idea desarrollada en la cita: Que se viene conmigo, que goza mi presencia,
que pone el pico al fuego, que al fin se torna oscuro, que su canto es herida.
El epílogo: Al final, un disparo.
NNos encontramos ante un libro todo él compuesto de símbolos, que el autor expresa con atisbos casi místicos:
A qué vienes en medio de la noche
tan sobrado de gracia,
mi pájaro atrevido, insinuándose,
consiguiendo mi carne que te ansía;
mi carne desbravada y otoñal
que en tu presencia arde y reverdece,
despertando a la luz de tu belleza.
Por qué vienes ahora a desarmarme
y a hostigar mi deseo
con tu clara hermosura.
Estos versos arrojan una clave de este libro, que está más allá de una confesión lírica desde la tendencia intimista, que hoy todavía con otras tendencias, como la de los postnovísimos, o bien la neoculturalista o también la neovanguardista.
Nos preguntamos: ¿Este libro es deliberadamente una intención de seguir la mística española por medio del simbolismo del pájaro, en ese caso, que, como dice la cita de Unamuno, vuela dentro de la jaula con su propio canto, y recuerda aquellos versos de Santa Teresa: ¡“Esta cárcel, estos hierros/ en que el alma está metida!”?
Hay también unos versos que pueden ser también claves para entender el subsuelo poético del texto:
Y llegada la hora de arrancarme
del fondo más oscuro de mí mismo,
desplegaré mi sombra…
Buena entrega la de Ginés Aniorte, que retorna a los predios de la poesía simbólica y profunda, lejos de amaneramientos frívolos de otras tentativas poéticas que se escriben hoy.
NNos encontramos ante un libro todo él compuesto de símbolos, que el autor expresa con atisbos casi místicos:
A qué vienes en medio de la noche
tan sobrado de gracia,
mi pájaro atrevido, insinuándose,
consiguiendo mi carne que te ansía;
mi carne desbravada y otoñal
que en tu presencia arde y reverdece,
despertando a la luz de tu belleza.
Por qué vienes ahora a desarmarme
y a hostigar mi deseo
con tu clara hermosura.
Estos versos arrojan una clave de este libro, que está más allá de una confesión lírica desde la tendencia intimista, que hoy todavía con otras tendencias, como la de los postnovísimos, o bien la neoculturalista o también la neovanguardista.
Nos preguntamos: ¿Este libro es deliberadamente una intención de seguir la mística española por medio del simbolismo del pájaro, en ese caso, que, como dice la cita de Unamuno, vuela dentro de la jaula con su propio canto, y recuerda aquellos versos de Santa Teresa: ¡“Esta cárcel, estos hierros/ en que el alma está metida!”?
Hay también unos versos que pueden ser también claves para entender el subsuelo poético del texto:
Y llegada la hora de arrancarme
del fondo más oscuro de mí mismo,
desplegaré mi sombra…
Buena entrega la de Ginés Aniorte, que retorna a los predios de la poesía simbólica y profunda, lejos de amaneramientos frívolos de otras tentativas poéticas que se escriben hoy.
Mi paso por el Sáhara
Antonio Brea Pérez
Editorial Ledoria, 2012
Antonio Brea Pérez
Editorial Ledoria, 2012
Toledo
Los jóvenes que hoy se enrolan en las
fuerzas armadas no tienen idea de cómo han pasado la experiencia del servicio
militar en determinados destinos quienes antes iban forzosamente. Digo
determinados destinos porque algunos eran relativamente fáciles de cumplir,
mientras que otros revestían dificultades, incluso riesgos.
La experiencia de Antonio Brea Pérez, autor del libro que aquí se reseña, es tal vez singular por esos matices que destacamos. El libro va precedido de un emotivo capítulo de agradecimientos y congratulaciones por parte del autor y de un entrañable texto titulado A modo de presentación, por el catedrático de Filología Latina de la UCA Luis Charlo Brea.
Pero escuchemos lo que dice él mismo en el prólogo: “Siento dentro de mí la satisfacción de haber cumplido una etapa de mi vida tan importante, si bien no entiendo el porqué me toco esa situación sin buscarla. La verdad es que nunca he entendido lo que es justo y equitativo, pues después de 'entrar en una democracia' me he dado cuenta de que el hombre no era dueño de su destino, que éramos una especie de esclavos mandados por una dictadura militar en la que tu voz y tu libertad de expresión no valían para nada”.
Dentro del género autobiográfico, este testimonio del autor se va llenando de matices que le dan un colorido, a veces estridente por lo que tiene de dureza, pero nunca gris, debido a que la disciplina no toleraba términos medios en su expresión social. Desde el reclutamiento, con el añadido de la muerte del padre -a quien despide en la estación y no volverá a ver, como no sea de cuerpo presente- y la de un hermano suyo quinceañero unos años antes, pasando por la marcha hacia el Sahara, hasta Smara en concreto, con el buen recuerdo del Teniente Torres; después la llegada a Hausa, donde Antonio Brea tuvo una variopinta experiencia con sus compañeros entre compartir el rigor del régimen militar en aquella zona, el calor insoportable, las deficiencias en las instalaciones y en la alimentación, hasta la convivencia normal con esos compañeros, alguna que otra copa circunstancial, misa y coro incluidos, luego el capítulo del regreso, en que se cambió el panorama del desierto por el del océano, con la angustia de no encontrar salvavidas, según la orden del Capitán -por si acaso- debido a la proximidad de un barco no identificado.
A través del relato, vamos aprendiendo cómo era la vida de unos militares en unas áreas atípicas con respecto a las que conocemos por estos lares vinculados a la Marina; episodio que ha marcado la vida del autor, reconociendo no obstante, que las vivencias habidas en esa etapa de la milicia enriquecieron su visión de la vida, desde la cercanía de los seres amados hasta el agua para beber y lavarse, una vez que ya estaba en al Península, para, al final, hallar en su haber de ser humano unas enseñanzas con las que ha ido luego por los años sucesivos como quien lleva el mejor currículo para saber valorar las cosas esenciales del día a día.
Se ha de añadir que el formato del libro, publicado por Editorial Ledoria, le da una buena contextura y atractiva presencia.
Retrospectivas y otros poemas
Alberto
Orte Lledó
Imprenta Cidag, 2009
San Fernando (Cádiz)
Don Alberto Orte (Melilla, 1919) ha editado un conjunto de poemas de variado tenor estrófico, en el que prima como tema su experiencia de marino, dedicación profesional que le ha llevó hasta el grado de contralmirante. Dibujos de Juan B. Robert, Luis M. Rosety y José Castro le prestan a los textos significaciones alusivas.
La poesía de Orte se caracteriza por su armónica espontaneidad, una constante que se magnifica por el cuidado con que los poemas fluyen rigurosos en su estructura formal.
El libro se compone de cuatro partes: “Retrospectivas”, “Breves”, “De tiempo y relojes” y “Ocasionales”. Hay en los poemas un total predominio del metro corto. Hemos de exceptuar un texto en prosa en el apartado “De tiempo y relojes”.
Hay en el libro presencias conocidas por los que han vivido experiencias marítimas, y algunas, aunque no llevaran título, son harto conocidas:
Seis bombos sobre el canal,
cuatro torres, una iglesia
y el camposanto en el mar.
**********************
El calafate
ha perdido su mallo
en alguna parte.
Estopa y brea,
el talego y el costo
con la marea.
*******************
Entran y salen
a carenar.
¿En cuál de ellos
me embarcarán?
******************
Cuatro pitadas:
El Comandante
sube la escala.
Dos nada más
si el que la sube
es Oficial.
*****************
Los pantocazos
mecen la cuna
del marinero
cuando se arrumba.
Como se ve, la terminología marinera está presente en el libro y ella le sirve de cobertura lingüística a la experiencia del autor. Experiencia en la que caben vivencias familiares en breves poemas dedicados a nietos, así como otros temas, tal un villancico, que recoge el apartado último “Ocasionales”.
Las palabras
todas mías,
sólo fueron:
¿Eres Javi?
¡Soy tu abuelo!
¿Me entendías?
En un vuelo.
¡Qué alegría!
Imprenta Cidag, 2009
San Fernando (Cádiz)
Don Alberto Orte (Melilla, 1919) ha editado un conjunto de poemas de variado tenor estrófico, en el que prima como tema su experiencia de marino, dedicación profesional que le ha llevó hasta el grado de contralmirante. Dibujos de Juan B. Robert, Luis M. Rosety y José Castro le prestan a los textos significaciones alusivas.
La poesía de Orte se caracteriza por su armónica espontaneidad, una constante que se magnifica por el cuidado con que los poemas fluyen rigurosos en su estructura formal.
El libro se compone de cuatro partes: “Retrospectivas”, “Breves”, “De tiempo y relojes” y “Ocasionales”. Hay en los poemas un total predominio del metro corto. Hemos de exceptuar un texto en prosa en el apartado “De tiempo y relojes”.
Hay en el libro presencias conocidas por los que han vivido experiencias marítimas, y algunas, aunque no llevaran título, son harto conocidas:
Seis bombos sobre el canal,
cuatro torres, una iglesia
y el camposanto en el mar.
**********************
El calafate
ha perdido su mallo
en alguna parte.
Estopa y brea,
el talego y el costo
con la marea.
*******************
Entran y salen
a carenar.
¿En cuál de ellos
me embarcarán?
******************
Cuatro pitadas:
El Comandante
sube la escala.
Dos nada más
si el que la sube
es Oficial.
*****************
Los pantocazos
mecen la cuna
del marinero
cuando se arrumba.
Como se ve, la terminología marinera está presente en el libro y ella le sirve de cobertura lingüística a la experiencia del autor. Experiencia en la que caben vivencias familiares en breves poemas dedicados a nietos, así como otros temas, tal un villancico, que recoge el apartado último “Ocasionales”.
Las palabras
todas mías,
sólo fueron:
¿Eres Javi?
¡Soy tu abuelo!
¿Me entendías?
En un vuelo.
¡Qué alegría!
Se
incluye un soneto de Versos de ocasión (1995), al que en su día hicimos un
comentario en “San Fernando Información”. El soneto en cuestión es el dedicado
al reloj atómico, va precedido de una cita de san Agustín y su comienzo es como
sigue:
¿Cómo puedes medir lo inexistente,
lo que nadie entendió ni ha definido,
lo que apenas presente ya es olvido,
lo que es poso y herencia de la mente?
Siguen
a este soneto dos poemas de arte mayor con estrofas libres y versos blancos que
versan sobre el mismo tema.
En conclusión, este poemario variado en sus temas y metros, es como un recordatorio del autor, que colorea con poesía sin pretensiones y, por lo contrario, de suaves trazos con reflejos de una trayectoria vital longeva y jugosa de su vida, tanto en lo profesional como en lo familiar. Felicitamos a don Alberto Orte por esta publicación.
En conclusión, este poemario variado en sus temas y metros, es como un recordatorio del autor, que colorea con poesía sin pretensiones y, por lo contrario, de suaves trazos con reflejos de una trayectoria vital longeva y jugosa de su vida, tanto en lo profesional como en lo familiar. Felicitamos a don Alberto Orte por esta publicación.
Tierra de secanos
Julio Mariscal Montes
La Venencia
Jerez de la Frontera, 1962
Buscando un libro entre los que forman
el conjunto del estante, encuentro uno que no esperaba darme con él. Se trata
de TIERRA DE SECANOS de Julio Mariscal Montes, editado por La Venencia, Jerez
de la Frontera, 1962, comprado en una librería gaditana.
Todos sabemos que este poeta arcense no salió jamás de Andalucía y vivió en los contornos de su tierra natal, exceptuando el cumplimiento del servicio militar en Cádiz. Maestro nacional de profesión, Julio Mariscal conjugaba su quehacer diario con la poesía, a la que amaba entrañablemente. Puede que este adverbio sorprenda, pero con ello he querido decir que no era grafómano, sino que se deleitaba en la reunión de las palabras, las hermanaba con un sentido estilístico innato dentro de la tendencia que se llevaba en su época: la poesía social.
Nacido en 1922 y fallecido en 1977, su sensibilidad poética está entretejida por hilos de una conciencia sensible a los problemas de los jornaleros del campo, del amor, la soledad y la meditación religiosa.
Tal vez no se le tuvo en cuenta porque carecía de esos resortes que se necesita en este país para salir adelante, incluso hoy. A esta postergación hemos de añadir su capacidad admirable para manejar el lenguaje cuando otros poetas triunfaban utilizando una cobertura lingüística en la que estaba ausente el instinto poético de la creatividad.
Sin embargo, el poeta Antonio Hernández, paisano suyo, tuvo la valentía de incluirlo en una antología, con estudio previo, de los poetas de la segunda generación de posguerra, como a Fernando Quiñones. Merece una especial mención la Antología poética con estudio, introducción y selección de Juan de Dios Ruiz Copete, editado por la Universidad de Sevilla.
Tierra de secanos, como otros libros de Mariscal, encierra el drama del día a día de aquellos hombres de mediados del siglo XX, en pueblos pequeños donde la vida social estaba programada por las costumbres inalteradas, de ahí que su poesía sea un acta notarial de esos avatares monocordes pero llenos de emoción para un poeta que reúne, a mi entender, dos cualidades literarias imprescindibles para escribir una poesía auténtica, lejos de las consignas centralizantes: hondura y colorido. Me explico. Lo del colorido no es banal ni frívolo, sino que, conforme a la teoría de la literaturidad del ruso Jakobson, el idiolecto poético ha de alejarse del de la narración y, más aún, del periodismo. La capacidad metafórica de Mariscal es un recurso para sensorializar el concepto y el sentimiento. A veces, es cierto, roza lo coloquial, lo pintoresco, pero ello da idea de que sus intenciones poéticas iban más allá de lo literariamente académico. Un poeta no es un filósofo ni un novelista ni un periodista; es un poeta, un creador de situaciones empírico-lingüísticas. Lo demás, creo honestamente, es una tentativa respetable, pero tanteo nada más, aunque los jurados lo premien y la crítica lo bendiga.
Seguiremos otro día estudiando a este poeta (yo diría que desenterrándolo), pero hoy concluiremos nuestro recuerdo de homenaje con este poema.
Todos sabemos que este poeta arcense no salió jamás de Andalucía y vivió en los contornos de su tierra natal, exceptuando el cumplimiento del servicio militar en Cádiz. Maestro nacional de profesión, Julio Mariscal conjugaba su quehacer diario con la poesía, a la que amaba entrañablemente. Puede que este adverbio sorprenda, pero con ello he querido decir que no era grafómano, sino que se deleitaba en la reunión de las palabras, las hermanaba con un sentido estilístico innato dentro de la tendencia que se llevaba en su época: la poesía social.
Nacido en 1922 y fallecido en 1977, su sensibilidad poética está entretejida por hilos de una conciencia sensible a los problemas de los jornaleros del campo, del amor, la soledad y la meditación religiosa.
Tal vez no se le tuvo en cuenta porque carecía de esos resortes que se necesita en este país para salir adelante, incluso hoy. A esta postergación hemos de añadir su capacidad admirable para manejar el lenguaje cuando otros poetas triunfaban utilizando una cobertura lingüística en la que estaba ausente el instinto poético de la creatividad.
Sin embargo, el poeta Antonio Hernández, paisano suyo, tuvo la valentía de incluirlo en una antología, con estudio previo, de los poetas de la segunda generación de posguerra, como a Fernando Quiñones. Merece una especial mención la Antología poética con estudio, introducción y selección de Juan de Dios Ruiz Copete, editado por la Universidad de Sevilla.
Tierra de secanos, como otros libros de Mariscal, encierra el drama del día a día de aquellos hombres de mediados del siglo XX, en pueblos pequeños donde la vida social estaba programada por las costumbres inalteradas, de ahí que su poesía sea un acta notarial de esos avatares monocordes pero llenos de emoción para un poeta que reúne, a mi entender, dos cualidades literarias imprescindibles para escribir una poesía auténtica, lejos de las consignas centralizantes: hondura y colorido. Me explico. Lo del colorido no es banal ni frívolo, sino que, conforme a la teoría de la literaturidad del ruso Jakobson, el idiolecto poético ha de alejarse del de la narración y, más aún, del periodismo. La capacidad metafórica de Mariscal es un recurso para sensorializar el concepto y el sentimiento. A veces, es cierto, roza lo coloquial, lo pintoresco, pero ello da idea de que sus intenciones poéticas iban más allá de lo literariamente académico. Un poeta no es un filósofo ni un novelista ni un periodista; es un poeta, un creador de situaciones empírico-lingüísticas. Lo demás, creo honestamente, es una tentativa respetable, pero tanteo nada más, aunque los jurados lo premien y la crítica lo bendiga.
Seguiremos otro día estudiando a este poeta (yo diría que desenterrándolo), pero hoy concluiremos nuestro recuerdo de homenaje con este poema.
LA TIERRA
La tierra elemental, partida, sola,
cansada de parir, de acomodarse
con duros agujeros, con cansinos arados;
la tierra horizontal, hembra y desnuda
para el afán del buey y la pisada;
la pobrecita tierra de estameña
con cilicios de agostos y aceituna.
Cruza la tarde el agua viajera
del río violador de naranjales,
el perro perdiguero; lento, el carro;
las cuadradas pezuñas de las vacas...
Hay un nogal achaparrado, un vivo
cabrillear de fuente entre las peñas;
todo se agita y viene y va, y se pierde
en el claro horizonte de un deseo.
Pero la tierra no. La tierra tiene
ese destino de achatarse siempre,
de ser espalda, yunque de galopes,
surco para el maíz y la saliva.
Hombre en forma de elegía
Javier
de Bengoechea
Premio Adonais 1955
Ediciones Rialp, s.a.
Madrid, 1955
Dice Florencio Martínez Ruiz en La nueva poesía española (1971), que hacia 1955 empezaron a surgir una serie de poetas “diferentes” que rompen el usual servicio de la poesía “senior”, o sea, garcilasismo, poesía social, tremendismo y escuela neorromántica con una viva sustancia humana y una remoción estética de efectos espontáneos y liberadores.
Premio Adonais 1955
Ediciones Rialp, s.a.
Madrid, 1955
Dice Florencio Martínez Ruiz en La nueva poesía española (1971), que hacia 1955 empezaron a surgir una serie de poetas “diferentes” que rompen el usual servicio de la poesía “senior”, o sea, garcilasismo, poesía social, tremendismo y escuela neorromántica con una viva sustancia humana y una remoción estética de efectos espontáneos y liberadores.
Pues bien, entre los poetas de esa poesía “senior” hemos de situar la del poeta bilbaíno Javier de Bengoechea, nacido en 1919, premio Adonais 1955 por su libro Hombre en forma de elegía. Una obra anterior suya, Habitada claridad, había sido accésit del mismo premio en 1950.
La obra que tenemos entre las manos se inserta dentro de un orden clásico, tanto en la forma como en el tema. Precedidos de unas redondillas, se suceden treinta y un sonetos, divididos en tres partes. El amor en forma elegíaca y la muerte imperan en la totalidad del poemario, en el que no faltan simbolismos que se orientan a la finalidad neorromántica del libro en el cauce de un garcilasismo, en este caso no precisamente sosegado y latréutico; sosiego y exaltación religiosa que fueron divisas de la poesía de los cuarenta frente al impacto revulsivo de la revista “Españada” (nacida precisamente en el mismo año que “Cántico”, de signo estético).
Como se ha dejado entrever, en este conjunto de sonetos de buena ejecutoria, el espíritu religioso de Bengoechea no se duerme en una paz espiritual propagandística de la época; su tono dolorido campea en la primera parte, culminando su queja en “Muchacha” que “En un principio fue lo que se acaba”, en un oxímoron escalofriante, y ”A una mejilla blanca”, en la “que ya no está una rosa donde estaba”, en imagen elocuente; como la existencia humana en evocación de Quevedo le parece que “la vida es larga para ser tan corta”. La sombra de la muerte planea por todo el libro, así como la soledad, ”que limita con el pecho” del poeta. Podríamos establecer prudentemente un paralelismo entre el desencanto de Bengoechea con la agitación de su paisano Blas de Otero en su libro Ancia, si bien esta obra está más vinculada a su entorno histórico que la de aquél.
Visión pesimista del mundo que no es de extrañar si incardinamos a ese hombre en forma de desolación en un tiempo de zozobra ambiental entretejida con lo político que el poeta no puede ignorar; de ahí que este poemario tenga acento de poesía social, si bien no del todo alineado en la famosa antología de Leopoldo de Luis y sí circunscrito a lo íntimo.
La médula del libro es una mezcla de dolor de lo que existe junto a la precariedad de la belleza y el amor, y Dios como presencia obsesiva. Vaya como síntesis de la atmósfera del libro este soneto de gran fuerza lírica, que no debería faltar en ninguna antología del soneto en español.
ISLA
Mala es mi sombra, mala. ¿Me convino
nacer? Pero nací. O así lo cuentan.
Y si me busco en mí, mis manos tientan
una pared al fondo de un camino.
Yo soy un ser nacido a contra sino.
Los hombres formidables me lamentan.
Aumentan segurísimos y aumentan
mis posibilidades de asesino.
Soy una solución que siempre yerra.
(Siguen en pie la muerte y sus baluartes.)
Un hospital en medio de una guerra.
Me llamo trece, y me apellido martes.
Pero sé lo que soy: algo de tierra
rodeada de Dios por todas partes.
Poniente (Relatos)
José Carlos Fernández Moreno
Publicaciones del Sur Editores, 2010
San Fernando (Cádiz)
Hay más de un estilo de narrar. No podemos entrar aquí en pormenores estilísticos, pero sí podríamos, a grandes líneas, separar la posición objetivista de otra posición en la que se maneja el lenguaje con unas miras enriquecedoras de la expresividad. ¿Está ello en razón de las observaciones que hace el autor de sus personajes? En este caso puede que sí. Lejos de perspectivas barrocas, José Carlos Fernández Moreno nos va presentando a esos hijos de su fantasía, pero sacados de realidades cotidianas, que nos sitúan en un denominador común: el drama del vivir de cada día. El autor narra y cuenta deteniéndose en algunos casos con cierta morosidad, como quería Ortega en sus observaciones en Ideas sobre la novela, libro que no debe faltar, a mi parecer, entre las lecturas de ningún narrador.
Los relatos se suceden formando un tejido variado en motivos y extensión.
En Los milicianos y las costureras de Dios tenemos un relato de predominio narrativo, En principio, de planeamiento tópico por su ambiente de guerra civil y enfrentamiento ideológico de los personajes, sin embargo, está bien llevado y su desenlace es sorprendente.
En la Lluvia en el patinillo se nos narra un relato que se apoya en lo descriptivo, pero con imágenes vinculadas a la vida del observador.
En Aquel niño que miraba al mar la narración se apoya en la nostalgia y hace revivir la infancia.
En Concha la morenita se recuerda a la madre sacrificada que se ve sola en la postrimería de su vida, abandonada por sus hijos.
En Los amantes de la Isla nos hallamos ante la especulación de los dos esqueletos de dos amantes en el subsuelo de la Isla. El narrador da rienda suelta a su imaginación de lo que pudo ser el amor de aquella pareja, sus vivencias impregnadas del entorno.
En Uvedobleausencia@puntoes nos encontramos ante la historia de un hombre en tres momentos de su vida: Santi, Santiago y don Santiago, como la simbología de los cambios de los tiempos, desde la España de la posguerra hasta la complicación de la técnica, que le da al relato un final de ciencia ficción.
En Cuentos así de breves vemos bosquejos de relatos en los que se traza como un aguafuerte una idea que parece sugerirle o insinuarle al lector, más que definir el tema.
En La esfinge de la adelfa asistimos a las reflexiones en sus últimos días de una actriz entre pequeños éxitos y muchas zozobras, cuyo triste fin sorprende al final entre la miseria y el suicidio.
En Las manos de mi madre hay una evocación con sucesivos recuerdos de las manos de la madre por las de las distintas figuras de la Virgen de un nacimiento navideño.
¿A quién le parto el higo? son las circunstancias aleatorias de un adulterio con calaverada y la necesidad de guardar las apariencias y triunfo de la hipocresía.
El homenaje en que se cuenta el sueño premonitorio de un pintor acerca de su muerte y las circunstancias devenidas de ella quedan desmentidos después por una realidad totalmente distinta a la entrevista en dicho sueño.
En Estrella sublime se cuenta la historia de un parado que se refugia en una iglesia junto a otros compañeros en señal de protesta, se arriesga, durante la procesión de la Patrona, a salvar la imagen de un incendio. Muere a consecuencia de las quemaduras y la mujer obtiene como compensación un trabajo fijo.
Finalmente, en La cuerda en el aire nos hallamos ante la historia sentimental de un costurero a cuya restauración se renuncia ya que en ese estado, unido a escritos antiguos hallados en él, conserva las esencias de su nostalgia.
Con un tratamiento sobrio en las descripciones y un moderado compás de narración, sin concesiones a argumentos abstractos, el autor nos introduce en las vidas de unos personajes que nos avisan de que en el tinglado de las peripecias cotidianas ocurren cosas que se nos pasan desapercibidas, pero que están ahí constantes y sonantes y que nos llegan por la línea de una narrativa con ribetes realistas en los que podrían estar guiñándonos algunos toques de Galdós, Baroja y Camilo José Cela, grandes marcadores de la narrativa española tradicional, que arranca en el Lazarillo y toma un punto de partida universal en el Quijote.
Si yo tuviera que definir las intenciones narrativas de José Carlos Fernández, diría que su realismo se libra de cualquier tentación decorativa y que la finalidad de su escritura está en la psicología de los personajes.
Lluvia
de versos para un hombre íntegro
(In
memoriam de Vicente Cano, poeta manchego)
Autor:
Manuel Mejías Sánchez-Cambronero
Colección bibliográfica nº 19
Grupo literario Guadiana, 2008
Colección bibliográfica nº 19
Grupo literario Guadiana, 2008
Ciudad
Real
Como
homenaje, y a modo de elegía al poeta manchego Vicente Cano, precedida de unas
palabras encomiásticas por parte de Santiago Romero de Ávila, esta entrega
poética consta de cinco partes, cada una de ellas introducida por una cita del
autor homenajeado, alma que fue del Grupo literario Guadiana.
Las resonancias clásicas llenan este cuaderno con sabor a sonetos, romances, décimas y versos endecasílabos blancos. En todos sus recursos la presencia del poeta Vicente Cano está como incardinada en santo y seña de una menesterosidad poética en torno a la cual los poetas amigos se calientan como en una fogata de interés por la Literatura.
El poeta comienza como atraído por los versos del autor celebrado: “Meciéndome en tus versos me he dormido; / pues quedeme saciado en gran medida, / mi mente se encontraba deshambrida / y tu fardel de estrofas la ha nutrido.”
El elogio del calor que da la obra del autor desaparecido está presente siempre: “Vicente: Estoy seguro que los trigos / de tu troje antológico son buenos...” Pero Mejías Sánchez-Cambronero no sólo recuerda la significación poética de Vicente Cano, sino también circunstancias íntimas como por ejemplo la de la operación oftalmológica; además, nunca falta la nostalgia de su valía poética para aliento de otros poetas: “Se ha apagado la llama de tu hoguera / cuando mayor calor estabas dando; / y aunque leña en la hacina iba quedando / se ahoga la combustión de tu madera.”
Las estrofas de arte menor se prestan más a la fluidez versal y el poeta hace gala de ello en unas décimas llenas de galanura, en las que el ritmo refleja con más inmediatez el drama de vivir, referido, este caso, a su amigo: “Con su guadaña la muerte / a traición te sorprendió, / te hubo segado del surco / sin darnos una razón / del por qué cortar la mies / estando en pleno verdor / cuando la espiga granaba / libre ya de su zurrón / haciendo harina en su vientre, / grano a grano a pleno sol...”
Hay un detalle de delicadeza en la penúltima sección, en la que hace a un elogio de Teresa, la esposa y continuadora de la obra de Vicente Cano, todo como una señal de la semilla dejada por el poeta entre los que le recuerdan. Acaba su obra laudatoria con una epístola -no necesariamente en tercetos encadenados- en la que el espíritu de la Revista MANXA sigue vivo y pujante. Qué mejor homenaje a quien fue su mantenedor.
Escrita con un lenguaje realista y un talante tradicional, lejos de todo experimentalismo lingüístico, esta entrega poética recuerda justamente a un hombre que fue referencia durante años de una labor literaria que no se debe olvidar. Y aquí está Una lluvia de versos para un hombre íntegro como un gesto recordatorio.
Como homenaje, y a modo de elegía al poeta manchego Vicente Cano, precedida de unas palabras encomiásticas por parte de Santiago Romero de Ávila, esta entrega poética consta de cinco partes, cada una de ellas introducida por una cita del autor homenajeado, alma que fue del Grupo literario Guadiana.
Las resonancias clásicas llenan este cuaderno con sabor a sonetos, romances, décimas y versos endecasílabos blancos. En todos sus recursos la presencia del poeta Vicente Cano está como incardinada en santo y seña de una menesterosidad poética en torno a la cual los poetas amigos se calientan como en una fogata de interés por la Literatura.
El poeta comienza como atraído por los versos del autor celebrado: “Meciéndome en tus versos me he dormido; / pues quedeme saciado en gran medida, / mi mente se encontraba deshambrida / y tu fardel de estrofas la ha nutrido.”
El elogio del calor que da la obra del autor desaparecido está presente siempre: “Vicente: Estoy seguro que los trigos / de tu troje antológico son buenos...” Pero Mejías Sánchez-Cambronero no sólo recuerda la significación poética de Vicente Cano, sino también circunstancias íntimas como por ejemplo la de la operación oftalmológica; además, nunca falta la nostalgia de su valía poética para aliento de otros poetas: “Se ha apagado la llama de tu hoguera / cuando mayor calor estabas dando; / y aunque leña en la hacina iba quedando / se ahoga la combustión de tu madera.”
Las estrofas de arte menor se prestan más a la fluidez versal y el poeta hace gala de ello en unas décimas llenas de galanura, en las que el ritmo refleja con más inmediatez el drama de vivir, referido, este caso, a su amigo: “Con su guadaña la muerte / a traición te sorprendió, / te hubo segado del surco / sin darnos una razón / del por qué cortar la mies / estando en pleno verdor / cuando la espiga granaba / libre ya de su zurrón / haciendo harina en su vientre, / grano a grano a pleno sol...”
Hay un detalle de delicadeza en la penúltima sección, en la que hace a un elogio de Teresa, la esposa y continuadora de la obra de Vicente Cano, todo como una señal de la semilla dejada por el poeta entre los que le recuerdan. Acaba su obra laudatoria con una epístola -no necesariamente en tercetos encadenados- en la que el espíritu de la Revista MANXA sigue vivo y pujante. Qué mejor homenaje a quien fue su mantenedor.
Escrita con un lenguaje realista y un talante tradicional, lejos de todo experimentalismo lingüístico, esta entrega poética recuerda justamente a un hombre que fue referencia durante años de una labor literaria que no se debe olvidar. Y aquí está Una lluvia de versos para un hombre íntegro como un gesto recordatorio.
Las resonancias clásicas llenan este cuaderno con sabor a sonetos, romances, décimas y versos endecasílabos blancos. En todos sus recursos la presencia del poeta Vicente Cano está como incardinada en santo y seña de una menesterosidad poética en torno a la cual los poetas amigos se calientan como en una fogata de interés por la Literatura.
El poeta comienza como atraído por los versos del autor celebrado: “Meciéndome en tus versos me he dormido; / pues quedeme saciado en gran medida, / mi mente se encontraba deshambrida / y tu fardel de estrofas la ha nutrido.”
El elogio del calor que da la obra del autor desaparecido está presente siempre: “Vicente: Estoy seguro que los trigos / de tu troje antológico son buenos...” Pero Mejías Sánchez-Cambronero no sólo recuerda la significación poética de Vicente Cano, sino también circunstancias íntimas como por ejemplo la de la operación oftalmológica; además, nunca falta la nostalgia de su valía poética para aliento de otros poetas: “Se ha apagado la llama de tu hoguera / cuando mayor calor estabas dando; / y aunque leña en la hacina iba quedando / se ahoga la combustión de tu madera.”
Las estrofas de arte menor se prestan más a la fluidez versal y el poeta hace gala de ello en unas décimas llenas de galanura, en las que el ritmo refleja con más inmediatez el drama de vivir, referido, este caso, a su amigo: “Con su guadaña la muerte / a traición te sorprendió, / te hubo segado del surco / sin darnos una razón / del por qué cortar la mies / estando en pleno verdor / cuando la espiga granaba / libre ya de su zurrón / haciendo harina en su vientre, / grano a grano a pleno sol...”
Hay un detalle de delicadeza en la penúltima sección, en la que hace a un elogio de Teresa, la esposa y continuadora de la obra de Vicente Cano, todo como una señal de la semilla dejada por el poeta entre los que le recuerdan. Acaba su obra laudatoria con una epístola -no necesariamente en tercetos encadenados- en la que el espíritu de la Revista MANXA sigue vivo y pujante. Qué mejor homenaje a quien fue su mantenedor.
Escrita con un lenguaje realista y un talante tradicional, lejos de todo experimentalismo lingüístico, esta entrega poética recuerda justamente a un hombre que fue referencia durante años de una labor literaria que no se debe olvidar. Y aquí está Una lluvia de versos para un hombre íntegro como un gesto recordatorio.
Como homenaje, y a modo de elegía al poeta manchego Vicente Cano, precedida de unas palabras encomiásticas por parte de Santiago Romero de Ávila, esta entrega poética consta de cinco partes, cada una de ellas introducida por una cita del autor homenajeado, alma que fue del Grupo literario Guadiana.
Las resonancias clásicas llenan este cuaderno con sabor a sonetos, romances, décimas y versos endecasílabos blancos. En todos sus recursos la presencia del poeta Vicente Cano está como incardinada en santo y seña de una menesterosidad poética en torno a la cual los poetas amigos se calientan como en una fogata de interés por la Literatura.
El poeta comienza como atraído por los versos del autor celebrado: “Meciéndome en tus versos me he dormido; / pues quedeme saciado en gran medida, / mi mente se encontraba deshambrida / y tu fardel de estrofas la ha nutrido.”
El elogio del calor que da la obra del autor desaparecido está presente siempre: “Vicente: Estoy seguro que los trigos / de tu troje antológico son buenos...” Pero Mejías Sánchez-Cambronero no sólo recuerda la significación poética de Vicente Cano, sino también circunstancias íntimas como por ejemplo la de la operación oftalmológica; además, nunca falta la nostalgia de su valía poética para aliento de otros poetas: “Se ha apagado la llama de tu hoguera / cuando mayor calor estabas dando; / y aunque leña en la hacina iba quedando / se ahoga la combustión de tu madera.”
Las estrofas de arte menor se prestan más a la fluidez versal y el poeta hace gala de ello en unas décimas llenas de galanura, en las que el ritmo refleja con más inmediatez el drama de vivir, referido, este caso, a su amigo: “Con su guadaña la muerte / a traición te sorprendió, / te hubo segado del surco / sin darnos una razón / del por qué cortar la mies / estando en pleno verdor / cuando la espiga granaba / libre ya de su zurrón / haciendo harina en su vientre, / grano a grano a pleno sol...”
Hay un detalle de delicadeza en la penúltima sección, en la que hace a un elogio de Teresa, la esposa y continuadora de la obra de Vicente Cano, todo como una señal de la semilla dejada por el poeta entre los que le recuerdan. Acaba su obra laudatoria con una epístola -no necesariamente en tercetos encadenados- en la que el espíritu de la Revista MANXA sigue vivo y pujante. Qué mejor homenaje a quien fue su mantenedor.
Escrita con un lenguaje realista y un talante tradicional, lejos de todo experimentalismo lingüístico, esta entrega poética recuerda justamente a un hombre que fue referencia durante años de una labor literaria que no se debe olvidar. Y aquí está Una lluvia de versos para un hombre íntegro como un gesto recordatorio.
Escrito en tierra
Francisco
Mena Cantero
Ediciones Vitrubio, 2008
Ediciones Vitrubio, 2008
Madrid
Nueva entrega poética de Francisco Mena
Cantero, al que ya hemos reseñado en este mismo apartado tanto por su Antología
como por El pájaro y su vuelo.
Decíamos en el comentario del último libro que “Frente al hecho diacrónico de la creación, o sea, tomada como un todo, hay que tener en cuenta el hecho sincrónico, un segmento de ella en el tiempo”. Y ello nos lo avisan los siguientes versos como santo y seña del tema que desarrolla después: “Comienza el día/ en el incendio repetible/ de ni siquiera pronunciarse./ Calla la soledad./ Hay multitud de resplandores/ en esta vida que despierta. /He cerrado la puerta de mi casa/ y, alienado de mí, contemplo/ el entusiasmo universal/ de la naturaleza, / y hasta percibo otro hombre/ infundiendo su espíritu y su voz/ como si de otra creación/ hoy se tratara”.
Mena Cantero retrocede desde una experiencia de la ciudad a la visión de la sencillez con la complicidad de la naturaleza genuina, que ayuda a contemplar el paso del tiempo y la concurrencia de los elementos —como en su libro El pájaro y su vuelo—. En la segunda parte el poeta vuelve a sus orígenes: la búsqueda del hombre auténtico, como si fuera una indagación heideggeriana sobre hasta dónde ha de llegar la desnudez de todo el bagaje de circunstancias de las que nos provee inevitablemente la vida.
Poesía de la meditación que va más allá de las servidumbres ambientales, recuperación de lo natural, aquello a lo que está unido el poeta como una memoria que reaparece, como un Guadiana, en la complejidad de la vida moderna: ”Recordar es un goce que restaña / las crueles heridas de los días, / si aceptamos que el sino / no es de la vida su derrumbe / ni el tributo mortal / que ya estamos pagando”.
Mena Cantero no renuncia a la esperanza, a pesar de la amenaza de todo lo que nos circunda en estos tiempos, si bien con un deje que se presta a una interpretación trascendente: “Volveré/ como la claridad desciende desde arriba,/ dijiste. Desde entonces/ este inmenso vacío se ha llenado/ del agua de tu espera”. Ese vacío no lo es realmente si está lleno, o se va llenando con nuestro anhelar sin renuncia, de un signo con luz de parábola: “Aún crecen sin embargo/ las flores y la siembra”. Eso significa, retrocediendo a cuatro poemas anteriores, que no hay abandono de nuestro hábitat temporal, aunque lo parezca: “Este sitio es trozo, si olvidado,/ donde mantiene Dios/ el mundo entre sus manos”. Puede que esa confianza sea la escritura de Dios en la tierra, ya precedida por la cita evangélica del frontispicio del poemario, de la que no se sabe qué fue lo que realmente se escribió, pero el poeta da una interpretación casi jubilosa de ella.
La escritura del libro está en ese estilo medio que caracteriza a la poesía de Mena Cantero; o sea, sin deslumbramiento de imágenes, pero tampoco deudor de la poesía social, teniendo en cuenta que es un libro que está entre lo lírico -sus experiencias personales- y lo épico cotidiano -la lucha contra la inautenticidad a que nos somete la prisa y el abigarramiento de la vida actual-.
Decíamos en el comentario del último libro que “Frente al hecho diacrónico de la creación, o sea, tomada como un todo, hay que tener en cuenta el hecho sincrónico, un segmento de ella en el tiempo”. Y ello nos lo avisan los siguientes versos como santo y seña del tema que desarrolla después: “Comienza el día/ en el incendio repetible/ de ni siquiera pronunciarse./ Calla la soledad./ Hay multitud de resplandores/ en esta vida que despierta. /He cerrado la puerta de mi casa/ y, alienado de mí, contemplo/ el entusiasmo universal/ de la naturaleza, / y hasta percibo otro hombre/ infundiendo su espíritu y su voz/ como si de otra creación/ hoy se tratara”.
Mena Cantero retrocede desde una experiencia de la ciudad a la visión de la sencillez con la complicidad de la naturaleza genuina, que ayuda a contemplar el paso del tiempo y la concurrencia de los elementos —como en su libro El pájaro y su vuelo—. En la segunda parte el poeta vuelve a sus orígenes: la búsqueda del hombre auténtico, como si fuera una indagación heideggeriana sobre hasta dónde ha de llegar la desnudez de todo el bagaje de circunstancias de las que nos provee inevitablemente la vida.
Poesía de la meditación que va más allá de las servidumbres ambientales, recuperación de lo natural, aquello a lo que está unido el poeta como una memoria que reaparece, como un Guadiana, en la complejidad de la vida moderna: ”Recordar es un goce que restaña / las crueles heridas de los días, / si aceptamos que el sino / no es de la vida su derrumbe / ni el tributo mortal / que ya estamos pagando”.
Mena Cantero no renuncia a la esperanza, a pesar de la amenaza de todo lo que nos circunda en estos tiempos, si bien con un deje que se presta a una interpretación trascendente: “Volveré/ como la claridad desciende desde arriba,/ dijiste. Desde entonces/ este inmenso vacío se ha llenado/ del agua de tu espera”. Ese vacío no lo es realmente si está lleno, o se va llenando con nuestro anhelar sin renuncia, de un signo con luz de parábola: “Aún crecen sin embargo/ las flores y la siembra”. Eso significa, retrocediendo a cuatro poemas anteriores, que no hay abandono de nuestro hábitat temporal, aunque lo parezca: “Este sitio es trozo, si olvidado,/ donde mantiene Dios/ el mundo entre sus manos”. Puede que esa confianza sea la escritura de Dios en la tierra, ya precedida por la cita evangélica del frontispicio del poemario, de la que no se sabe qué fue lo que realmente se escribió, pero el poeta da una interpretación casi jubilosa de ella.
La escritura del libro está en ese estilo medio que caracteriza a la poesía de Mena Cantero; o sea, sin deslumbramiento de imágenes, pero tampoco deudor de la poesía social, teniendo en cuenta que es un libro que está entre lo lírico -sus experiencias personales- y lo épico cotidiano -la lucha contra la inautenticidad a que nos somete la prisa y el abigarramiento de la vida actual-.
Liturgia
de la voz abandonada
Enrique
Barrero Rodríguez
CajaSur,
2008
Córdoba
Recibo un pequeño libro de sonetos de Enrique Barrero
Rodríguez (Sevilla, 1969), poeta al que ya conocía epistolarmente, y al que
tuve la fortuna de conocer en persona cuando vino a la Isla de San Fernando a
recoger en octubre pasado el premio del Círculo de Artes y Oficios en el
centenario Casino.
Si nos atenemos a los antecedentes del soneto como ballesta para lanzar los dardos emocionales en materia religiosa, acuden a nuestra mente autores de buen tino en la diana de la convicción: Blas de Otero y Javier de Bengoechea, además de otros poetas y poetisas que en los años cincuenta casi agotaron un filón de religiosidad literaria de época.
Enrique Barrero escribe en otros tiempos en los, como bien nos da a entender el título de su libro, el tema de Dios está como sacado de un desván. Hemos de aceptar que un tema profundo nacido de un anhelo íntimo de búsqueda y compenetración, no repara en el cómo sino en el qué. El poeta se inclina deliberadamente por el significado sin que le preocupen los matices del significante. El contenido predomina sobre la preocupación del lucimiento lingüístico.
Los treinta y cinco sonetos están escritos “desde el corazón”. En ningún momento el autor intenta seducir al lector con rasgos innovadores dentro de la estructura cerrada que es esa estrofa. La actitud del autor ante el tema determina el planteamiento que va a desarrollar. La postura del poeta ante el tema es de la menesterosidad del hombre ante lo trascendente, entre la adhesión afectiva, la búsqueda de explicaciones con interrogaciones retóricas, tan propias de la poesía religiosa, así como la inmanencia de Dios en la naturaleza humana y en el mundo. La visión de un Dios personalista inscribe esta poesía en un contexto católico en el que el pesimismo queda muy delimitado por una fe expectante y llena de confianza hasta la familiaridad; de modo que considero Liturgia de la voz abandonada como un desagravio valiente en un mundo actual en el que valores fugaces eclipsan —inútilmente— un problema radical como es el del sentido de la vida y su finalidad. Siempre habrá poetas que reivindiquen ese derecho a la libertad de pensamiento en tema tan minoritario hoy día. Barrero Rodríguez no renuncia en ningún momento a dirigirse a Dios como lo hiciera un místico de nuestro Siglo de Oro: con tono afectivo. (Recuérdese el famoso soneto: “No me mueve mi Dios para quererte...”).
Sabemos que el soneto es una estructura cerrada que necesita de un cierre perfecto para que sea convincente en el lector. Y eso lo tiene previsto el poeta, de manera que, a la fluidez de la exposición, sobreviene un cierre acertado, como ocurre en el soneto que abre el poemario, a mi ver, buena carta de presentación: ”Mi lucha, mi verdad, mi Dios cercano,/dulce Señor del tiempo y de la herida/escribe los renglones de mi vida/con el pulso invisible de tu mano./Mira que se hace el yugo cotidiano/ y dispone la angustia su embestida./Mira que viene el tiempo, ya sin brida,/ y es hoy presente lo que ayer lejano./ Claro Señor del alba y de la bruma,/borra en lienzos de mar y blanca espuma/esta oración escrita sobre arena./Que sepa, cuando acabe mi camino,/que si abriste tu pecho a mi destino,/por tu amor existir valió la pena”.
Otra cualidad del verso de Barrero Rodríguez es su cuidado de no abusar del encabalgamiento, en gran medida suave, lo que le da al poema un cierto ritmo de serenidad e intimismo gustoso en lo que podríamos considerar una oración, que es en el fondo este ejercicio literario. La lectura del primero nos hace concebir ilusión acerca de los siguientes que se suceden. Elegir uno u otro sería laborioso, ya que el poeta adopta para los treinta y cuatro restantes el mismo compás de diseño en cuanto a distribución de elementos gramaticales dentro de las estrofas.
Como ya observamos a su libro Fe de vida, en anterior reseña, en este otro Enrique Barrero también se sirve de un lenguaje realista sin ánimo de innovación, pero muy cuidado para que su lectura no nos haga mirar sin querer hacia el pasado poético.
Si nos atenemos a los antecedentes del soneto como ballesta para lanzar los dardos emocionales en materia religiosa, acuden a nuestra mente autores de buen tino en la diana de la convicción: Blas de Otero y Javier de Bengoechea, además de otros poetas y poetisas que en los años cincuenta casi agotaron un filón de religiosidad literaria de época.
Enrique Barrero escribe en otros tiempos en los, como bien nos da a entender el título de su libro, el tema de Dios está como sacado de un desván. Hemos de aceptar que un tema profundo nacido de un anhelo íntimo de búsqueda y compenetración, no repara en el cómo sino en el qué. El poeta se inclina deliberadamente por el significado sin que le preocupen los matices del significante. El contenido predomina sobre la preocupación del lucimiento lingüístico.
Los treinta y cinco sonetos están escritos “desde el corazón”. En ningún momento el autor intenta seducir al lector con rasgos innovadores dentro de la estructura cerrada que es esa estrofa. La actitud del autor ante el tema determina el planteamiento que va a desarrollar. La postura del poeta ante el tema es de la menesterosidad del hombre ante lo trascendente, entre la adhesión afectiva, la búsqueda de explicaciones con interrogaciones retóricas, tan propias de la poesía religiosa, así como la inmanencia de Dios en la naturaleza humana y en el mundo. La visión de un Dios personalista inscribe esta poesía en un contexto católico en el que el pesimismo queda muy delimitado por una fe expectante y llena de confianza hasta la familiaridad; de modo que considero Liturgia de la voz abandonada como un desagravio valiente en un mundo actual en el que valores fugaces eclipsan —inútilmente— un problema radical como es el del sentido de la vida y su finalidad. Siempre habrá poetas que reivindiquen ese derecho a la libertad de pensamiento en tema tan minoritario hoy día. Barrero Rodríguez no renuncia en ningún momento a dirigirse a Dios como lo hiciera un místico de nuestro Siglo de Oro: con tono afectivo. (Recuérdese el famoso soneto: “No me mueve mi Dios para quererte...”).
Sabemos que el soneto es una estructura cerrada que necesita de un cierre perfecto para que sea convincente en el lector. Y eso lo tiene previsto el poeta, de manera que, a la fluidez de la exposición, sobreviene un cierre acertado, como ocurre en el soneto que abre el poemario, a mi ver, buena carta de presentación: ”Mi lucha, mi verdad, mi Dios cercano,/dulce Señor del tiempo y de la herida/escribe los renglones de mi vida/con el pulso invisible de tu mano./Mira que se hace el yugo cotidiano/ y dispone la angustia su embestida./Mira que viene el tiempo, ya sin brida,/ y es hoy presente lo que ayer lejano./ Claro Señor del alba y de la bruma,/borra en lienzos de mar y blanca espuma/esta oración escrita sobre arena./Que sepa, cuando acabe mi camino,/que si abriste tu pecho a mi destino,/por tu amor existir valió la pena”.
Otra cualidad del verso de Barrero Rodríguez es su cuidado de no abusar del encabalgamiento, en gran medida suave, lo que le da al poema un cierto ritmo de serenidad e intimismo gustoso en lo que podríamos considerar una oración, que es en el fondo este ejercicio literario. La lectura del primero nos hace concebir ilusión acerca de los siguientes que se suceden. Elegir uno u otro sería laborioso, ya que el poeta adopta para los treinta y cuatro restantes el mismo compás de diseño en cuanto a distribución de elementos gramaticales dentro de las estrofas.
Como ya observamos a su libro Fe de vida, en anterior reseña, en este otro Enrique Barrero también se sirve de un lenguaje realista sin ánimo de innovación, pero muy cuidado para que su lectura no nos haga mirar sin querer hacia el pasado poético.
El
tiempo en los labios
Víctor
Jiménez
Renacimiento, 2009
Renacimiento, 2009
Sevilla
Después de los Novísimos, la poesía del intimismo tomó
de nuevo auge y el tema de la sentimentalidad reverdeció hasta dar buenos
frutos en distintos libros de poemas que han ido de la hondura a la anécdota.
Precisamente esta vertiente ha ganado quilates en muchos poetas que han aunado
esa realidad, depurada de cualquier realismo social o ribetes decimonónicos
neorrománticos, con la elegancia del verso sometido a una métrica de verso
blanco, o bien con algunas composiciones rimadas, como en este caso que nos
ocupa.
La poesía lírica de Víctor Jiménez, del que ya hicimos en esta misma sección una reseña a su Taberna inglesa, está en esa tendencia de poesía que busca en los entresijos de la conciencia la revalorización de la memoria, como dice su prologuista Fernando Guzmán Simón. Un ejemplo de ese tema lo tenemos en el poema que da entrada al libro y del que son una clave estos versos: “Hoy, sentado en el íntimo umbral de cada tarde, / bajo el cielo aterido y tordo de noviembre, / para olvidar que el tiempo también tiene su prisa, / en las cálidas olas del ayer mis ojos hundo...”
La introspección siempre ha sido un recurso esencial del poeta. En este caso, Víctor Jiménez incluye en el álbum de sus vivencias poetizables algunas que pueden parecer triviales como “Las agujas del tiempo” y “El poeta circula hacia el ocaso”, o bien el poema de tono casi conversacional como “Cuando anochece” en contraste con el rigor de autoanálisis de “El poeta”, o “Desesperanza”, en que la vibraciones poéticas son de más fuste: “Desde que la palabra adiós es una herida / abierta en mi esperanza por tus labios, / adicto a la amargura me confieso. / Amigo de la niebla y de la lluvia. / Compañero leal de la hojarasca. / Nunca una flecha regresó a su arco.”
Una veta de romanticismo atenuado y con colorido urbano atraviesa la poesía de este libro como una agenda sin fechas de idas y venidas por la experiencia diaria. Los lugares comunes están salvados gracias a un oficio que se deja ver como una estructura básica sobre la que se asienta un corpus de historias no necesariamente hilvanadas por un argumento veladamente novelesco.
El poeta, fiel a una tradición andaluza que quiere fundir lo vivido con lo imaginario, sin olvidar el aparato retórico puesto al día heredado de pasadas generaciones, no desdeña el verso de arte menor, del que aquí hay buenas muestras entre la contención y el recreo en la propia intimidad: “Como buque en la niebla, / navego en el pasado / y en sus sombras me hundo / ahora, muy despacio, / hasta encontrar al niño / de apenas quince años / que sin darse ni cuenta / se fue haciendo muchacho, / que acaba de estrenar / los besos, el encanto / de la noche... Ya sabes, / el tiempo entre los labios...”
El poemario oscila entre la sobriedad y el intenso colorismo, atmósfera de elegía y entusiasmo vital que se reviste de una melancolía literaria bien llevada hasta la consumación del poema, como fragmento a fragmento de una vida que se sumerge en lo temporal sin horizontes trascendentes (al menos, definidos), pero con un fondo de “cántico de luz que entre las sombras / disipe con sus haces esta niebla / y alumbre con su voz mi noche oscura".
La poesía lírica de Víctor Jiménez, del que ya hicimos en esta misma sección una reseña a su Taberna inglesa, está en esa tendencia de poesía que busca en los entresijos de la conciencia la revalorización de la memoria, como dice su prologuista Fernando Guzmán Simón. Un ejemplo de ese tema lo tenemos en el poema que da entrada al libro y del que son una clave estos versos: “Hoy, sentado en el íntimo umbral de cada tarde, / bajo el cielo aterido y tordo de noviembre, / para olvidar que el tiempo también tiene su prisa, / en las cálidas olas del ayer mis ojos hundo...”
La introspección siempre ha sido un recurso esencial del poeta. En este caso, Víctor Jiménez incluye en el álbum de sus vivencias poetizables algunas que pueden parecer triviales como “Las agujas del tiempo” y “El poeta circula hacia el ocaso”, o bien el poema de tono casi conversacional como “Cuando anochece” en contraste con el rigor de autoanálisis de “El poeta”, o “Desesperanza”, en que la vibraciones poéticas son de más fuste: “Desde que la palabra adiós es una herida / abierta en mi esperanza por tus labios, / adicto a la amargura me confieso. / Amigo de la niebla y de la lluvia. / Compañero leal de la hojarasca. / Nunca una flecha regresó a su arco.”
Una veta de romanticismo atenuado y con colorido urbano atraviesa la poesía de este libro como una agenda sin fechas de idas y venidas por la experiencia diaria. Los lugares comunes están salvados gracias a un oficio que se deja ver como una estructura básica sobre la que se asienta un corpus de historias no necesariamente hilvanadas por un argumento veladamente novelesco.
El poeta, fiel a una tradición andaluza que quiere fundir lo vivido con lo imaginario, sin olvidar el aparato retórico puesto al día heredado de pasadas generaciones, no desdeña el verso de arte menor, del que aquí hay buenas muestras entre la contención y el recreo en la propia intimidad: “Como buque en la niebla, / navego en el pasado / y en sus sombras me hundo / ahora, muy despacio, / hasta encontrar al niño / de apenas quince años / que sin darse ni cuenta / se fue haciendo muchacho, / que acaba de estrenar / los besos, el encanto / de la noche... Ya sabes, / el tiempo entre los labios...”
El poemario oscila entre la sobriedad y el intenso colorismo, atmósfera de elegía y entusiasmo vital que se reviste de una melancolía literaria bien llevada hasta la consumación del poema, como fragmento a fragmento de una vida que se sumerge en lo temporal sin horizontes trascendentes (al menos, definidos), pero con un fondo de “cántico de luz que entre las sombras / disipe con sus haces esta niebla / y alumbre con su voz mi noche oscura".
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