Con motivo del próximo día de los difuntos, recordemos estos artículos con un tema que nunca pierde actualidad.
¿DÓNDE ESTÁN NUESTROS DIFUNTOS? (Artículos aparecidos en el diario
San Fernando Información,
de la Isla de San Fernando (Cádiz)
de 31-X-2003 a 27-II-2004)
¿CULTO A LOS MUERTOS? (I)
Se sabe que el enterramiento de los muertos fue uno de los primeros rasgos de los varios que caracterizaron los albores del homínido en esa curiosa transición a la humanidad tal y como la conocemos hoy. ¿Qué sentimiento motivó este acto entrañable entre los de continua y sangrienta hostilidad entre tribus e individuos entre sí? Tratados innúmerables de sociología se han escrito para desentrañar tal incógnita, que es, junto al amor y la paternidad, el anuncio de una madurez propiciadora de la civilización.
A todos se nos viene a la mente un clásico famoso del tema. Se trata del Libro egipcio de los muertos. Es un conjunto de papiros en los que se conservan los ritos funerarios de los antiguos egipcios. El cuerpo del volumen es un vasto monólogo que el difunto se dirige a sí mismo como a las entidades supraterrenas. Aquí no entraremos en detalles. Seguiremos con la intención que nos lleva, como dice el título del artículo, a preguntarnos si en ese acto piadoso hacia los muertos hay efectivamente un culto de negación a perder el difunto o bien una convicción de que el difunto exhala un alma que vive en otra dimensión. La obra anteriormente citada opta por esta última creencia.
Pero esto no ocurre así en muchos dolientes a los que vemos en ida y venida al cementerio como si velando los restos de un difunto propio continuaran poseyéndolo. Sabido es que en otras civilizaciones los familiares van al camposanto como a un romería llevando frutos como si el fallecido participara de ese esfuerzo de los vivos para negar la muerte. Tenemos el caso de ciertas costumbres mexicanas vistas en reportajes de televisión, y que no son las únicas. Evidentemente hay un residuo pagano en esta actitud que subsiste en las almas que no han meditado sobre la utilidad de esa ceremonia, que nada tiene que ver con la misa católica, consciente ésta de que se pide por el alma del difunto, con el fin de que encuentre en su viaje por el trasmundo, mediante la misericordia divina, ánimas benditas que le ayuden en su itinerario hacia la Luz definitiva, como es el caso de lo que se dice en el Libro egipcio de los muertos.
Que el protestantismo niegue la inutilidad de las oraciones por los difuntos no reduce en nada el deseo de un doliente protestante en lo que se refiere a anhelar para su fallecido un descanso eterno en el seno de Dios.
Incluso una iglesia de índole intelectual como es la Iglesia Católica Liberal, nacida de la reforma de los viejos católicos, y tan próxima a la Teosofía, considera positiva la oración por un ser querido que se pierde en las brumas de lo trascendente. Si analizamos desde el punto de vista humano esta íntima aspiración, comprendemos que ello es consustancial a la condición humana. El rito de las preces (y en el caso católico, el sacrificio de la Misa), es una etapa reflexiva y superior al primitivo culto a los muertos, que, a pesar de su folclorismo en ciertos lugares, denota un reiterado intento a no renunciar a la pérdida de los seres amados. De este amor ha nacido la fe en que de una u otra manera "no todo se pierde", como dice el tópico popular, y el realismo pragmático de la incredulidad o la indiferencia es una ruptura con ese hilo conductor que empieza en nuestro sentimiento de doliente y acaba en el Misterio de la unidad eterna y final del Amor. Después de todo, quién sabe.
¿DÓNDE ESTÁN NUESTROS DIFUNTOS? (II)
En la pluralidad de opiniones que caracteriza actualmente a nuestra sociedad, esta pregunta puede tener más de una respuesta. Más de dos o más respuestas habría que decir. En conjunto, la sociedad española se inclina por la creencia de que nuestros difuntos están en uno de los tres estados —que no sitios— que la religión católica ha definido dogmáticamente y que el presbítero Enrique Pardo Fuster expone en un libro, relativamente reciente, titulado La vida en el más allá.
Los tres estados—infierno, purgatorio y gloria—, que el protestantismo reduce a dos eliminando el purgatorio (sin tener en cuenta aquellas palabras dichas por Jesús en Mateo, 5, 26: "De allí no saldrás hasta que no hayas pagado el último céntimo", metáfora elocuentísima que da esperanza para concebir el segundo estado), son perfectamente correlativos y están en consonancia con la lógica de la vida en la escala de maldades y bondades. Otro ejemplo (Mateo, 18,30), que también puede servir para conjeturar la existencia del purgatorio (contra la negación protestante): "Y le hizo encerrar en la prisión hasta que pagara la deuda".
En el mundo clásico, que es como decir en las religiones de las culturas mediterráneas, existia el Amenti egipcio, el Hades griego y el sheol hebreo. Era un estado en que las almas vagaban por valles tristes o siniestros, dependiendo de la experiencia acumulada por ella en la tierra. Incluso se admitía un estado de alma deambulando sin norte por las tinieblas de la inconsciencia. Para las más elevadas estaban los Campos Elíseos, en los que una mayor lucidez y una pureza de costumbres adquiridas en la existencia terrena, le propiciaban una proximidad a la vida de los dioses (¿podríamos en el cristianismo traducir por escalas angélicas?). En algunos casos, para tocar estas alturas gloriosas se necesitaba la llamada iniciación, llevada a cabo a través de diversos rituales que facilitaban a los aspirantes el paso a un nivel mayor de espiritualidad.
Por supuesto que la reencarnación era una creencia común en todos esos pueblos en el Mundo Antiguo. En Mateo, 16, 13-14 y en Marcos, 8, 27-28 Pregunta Jesús: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?". Ellos contestaron: "Unos dicen que eres Juan el bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o algunos de los profetas". Esto, independientemente de que Jesús estuviera o no de acuerdo con esa especulación de sus interpelados, reproduce a las claras cómo este tema estaba candente en la sociedad de entonces.
La Teosofía ha tratado este tema con máxima escrupulosidad y en las obras de Arthur Powell el mencionado asunto está expuesto con lujo de detalles; ahora bien, la estratificación del peregrinaje del alma hacia otras regiones coincide con la mostrada por la Iglesia, con la diferencia de la terminología.
Sea como fuere, todas las iglesias y doctrinas pitagóricas dan una esperanza frente al atomismo. El atomismo de Leucipo, Demócrito, Epicuro y Lucrecio argumentaba que estamos compuestos de átomos y que éstos perecen todos después de la muerte. Modernamente el biólogo francés Jacques Monod renovaba esta teoría apoyándose en el evolucionismo. Pero, ¿hemos de perder la esperanza en la inmortalidad de nuestros difuntos? En el próximo artículo continuaremos dilucidando este tema que nos concierne a todos.
¿DÓNDE ESTÁN NUESTROS DIFUNTOS? (y III)
Escribía el poeta mexicano Amado Nervo: "No todos los muertos contemplan a Dios./ ¿Tú piensas que basta morir para ver/ese gran misterio del que vas en pos?" Incluso una lógica de para andar por casa nos asegura que quien en vida no tiene interés por los niveles superiores e intuitivos del espíritu, después de muerto tendrá conciencia solamente de lo que se ha llevado de su existencia temporal. Quien haya vivido de frivolidades, ambiciones, gulas, avaricia, lujuria, envidia, crímenes y otras pasiones vinculantes a la tierra, en el despertar de su conciencia postmortem sentirá como en un umbral de intenciones esa apetencia que las religiones han insertado en infierno (etimológicamente `lugares bajos`) y purgatorio para quienes han experimentado en vida periódicas o definitivas ansias de cambio de conducta. La Doctrina Secreta habla de siete planos. Hay un libro escalofriante de Arthur Powell titulado El plano astral, en se que da una descripción detallada de estas postrimerías.
La mentalidad popular tiende a apelar a la misericordia divina para quienes ni siquiera creían en una vida trascendente o para quienes cifraban todos sus intereses en este mundo. Pues bien, ni incluso las personas de buena conducta que sienten desvelos por los suyos, como los casos dramáticos de madres y padres que se angustian por el porvenir de los hijos que dejan en el mundo, encuentran "la paz del Señor", a menos que las vibraciones espirituales vayan aflojando hasta quedar desvinculadas de la memoria de lo terreno.
Si echamos mano a un libro titulado Los muertos nos hablan del sacerdote francés François Brune (podríamos consultar muchos libros más, por ejemplo los que cita Brune al final de su obra), nos percataremos de cómo los muertos, en una primera etapa después de su defunción, no abandonan nuestro entorno y, merced a unos poderes espirituales que se manifiestan en la otra dimensión, tienen capacidad de revelar síntomas de supervivencia desde su nuevo estado, y que el cura y teólogo galo testimonia honestamente, según él, con grabación de voces de difuntos en cinta magnética, filmación de vídeo del más allá, así como otros fenómenos que la parapsicología usual ya ha tipificado como si fueran "temas clásicos" del asunto.
Este libro, como otros que tratan de esta delicada y fascinante materia, tiene una visión positiva de nuestro viaje a la otra orilla. Brune no cree en la reencarnación y cifra toda su esperanza en la presencia de un Ser luminoso tras el adentramiento de una zona en la que lo que había en nuestra vida temporal de profundo, limpio y noble se desarrolla debido a un clima propicio que pone a prueba, por otra parte, lo que de espiritual hemos sido capaces de acumular aquí. En suma, nos llevamos al más allá lo que hemos acumulado en nuestro haber de experiencias decisivas.
¿Dónde están nuestros difuntos, a tenor de esta teoría nada descabellada, sino por lo contrario, sensata y plausible si aceptamos que en nuestra insondable intimidad hay potencialidades de las que no somos conscientes y de las que la llamada "ciencia extrasensorial" nos pone en sobre aviso?
Si, como decía el poeta, no todos los muertos han llegado a contemplar a Dios
( o sea, participar de la amplitud del conocimiento en pos de la Verdad, del amor universal y la sed de Vida eterna), ¿qué podemos hacer por ellos para que se acerquen a esa órbita privilegiada? La Iglesia católica aconseja el rezo por sus almas, como si la concentración de nuestra mente y la invocación a Dios y a sus fuerzas intermediarias pudieran ayudar a quienes lo esperan en el reino invisible. Después de todo, ¿no es una esperanza?
¿Y QUÉ HAY DESPUÉS?
Parece que nuestra negativa a perder a nuestros difuntos nos impeliese imperiosamente a rezar por ellos; incluso, como en el caso de los distintos esoterismos, a creer que están en planos de la mente muy superiores a los de la tierra, interferida nuestra mente en tal caso por las necesidades inexorables del cuerpo.
Estamos acostumbrados a una visión simplista del más allá y nos imaginamos a las almas de los desencarnados como ascendiendo entre nimbos soleados de cuadros del Barroco. Sin embargo, la percepción de los videntes nos proporcionan con más sensatez un proceso complejo que reseñaremos brevemente, por lo que tiene de curioso y, para algunos, tal vez de pintoresco. Dice la Enciclopedia iniciática mínima de M. Saurina Mateu que la muerte aparece como un progresivo abandono de los principios que lo animan: cuerpos etérico y astral. Los sentidos se van perdiendo lentamente desde el de la vista, que es el primero hasta el oído, que es el último. La energía vital se retira de los nervios psíquicos hasta desaparecer por la coronilla, la respiración cesa y la vida se extingue.
Aunque el organismo físico esté clínicamente muerto (y aun enterrado), la conciencia y el cuerpo vital siguen unidos a él mediante el llamado "cordón plateado". Por su parte, Javier Parra Alvarez, en su obra La reencarnación dice que, según la tradición iniciática, durante tres días el espíritu del fallecido puede visitar todos los puntos de la tierra que desee visitar. Puede acompañar incluso a su propio cortejo fúnebre, como acontece con frecuencia. Puede aparecerse asimismo, sea en sueños, sea en estado de vigilia, a algunos de sus familiares.
Es entonces cuando, tras la pérdida del cuerpo físico, nuestro cuerpo mental funciona exclusivamente con los deseos, que vinculan al difunto con los referentes del mundo que ha dejado. Tiene que acostumbrarse —en algunos casos con grandes dificultades y sufrimientos, debido al arraigo que haya tenido con los objetos de sus pasiones terrenales— al plano llamado astral, constituido por una materia mucha más fluida que la física, en la que se ha de desenvolver la voluntad en una ardua tarea de adaptación. (Se advierte que esta exposición a grandes líneas se autolimita y prescinde de rasgos minuciosos, que son importantísimos.) Nuestra estancia en el mundo astral —el purgatorio del catolicismo, el Amenti egipcio, el Hades griego, el Sheol hebreo— depende de las vibraciones con las que hayamos sobrecargado a nuestra mente en la vida temporal. Por eso la Iglesia, que sabía mucho de esto por las visiones de sus místicos, aconsejaba la vida ascética. Con ello el creyente se libraba de este plano astral y pasaba, después de su óbito, a un plano que la tradición iniciática llama el plano mental, compuesto de siete subplanos, en razón de la vocación en la tierra del alma, ya purificada. Las grandes ideas desinteresadas que mueven la evolución—el amor a la familia, la religión, el afán de ayudar a la humanidad y la cultura en todas sus manifestaciones— constituyen cuatro de los siete subplanos, los inferiores. En parte, es lo que las religiones llaman la vida celestial. Los otros tres, superiores, son para los místicos profundos, que han superado sus deudas psicológicas con los planos físicos, astrales y mentales inferiores. Son los subplanos que el Budismo llama Nirvana y la Iglesia describe como la Gloria, la máxima aproximación a lo divino.
¿Y QUÉ HAY DESPUÉS? (y II)
No podemos pormenorizar aquí esos detalles que los videntes y místicos han revelado acerca del más allá. Por supuesto que yo no reaccionaría como un escéptico. ¡Hay tantas cosas que ignoramos!...
De cualquier modo, es una visión moderadamente racional, legitimada por un común denominador: no podemos en "la otra dimensión" aspirar a un estado de paz y deleite en intuiciones elevadas si no las hemos deseado y esbozado en nuestras intenciones terrenales. Dios se convirtiría entonces en un ser justo que nos da a cada uno lo que merecemos por una ley ínsita de causa y efecto. Los siete subplanos de los deseos vinculadores al mundo —el plano astral, infierno en su parte ínfima y purgatorio en la más alta— deben de estar "superpoblados" ya que toda la Humanidad iría destinada a esos "lugares inmateriales", o sea, estados de conciencia. Tan sólo la gente de pureza de corazón y nobles ideales desinteresados optarían a los siete subplanos del plano mental o celestial, en el que la jerarquía angélica deja traslucir —de más a menos en la escala— la magnificencia de un Dios inaccesible.
Se preguntará el lector: ¿Para siempre ese estado de ida y venida como un ciclo de reencarnación-muerte-reencarnación en un peregrinaje por tantísimas vidas hasta no tener necesidad de renacer en la tierra por haber alcanzado la iluminación como el Buda?
La tradición iniciática está de acuerdo con ella. No se olvide que hasta el Concilio de Constantinopla del año 553 la Iglesia no la anatematizó. Hettie-Henriette Vedrine en su obra La Reencarnación y la vida eterna trae a colación citas de las sagradas escrituras y, de una manera especial, expone que Orígenes, padre de la Iglesia naciente, deja entrever su adhesión. Sin embargo, los cristianos gnósticos —creyentes ilustrados de educación griega— hicieron la siguiente consideración ya en los siglos II-III: "Pues bien, desde la venida del Salvador Jesús, la reencarnación ha cesado y se predica la fe en la remisión de los pecados..." Hipólito de Roma, Refutación de las herejías, VIII, 10.
La Iglesia, como se ve, no acepta que esos estados de conciencia sean transitorios, sino definitivos, a no ser su carácter de estado purgativo en quienes lo necesiten para la posterior visión beatífica, que no sería igual en todos los afortunados, sino que este privilegio tendría gradaciones en razón del nivel de santidad alcanzado en vida. Las palabras del cristiano gnóstico citadas por el obispo Hipólito darían apoyo a la Iglesia en su lucha contra los reencarnacionistas posteriormente, a pesar de que el episcopo las registró como denuncia a los que se habían desviado.
Lo cierto es que —para mi parecer— lo que no cabe, si aceptamos la inmortalidad del alma o como se llame, es pensar que Dios tenga predeterminado quién se salvará o condenará, como decía Calvino.
La doctrina reencarnacionista nos lo pone duro, pues en esta vida estamos laborando nuestro después y nuestra futura reencarnación con todas sus consecuencias negativas o positivas, según nuestra conducta. La Iglesia confiará, en última instancia, en la misericordia divina. Que el lector medite. ¿No merece la pena?
LA MUERTE Y LA MODERNIDAD
La frivolidad del mundo contemporáneo animada por los medios de comunicación de la imagen televisiva y el cine han condicionado ciertas actitudes ante la vida.
En otra época solamente teníamos la radio. Los entierros eran de carruajes de fúnebre pomposidad y la habitación donde permanecía el difunto era desnudada de cuadros y cortinajes, con pequeño altar funerario a un lado o enfrente del cadáver, velatorio y luego largos lutos... Eran años de carestía, de fiado en las tiendas, de remiendos y diteros. La visión de la vida estaba a tenor de como se vivía. Parece que el sufrimiento y la lucha ante los obstáculos propicia una concepción dramática de nuestro vivir, incluso marca con un sello de experiencia trágica ante la que no vale para nada una fe ingenua en la providencia del buen Dios, sino que más bien se da el fenómeno contrario, como en el soneto de Blas de Otero, el gran poeta lírico de la España de posguerra ("Basta.Termina, oh Dios de malmatarnos./O sí o no, déjanos precipitarnos/sobre Ti...").
En resumen, lo que vengo a decir es que las épocas moldean a las grandes masas como les es conveniente a los demagogos de la publicidad del momento. Ese demiurgo de las conveniencias empieza siendo el Tiempo mismo con sus crisis espirituales; luego vienen los avispados —políticos, cienestas, escritores, filósofos a ras de coyunturas históricas, artistas, modistos...— y entre todos, como en una rentable complicidad, determinan qué debe creer la gente, cómo debe comportarse, cómo debe vestir, cómo debe divertirse, qué debe ver en las pantallas, la pequeña y la grande...
La muerte se ha convertido en el trámite de desaparición legal de un cuerpo sin vida. Ya no tiene, por lo menos en amplios sectores de las muchedumbres, aquel trance patético que transformaba las vidas interiores de muchos dolientes. A juzgar por estas impresiones me pregunto: ¿Es que somos tan creyentes en el más allá hasta el punto de no darle importancia a esa estremecedora postrimería?
Por supuesto que esta interrogación no es la apropiada para nuestra época, para nuestro consumidor y acomodado Occidente que opta por un epicureísmo barato, un irrenunciable disfrute que inspira en el subconciente colectivo la idea de que goce y éxito son las dos consignas de la actualidad y se ríe de que " se están perdiendo los valores espirituales y morales".¿Se oye en la televisión comentarios en torno a esos valores que han regido durante siglos la vida o más bien se nos ametralla la atención con los dimes y diretes de gente insignificante envueltas en anécdotas a menudo inmorales? En una sociedad como ésta la muerte es un tema tabú al que ni siquiera se debe aludir.
No es de extrañar que la muerte de un ser querido e irreemplazable (como lo son casi todos los muertos) tenga en nuestros tiempos de mucho ajetreo, mucha televisión frívola, confort y ligereza de ideas una resonancia fácilmente neutralizable.
Cuando una sociedad carece de vida interior, se ha embotado y ya vive al día llegando a la vulgaridad, a la despersonalización y a la pérdida de la propia estima. El poeta Cavafis esperaba a que vinieran los bárbaros otra vez... ¡Pero los bárbaros ya están aquí llenando los televisores, la vida pública y los miedos que nos acechan, señor Cavafis!
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