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Allá por el comienzo de los años setenta apareció un libro de poesía en la colección Rialp titulado Poesía y no. Tomo el título del poeta José Infante pero con otra intención; dicho título me sirve para esbozar una opinión que viene a cuento. Como en otras ocasiones he hecho sin ánimo de dogmas, ahora no voy tampoco a pontificar sobre lo que yo juzgo que es poesía y lo que no es.
No creo que ningún poeta se aventure a esta empresa que le puede ocasionar algunos disgustos. Sobre todo por lo que tiene de censurador tratándose de un asunto tan cambiante y multiopinable como es la poesía.
Desde hace años he tomado como divisa poética aquella frase que dijo un poeta francés llamado Leconte de Lisle. Lo que expongo es un parecer personal que emana de una experiencia, pero nunca de una convicción marmórea; aun así, me es imposible eludir el peso de esa experiencia que a veces aplasta a la buena voluntad.
Decía el poeta francés: “Sólo hay poesía en el deseo de lo imposible y en el dolor de lo irreparable”. Que esto lo diga un poeta que, además abanderaba el grupo de poetas parnasianos, es digno de meditar. Si a esto le añadimos la responsabilidad en el ejercicio literario, que se supone conocedor de la tradición de la escritura para deleitar o hacer pensar, la cosa adquiere un rigor que no es posible obviar.
Hoy se escribe poesía como si se hiciese cualquier otro entretenimiento intrascendente (ya esto lo apuntaba Ortega y Gasset en La deshumanización del arte pero con otra visión del hecho), si bien ese arte estaba entonces en el cenit de las vanguardias, que irrumpieron en el escenario de la literatura y las artes como un enfado o tal vez un odio contra la tradición de siglos ha. Desde el futurismo hasta el dadaísmo hay un calvario de caídas y negaciones que desconciertan a quienes se lo tomen en serio, cosa que no hicieron quienes propugnaban la rabiosa iconoclastia, posiblemente llevada a cabo por individuos que no eran capaces de poner la tradición al día.
Poner lo pasado con aspecto de novedad como dijo Goethe, más o menos, es la lección que no se puede olvidar. Es el deber de todo poeta agradecer lo que otros artistas le testaron y que ellos, los herederos, han de renovar, como quería Vivaldi en su ocupación de músico. Tradición y renovación, si no tendríamos que parafrasear a Bécquer cuando dice “y con oro cualquiera hace poesía”, esto es, con facilidades del mucho verso libre sin talento y con temática del día y para andar por casa, cualquiera acomete el atrevimiento de hacer un poema donde, los renglones (renglones sin imágenes, entiéndase, o sea sin gracia poética) se presentan como sucedáneos de versos responsables con su medida; digamos líneas de una escritura sin oficio y posiblemente premiada y recibida con aplauso por la crítica al uso como si ello fuese el tópico “rupturismo”, la ”genialidad” en suma. Una seudopoesía que desprecia todo lo que durante siglos ha sido un esfuerzo de ritmo y figuras para concretar su arte.
El verso libre, como otras novedades literarias, llegó tarde a España —piénsese en el realismo en la novela del francés Honoré de Balzac, pasado ya el romanticismo en Francia, de modo que éste empezaba a triunfar en España—, cuando ya en el país galo Gustave khan, Jules Laforgue y Vielé-Griffin lo escribieron, así como Walt Whitmann en los Estados Unidos. Se invocó para su aceptación aquello del “ritmo interno”, que a ciencia cierta no se sabe lo que es, aunque se refiera al ritmo de las ideas dentro del texto. Aquellos versos de Antonio Machado (“Ni mármol duro ni eterno/ni música ni pintura/sino palabra en el tiempo”) le ha costado caro a la poesía. El culto a la palabra elude cualquier compromiso con la estructura de un texto que ha de diferenciarse de otros de secuencia narrativa, como el teatro se distingue del ensayo, por ejemplo. Ya el mismo Juan Ramón Jiménez rompió con la estructura cerrada y optó por el tanteo de nuevas formas de expresión que culminaría en poemas en los que el endecasílabo blanco vuelve a tener protagonismo en poema como “Su sitio fiel” o “El otoñado”, entre otros de la etapa suficiente, según propia denominación, que empieza en 1936. Poemas con forma y no de versos deshilachados o como de tanteo para llegar a la fase citada.
Poco después, algunos poetas españoles como León Felipe y el Grupo o Generación del 27 abordaron el verso libre como un respiro ante el trabajo que suponía el esquema versal de una tradición poética que pedía a voces una renovación y que esos poetas se esforzaron en ello con un ojo puesto en el pasado y el otro en las señales de humo de las vanguardias; pero fue Miguel Hernández quien lo hizo en su totalidad, aunque en su quehacer literario no se ha señalado una intuición que incluía por propia genialidad, sin él saberlo, el formalismo de Vixtor Shklovski. O sea, el verso que sorprende porque está libre de lastres del pasado.
El poeta oriolano puso la tradición poética española al día. Un poema suyo de última hora (“Eterna sombra”) es un valioso ejemplo de ese reto conseguido de cómo se actualiza la tradición con un registro que sorprende al lector, cualificado o no. Comprendamos que los poetas, los muchos poetas que escriben hoy, no tienen el talento suyo. Cada cual hace lo que puede.
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He expuesto mi opinión de lo que me parece que no es poesía; lo que sí es poesía puede parecer discutible pero está dentro de unos márgenes respetables por lo que tienen de matización.
Lo que yo no haría nunca es menospreciar lo que no es de mi gusto sino más bien hacer unas consideraciones de valor dentro de unos versos o poemas faltos de estructura poemática. Puede haber renglones prometedores o con un valor parcial, que merecen una opinión alentadora. Todo en esta vida requiere un oficio que recoja el pasado honorable de quienes lo iniciaron. La disciplina siempre es de agradecer. Ella nos ayuda en el ejercicio de un texto que puede arrancar el elogio de quienes están preparados para ese menester de la aprobación. La pereza es mala consejera.
El deber del poeta heredero de la tradición es ponerla al día, no volverle la espalda y desparramar supuestos versos con ínfulas, además, de genialidad. Nunca ceder a la tentación de eso aunque sea lo más fácil.
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