Sabemos muy bien que el tema de la fugacidad de la vida es una constante prioritaria del Barroco. Tanto Góngora como Quevedo escribieron sonetos admirables sobre lo poco que dura la vida humana y cómo huye por las callejas últimas de los almanaques, repitiendo a modo de eco, el tempus fugit de Virgilio.
Este escalofrío se acentúa cuando entramos en el mundo literario y artístico y observamos —a veces, sin querer— cómo hay escritores y poetas que no caen en la cuenta de esa premisa existencial que debiera poner un orden de preferencias en sus vidas y volverlas, como veletas fijas, hacia una cierta espiritualidad; quiero decir hacia un estado de ánimo sereno y relativamente feliz limitando sus aspiraciones como nos enseña la ”Espístola moral a Fabio” del capitán sevillano, fallecido en México en 1648, Andrés Fernández de Andrade o Andrada.
Se me ocurre pensar que esos individuos tienen su espíritu (considerando el espíritu como el estrato superior de nuestro espectro humano, capacitado para intuir, si no para ver, lo esencial de la vida, su destino y finalidad) sumergido en un intelecto alienado por las cosas del día, el hambre desordenada de fama y gajes económicos.
Es triste ver cómo se hunden en una miseria moral de cuyo barro no sacan oro sino sino mala conciencia, a la larga, de sí mismos.
He conocido también a otros que han dominado este caballo sin bridas que es el anhelo de fama y/o reconocimiento local como si ello fuese el mejor alimento de su interés de ciudadanos y padres de familia. Son voluntades que han subido con su voluntad hasta el mástil de su espíritu y desde su cofa avistan el puerto de la vida humana: finitud e incógnita de lo que venga detrás. Gente, en fin, no llena de lo más mediocre de ella misma, ni devanadora de su ovillo de ambiciones, sino de preguntas a la existencia, almas alertas a las más nobles inquietudes que nos avisan desde lo inevitable trascendente; imposible, pues, huir de esa cuestión si se es responsable de la propia conciencia. Sólo “los que duermen”, como diría Heráclito, están, desgraciadamente para ellos, de espaldas a lo auténtico, prisioneros delante de un espejo donde se miran continuamente sus ficciones de genios felicitándose por el premio obtenido recientemente o por el artículo tan bonito —les dicen sus amigos— aparecido en el diario provincial.
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