Son pocos los poetas, literatos, músicos, pintores y otros artistas, además de cualificados profesionales, que no tengan en el borde del labio la palabra “envidia” cuando se sienten dolidos por sutiles críticas de otros o bien se quejan del desinterés de sus colegas.
Es vieja la tradición de la envidia española. Viene de los primeros tiempos en que se constituye la sociedad hispánica con sus jerarquías de cargos y oficios liberales.
Tenemos un caso muy famoso como es el de Fray Luis de León, que después de su encarcelamiento durante cinc o años, escribió: “Aquí la envidia y mentira/me tuvieron encerrado…”.
Algunos poetas grandes de nuestra literatura como Quevedo se han hecho diana de la envidia y la ha expuesto en carne viva. Con lope de Vega, ya conocemos la famosa Postulatio spongiae que le escribieron unos eruditos contemporáneos de él, capitaneados por Pedro Torres Rámila, que es desgraciadamente más conocido por sus ataques al Fénix que por sus obras.
Conocemos las guerras literarias del Siglo de
Oro, como es tópica ya la batalla de conceptistas contra culteranos. Aunque
posiblemente en estos encontronazos haya más oposición de estilo que envidia en
el sentido lato de la palabra. Todas las épocas han tenido susresuicios solapadosde envidia. Llega hasta nuestros días. Oigamos lo que dice Camilo José Cela: "La envidia es, a veces, la muleta tras la que se guarecen los necios".
Yo tengo para mí que los envidiosos no aman lo que escriben, pintan, componen, por referirnos sólo al arte, sino que son unos infelices que tienen un vacío de insatisfacción en su alma con ellos mismos o con sus seres queridos. Todo verdadero artista ama lo que es superior a sus fuerzas y esa admiración le sirve de modelo y entusiasmo. La experiencia íntima del envidioso es amarga, pues esa vivencia le da la medida su inferioridad. Dice el poeta romano Horacio:”Todos los tiranos de Sicilia no han inventado nunca un tormento mayor que la envidia”. Y, en efecto, el envidioso sufre pero no es capaz de superar ese estado moral que lo subyuga.
Si esos presuntos envidiosos viven en una ciudad pequeña, se quieren sentir, no mejores, sino los únicos. Viven de un engreimiento que alimentan con releerse a ellos mismos continuamente y con los elogios de sus parientes y amigos.
La envidia, más que pecado capital, es una enfermedad, tomando esta palabra etimológicamente, o sea: falta de firmeza. Firmeza moral que denota debilidad mental, una fragilidad que deja al individuo desarmado de recursos interiores para evitar pasar un mal rato ante lo envidiado. Dice Goethe:” No hay más que un paso de la envidia al odio".
El envidioso no es un ser libre sino esclavo de sus ambiciones que denotan una ausencia de felicidad, anhelos desatados de los que vive, a falta de una emancipación de las servidumbres de la vida.
Desde esta página yo quisiera alertar a todos los que escriben, todavía jóvenes, que no se desanimen por los dardos que les tire la envidia, a saber: menosprecios, ignorancia voluntaria, silencio, incluso frases calumniosas contra su persona —que a eso llega el odio—, y otras manifestaciones o insinuaciones que zahieren, y se olviden de los que ponen zancadillas porque ellos no llegarán muy lejos y esa envidia es una intuición de su propia medianía zozobrante, obsesionada con sus propias limitaciones a la vez que con lo bien que lo hacen los envidiados que sentirán lástima de esa envidia siempre amenazándoles morderles los talones de su genio. Así le diría yo a un joven poeta o escritor que se pone a tiro de la envidia: ¡Avante en el mar de la creación sin mirar atrás, enarbola tu velamen de imaginación y busca el puerto de tus objetivos!
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