Cuando me fui haciendo mayor estuve comprobando la probabilidad de verdades que podrían encerrar esas palabras como salidas de la boca del pueblo, como si esas palabras, más que pensadas, fueran arrojadas como lava del volcán del amor, el núcleo más fuerte de la vida subterránea de nuestra apariencia de ciudadanos fríos y calculadores.
No tener nada que amar y ni nada en que creer no son actitudes de este mundo, que se asienta sobre muchos intereses pero que también tiene en cuenta esos principios como columnas del templo de afectos de nuestro corazón.
Ha habido hombres crueles que tenían en la trastienda de su alma sus amores y cuando descansaban de su guerra con su realidad de cada día y con sus potenciales enemigos, echaban la vista atrás y les sonreía a los suyos, a las raíces de sus únicas emociones, parientes y amigos de celosa intimidad, sin duda, pero que ponía de manifiesto que algo hay que amar y algo en que creer porque esos individuos, a su manera, miraban al cielo en su momentos cruciales y puntiagudos y entre dientes musitaban una oración apresurada y compuestas con palabras que borboteaban en su lengua como un fresco manantial para su sed de un milagro muy necesario de salud o de cualquier otra necesidad urgente e ineludible.
Todo el mundo nace vocacionado para amar y creer, son elementos constitutivos de nuestra raza y sin ellos somos víspera de muerte o desterrados del país que se puebla y enriquece con la convivencia. Lo que sucede es que quien más lo necesita, más lo disimula por aquello del orgullo, mascarón de proa de la nave de nuestra navegación por las aguas peligrosas de la vida.
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