En el mundo literario, como en otros mundos artísticos, científicos, deportivos incluso, envidiar el talento, más que la suerte, de otros es de una frecuencia lamentable.
Contemplar cómo otros individuos llegan subiendo la escala de su inteligencia o genio creador a cimas no fáciles para otros, debe de ser verdaderamente dramático. A veces, esa molesta o dolorosa impresión, según se mire, puede progresar hasta convertirse en un fusil de odio en los ojos del que mira desde un silencio siniestro, como apostado en el quicio de su mirada. El que llega a mirarse en el espejo de su conciencia y se sabe envidioso, no sabe por dónde tirar en las calles de sus posibilidades para emular u olvidar al envidiado.
Por desgracia, la envidia está siempre de actualidad. No envejece, qué ojalá lo hiciera y desapareciese del mundo de los vivientes acostumbrados desafortunadamente al reto a ver quién llega más alto en esa montaña de los logros.
Una vez, en una de esas lecturas que tenemos por el insaciable y siempre despierto instinto de la curiosidad, tuve en mis manos una Antología española en verso y prosa de autores españoles e hispanoamericanos. Su autor: el poeta y profesor Juan Ruiz Peña, aparecida en 1955
Es un amplio muestrario o florilegio, dicho con expresión siglodeoro, de poetas y prosistas seleccionados. Uno de ellos es el malagueño Salvador Rueda (1857-1933), poeta abanderado del Modernismo. En un poema suyo titulado “Los pájaros que cantan mal”, acaba el poema con unos versos que dice: ¡Cantad con himno desacorde o tierno,/ cantad y trabajad en el combate:/ que es un solo el orfeón eterno,/aunque en millones de garganta late!
Si traemos el ejemplo a los humanos, a los humanos que se distinguen por su capacidad de inventiva, hemos de suponer que es el Nous de la filosofía griega, que es el Rúaj de los cabalistas hebreos, que es el Dios de los cristianos o el Alá de los musulmanes el que inspira la brillante lucidez del estro, cualquiera que sea su presencia en la realidad material, el que sopla en el alma del individuo. Entonces, deducimos que envidiar al que crea, al que manifiesta un alto ingenio, es como si fuera un silogismo, envidiar al Ser Supremo.
Eso he creído yo siempre. Y eso también me ha salvaguardado de ser envidioso y, por lo contrario, agradecer a ese Espíritu que insufla en la gente su aliento creador, la inspiración con que me haya favorecido.
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