lunes, 13 de abril de 2020

LA REPÚBLICA LITERARIA









Un día hablamos en este artículo de la fruición del poeta de provincias cuando su musa es sencilla y no se vuelve de espalda a los grupos de los grandes capitales por envidia y resabios. Quedamos en que este género de poetas es muy minoritario, pero que existe pese a que esté emborronado por otros muchos poetas que escriben desde las provincias sin más esperanza que la revista de su tertulia y su reiterado y frustrado envío de manuscritos a los certámenes. Menciono al poeta, pero también podríamos aludir al que trasmite por medio de la prosa sus ideas. Unos y otros ven cómo pasan los años y se suceden tertulias y revistas como si sus aspiraciones no fuesen más allá de una satisfacción menuda y para andar por casa. Están a la espera de un premio literario de resonancia -o no- y entonces acuden al periódico para que se entere toda la república de las Letras de la localidad.

Frente a esos islotes periféricos perdidos y lejanos en la bruma de ilusiones, a las que tienen derecho legítimo, tenemos a los grandes navegantes de su empresa literaria, en busca continua de puertos importantes donde atracar. Ellos ignoran voluntariamente a esas pequeñas islas y las dejan atrás envueltas en su neblina de medianía y en algunos casos de ricos y mal expresados mundos interiores.

Dejemos a un lado los símiles y descorramos valientemente los velos de una prudencia necesaria y tácita. Yo no sé si semejante política se debe la pobreza cultural de nuestro país, a su falta de sentido crítico verdadero e imparcial de los responsables en las publicaciones consideradas más serias o al inevitable aislacionismo del Homo lupus homini, propio de una selva donde impera la ley de la astucia y de su hija bastarda la influencia. La realidad es que todo ese incesante tráfago es despreciable a los ojos de un poeta joven y verdadero que un día percibe como por sorpresa ese enrarecimiento de una atmósfera que prometía transparencia.

Cualquier crítica a este ambiente de zarpazos y contubernios será tenido por despecho. Así, pues, existen también las etiquetas por parte de una policía literaria, naturalmente escondida entre los pliegues de complicidades circunstanciales y los grupos no definidos, pero actuantes bajo claves subliminales en el orden de los concursos y la acepción de nuevos "hermanos en la fraternidad", a los que se integran en la silenciada y amable ley del conjuro por medio de un rito de progresivos beneficios. A uno le extraña que buenos libros pasen desapercibidos y otros que ni siquiera merecen el canon de medianos sean objetos de salutaciones y bendiciones en extremo generosas; ahora bien, más adelante se cae en la cuenta de que esa inflación es una lógica consecuencia del sistema.

Sin embargo, estas anomalías se suceden porque no hay un público que sancione la calidad. En una corrida de toros o en un partido de fútbol la calidad está garantizada porque hay una "inmensa mayoría" a la que no se le puede engañar sub specie de amiguismos y elogios de iluminados e iluminadas. No ocurre así en la multiforme y delirante República de las Musas, en la que la consigna desacertada de aquel patriarca ("Para la minoría, siempre para la minoría") se convierte en manos de sus herederos en una fórmula oportunísima para el reparto de las vestiduras, incluso entre quienes nos sermonean con la "autenticidad" y la "coherencia" desde el púlpito de un Apolo que conoce bien las triquiñuelas de sus oficiantes y sonríe sarcástico por "lo bajini".

Es lástima que todavía vivamos en un país de «gañanes» y «arrieros», como diría Antonio Machado, visto desde las sutilezas de la República, ante los cuales los hijos más privilegiados de las Musas -no los más favorecidos por las todopoderosas circunstancias que actúan en el vacío de ese analfabetismo de lecturas- no sean reconocidos y sancionados como los Curro Romero y los Zidane.



De ARENA Y CAL, Revista literaria, cultural divulgativa, número 82

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