TEBEOS QUE
ILUSIONARON UNA INFANCIA
(Tomado de internet)
Cierro
los ojos y me traslado a la puerta del Teatro de las Cortes.
Median
los años cincuenta. Son las once y media de la mañana.
Poco a
poco, se acercan niños con carpetas de
tebeos. Se miran como en un tácito acuerdo y se sientan en las aceras.
Se
preguntan por determinados tebeos o por números concretos de esos tebeos. Se
discute esta o aquella condición del trueque, pero se llega a un acuerdo al
fin. Algunas carpetas rebosan de esos tebeos, estallan por los lados, algunos
casi se caen, tal es el desordenado volumen que forman en los cartapacios, y
ante los ojos asombrados y atraídos por el color y la familiaridad con los
superhombres de las viñetas, aparecen El
Guerrero del antifaz y su escudero Fernando tras la búsqueda del moro Ali-kan,
que asesinó a la madre del guerrero, es por aquel entonces el tebeo más
popular. Después le siguen el boxeador Pacho
Dinamita con su inseparable Jipi, su
flaco mánager siempre bajo un sombrero jipijapa. Pacho tal vez estaba inspirado
en el boxeador vasco Paulino Uzcudum; también tenemos al Cachorro con su inseparable Batán y sus enemigos el Baco y el
Olonés, siniestros señores de la guerra con marchamo de piratería; Purk, El Hombre de Piedra, incardinado
en una prehistoria imaginaria; Roberto
Alcázar y Pedrín, incansables investigadores, algo así como Colombos tras
el crimen, aunque en clave de dibujos de historietas; el Aguilucho, un joven
noble de la edad media que lucha por su libertad;El Espadachín enmascarado, que defendía la causa del rey de Francia
en otros países; Jack Hope, un agente que lleva a delante las Aventuras el FBI; Dan Barry El Terremoto allá en el lejano Oeste
luchando contra todo tipo de malhechores, incluidos los clásicos pistoleros, lo
mismo que Hood, El Pequeño luchador,
que se mueve entre apaches con su compañero Matón, un forajido reformado.
(Tomado de internet)
Estos
eran los héroes, y otros más que no recuerdo ahora. Ellos alegraron nuestros
ojos en los años en que nos fascinaba la imagen como principio rudimentario del
conocimiento. Era una cultura del ocio que estimulaba la imaginación. Una guía del
entretenimiento a ratos con candor de epopeya, aunque para andar por casa. Era
el desfile por nuestra fantasía de unos personajes que se entremetían en las
entretelas de nuestra adolescencia, encasillada en hacer los deberes del
colegio consistentes en la caligrafía inglesa, saber leer, escribir y el aprendizaje
de las cuatro reglas, con añadidos de cultura general en las enciclopedias
Bruño.
Después
de dos horas en aquel improvisado mercadillo del intercambio de cuentos, como
si se tratara de recabar provisiones alimenticias para una semana, nos íbamos
cada uno a su casa, pero para volver a las tres y pico a ver las dos películas
que ponían en el mismo Teatro como sección de cine infantil, películas que
hallaban eco en nuestro archivo de preferencias, como si El mundo en sus manos, Ivanhoe, Solo ante el peligro, El halcón y la
flecha, El hidalgo de los mares, Jeromín, Calabuch, o Robin Hood fuesen un complemento de esa nutrición adecuada para el
calmar el hambre de nuestra necesidad de fabular, de levantar la curiosidad en
alas de las ficciones como señal de la identidad de unos años que se preparaban
para entrar en el campo de batalla de la vida, un campo sembrado de bombas-lapa
debajo de nuestra ingenuidad, con luchas, fracasos y algunos logros humedecidos con las
lágrimas de las zozobras; pero nunca serían años para ensombrecerlos con
olvido, sino que de vez en cuando emergerían en su mar de añoranza, como vistos
en lo lejano de la nostalgia de aquellas aceras del Teatro, de aquellos
brillantes mediodías y de aquellos tebeos que siguen vivos en el estante
desvencijado y en desorden de la memoria afectiva.
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