Hay quien ha tenido nostalgia de cuando vivía en un patio, después de habitar ya en un piso con retrete, cocina y lavadero propios.
¿De dónde viene esta nostalgia? Más de uno que me encontré, ya entrados los años ochenta y recordando fechas devoradas por los almanaques, contaba con ingenua alegría su evocación sacada de un escondrijo de la memoria, girando la mirada hacia los años de cuando niño, y me describía cómo, al llegar la navidad, una vecina compartía con los demás vecinos, como un gesto de buena convivencia, unas tortitas que ella había frito.
Mucho podían en él esos cuadros idílicos de los momentos saturados de olor a esas tortas de nochebuena bautizadas con la copa de anís y el cacareo del pavo, si lo había, pues las pesetillas de esos tiempos no daban para mucho festejo de cocinas y choque de copitas de fiesta con pandereta y matraca; celebración que en muchas casas pasaba por debajo de la puerta.
Claro es que en el individuo puede más la poesía que la fea realidad vivida en los años infantiles, y eso le da la razón al poeta Rainer María Rilke al decir que la verdadera patria del hombre está en la infancia.
Sin embargo, muchas vecinas soñaban con tener un cuartito de baño, una lavadora y una cocina de petróleo que desterrara el anafe y el carbón al olvido, y así celebrar una nochebuena en casa con los íntimos cada familia, aunque no tuvieran que salir fuera, al intemperie del patio, para entonar fragmentos de villancicos como el del “Beben y beben” en compañía de gente a la que veía a diario y con la que, a lo mejor, días antes habían tenido una trifulca por culpa de los puñeteros niños traviesos que se peleaban entre sí.
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