lunes, 5 de marzo de 2018

RESEÑAS DE LIBROS:POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS, DE FRANCISCO CARRILLO



 

 Por los siglos de los siglos
Francisco Carrillo
Edita Carrillo Marfil, San Fernando, Cádiz, 1992


El lector podrá colegir del empleo de permanencia y no de perennidad una razón que le pueda dar la clave de este libro de relatos, a todas luces sorprendente.

Quien conozca a Francisco Carrillo (n. 1939), su autor, y le oiga discernir y colorear matices evocatorios en una conversación sobre la Isla que vivió en su juventud y la Isla que se encuentra cuando vuelve de Madrid, hallará en esta obra narrativa una consecuencia, una ineludible razón escrita. Hay poca diferencia entre el colorismo de la nota coloquial y el texto –mal llamado costumbrista- que narra con pluma ágil y de certero trazo. Por los siglos de los siglos no es, por tanto, un libro costumbrista, ya que no se propone referir pintorescamente unas costumbres que deleiten al lector y le hagan sonreír con resortes populares. Tampoco se ha propuesto el autor escribir una especie de “acta notarial” (acordémonos del realismo y el naturalismo como literaturas de obligada crítica social).

Lo que Paco Carrillo ha deseado, más que pretendido, es recrearse en su propia experiencia de ciudadano isleño, y como en el fondo de su corazón está la Isla de la posguerra, ¿qué podría hacer sino dragar -permítaseme la metáfora- sus recuerdos y sacar el oro a la vez que el barro de lo vivido y visualizado en el entorno que le tocó recorrer como insospechado escritor en cierne?

El primer relato, que pone título al libro, de los veinte que lo componen, sitúa al lector en el contexto necesario para entender la atmósfera social y la presencia de los personajes -sean protagonistas o no- que configurarán ese mosaico que se va autodefiniendo y se nos mete poco a poco por los ojos como una película de pantalla panorámica de la Isla de después de la guerra civil.

A partir de ahí el autor nos familiariza con todos los elementos que van a discurrir a lo largo de los demás relatos. Las dos Islas: la de la Calle Real y la otra la Isla de las calles laterales como de oscuro séquito urbano; los seminaristas, los guardiamarinas, la del “mundo artificial y efímero, los bailes de relumbrón, jovial camaradería y envidias soterradas” que “se enfrentan a la otra Isla miserable y madrugadora”; la Isla de los noviazgos con sus ritos y casapuertas; la de las talegas del costo, la de los Saturninos listos frente a los isleños de callejuelas del alicorto jornal de huerta, salina o pesca de bajura. En suma, con un sencillo tiento narrativo y un objetivismo realista que apenas se nota, Paco Carrillo nos toma del renglón y como un cicerone entre la nostalgia y el recuerdo nos adentra en unos hábitos de vida, en unos personajes -que han existido realmente, aunque con otros nombres, no importa– y, sobre todo, en una topografía que es auténtico testimonio para la memoria de los que conocieron la Isla aquella que se aferra a las páginas como la mano escalofriante de un ahogado que se resiste a morir.

En “Entre visillos” importa más el refugio-mirador del cierro como símbolo isleño que la historia del personaje. Sin embargo, es inevitable que los amasadores de la herencia venida a menos cuenten para el enriquecimiento con almadrabas y salinas, entre otras propiedades. Inevitablemente también el padre de Jaimito pertenece a la clase prócer y mandataria de la Isla y, además, su tía Inés celebra por todo lo alto del fausto su boda en la iglesia del Carmen. El contexto social queda reforzado con estas señas.

En “Las siete palabras” doña Lutgarda puede ser un buen espécimen de señora autoritaria que contrasta con los usos sencillos y bucólicos de aquellas huertas isleñas en los años del hambre, completado el cuadro de la miseria con los puestecitos de los boniatos cocidos y las panizas.

En “Carrera oficial” toca Carrillo otro tema querido para la Isla: el alma cofrade, pero situado en los tiempos en que la jerarquía de la hermandad conllevaba rasgos de conexiones sociales, “y mandar le ha gustado al isleño más que ser rico, muchísimo más que ser feliz, infinitamente más que ser libre”.

Las contingencias del patio y la intercambiada menesterosidad de los vecinos están también hábilmente relatadas en “Repique en el Cristo”.

El asistente que, venido de fuera, hace fortuna con la ayuda de su comandante, aunque ésta se le quiebre luego, en coincidencia en la Isla con otro Ciervo, el especiero.

En “Misa de doce” opone la figura de un sacerdote insólito a los convencionales predicadores al uso. Pero la envidia frustra lo que compensaba en el atrio de la iglesia como exponente cursi de relamidos saludos, sonrisitas hipócritas y piedad fría de escaparate, oropeles y artificiales destellos de una clase social empingorotada.

En “Torero y de la Isla” aparece el consabido petulante de los muchos que se dan por estos contornos, bien peinadas las entendederas para pasearlas por la calle Real.

Por fin, llegamos a ”Calle Real”, relato vertebral, tópico máximo de la Isla. La imaginación de una solterona al servicio de la rutina que se desenreda a lo largo del paseo oficial de la ciudad. El narrador cuenta la historia colectiva de la acera afortunada e inevitable siguiendo los pasos de una mujer de las que todavía vemos, ya en mínimo reflujo, como sustituta de aquellas con velo y misal, terraza de La Mallorquina y pudibundo encorsetamiento de la censura eclesiástica.

En “Bufete abierto, casa cerrada” la Isla de etiqueta se queja contra don Norberto porque éste infringe las reglas del protocolo por imperativos de un amor que no está en consonancia con su poderosa y almidonada clase. Sin embargo, el peso de las costumbres provincianas absorbe lo desconcertante del caso en la bruma de la monotonía, en una Isla donde esa misma bruma del ”sin novedad” borraba las diferencias.

La afición zarzuelera de la Isla está presente en “Debut y despedida”. Don Leonardo es un aficionado más humilde que el Niño del Zaporito, que después de su fracaso no habla más del bel canto, sino se dedica a pasear eternamente con su mujer e hijas por la calle Real, expositora del stablishment tanto de isleños como de sanfernandinos.

“Tata Adelaida” me recuerda una de las muchas criadas con escamondados y limpios delantales, albergue de afectos perdidos de los niños de los señoritos, y que llegaron hasta la vejez en sus casas señoriales, o que un día, no sabemos por qué, se fueron a su pueblo, como decían las malas lenguas, con una “barriga”. Tata Adelaida y Luis María no tienen la suerte de don Norberto y Lucrecia.

El fino pintoresquismo de la barbería y la revolución que supuso en los hábitos de los clientes contertulios la llegada de la radio, es de paladear.

En “La carta” hay orgullo, un orgullo muy isleño: el del desdén porque sí.

En “Primera comunión” hay un minucioso relato colegial de entonces que es historia para las generaciones venideras.

En “Estraperlo” está el drama, en algunos casos, la tragedia de una familia a su vez odiada por este comercio perseguido. La descripción de estos oscuros trajines es insuperable, así como la respuesta de la animadversión popular.

En “Si te dicen que caí” se nos muestran magistralmente el reverso moral de un propagandista de los “valores eternos”.

Lo que ha sido un gotear de ironía en los relatos anteriores, en “Los herederos de don Eduardo” es ya sarcasmo, altisonancia paródica y escarnio de lo rimbombante. En “Jueves de recibo” está quintaesenciada una parte de la posguerra isleña: el coleccionismo de pobres, el flamante sermón y los conciertos de la Banda de Infantería de Marina en la Alameda. Y “Rocío en el recuerdo” es narración que avanza entre la ilusión y el desgarro, entre la azucena y el fango, cierre con un signo isleño, tal vez el más de todos: el botón de ancla, pero en la mano más indeseada y despreciada, el de una prostituta.

Finalizada la lectura, sobrecoge este fino mosaico de señas de identidad de un pueblo en una época de su historia, repito. Pero, ¿qué quiere decir el título? Que la idiosincrasia de la Isla de los relatos está debajo del tinglado del desarrollismo, ¡incluso de la actualidad, caray!

Necesitaría más espacio para extenderme en comentar los valores contextuales y lingüísticos de este libro. Su detallismo de cámara fotográfica, su impecable objetivismo. su lenguaje entre la fraseología popular y la morosa descripción, su ironía humedecida por el sentimiento y la fluidez de su sintaxis lo sitúan en un nivel muy logrado de personajes -que son verdaderos arquetipos de los talantes que representan- y de un contar sabroso.

Dado que estamos ante un auténtico libro sobre la Isla, hemos de concluir esta reseña con aquellos versos notariales de Antonio Machado: "Ha de tener su mármol y su día /, su infalible mañana y su poeta”. Y aquí está como un espejo en el que hemos de mirarnos los isleños, pero en la discreta penumbra de la intimidad. Y me pregunto: ¿Para los siglos de los siglos?



(Reseña aparecida en San Fernando Información, en 1992, con el título: “Por los siglos de los siglos o la permanencia de una idiosincrasia”.)

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