Se preguntará el lector
qué significa la autofagia. Hace unos años, conversando con el poeta Antonio
Hernández, le oí esa palabra tan de resonancia del griego clásico.
En efecto, hay individuos (estamos situándonos
en el mundo literario y artístico) que se devoran a ellos mismos entre la
ambición y los desencantos frustrantes.
Son individuos mitad
escritores —o aspirantes a escritores— y mitad humanos. Cuando el literato pone
todo su empeño en sus ambiciones el hombre queda a merced de los resultados de
sus proyectos. La alegría de ese literato no está en su deseo de felicidad
familiar o la satisfacción con sus amigos sino en el logro de sus propósitos en
el éxito, Vivir para él significa ser premiado, publicar, recibir buenas
críticas y estar presente en las
referencias del mundo literario.
Esta actitud no crea
nada más que psicosis obsesiva y, a la larga, el hombre deja de ser humano y se
convierte en una máquina de crear para aumentar su gloria y, a ser posible, sus
intereses económicos.
Para ello se ha tenido
que comer a sí mismo, que es lo que significa autofagia. Ha desaparecido la
persona y ha aparecido el hombre glorioso. Va de la ambición a la vanidad; del
interés a la acepción de personas. Como no todo el mundo está a su altura, pasa
su mirada por encima de los demás seleccionando a quién tiene que saludar (muy
cortésmente si le conviene el saludado) y a quién menospreciar.
Y ya en su decadencia
física y próximo al lecho de muerte, volverse un poco amable con los que lo
rodean. Eso sí: asegurándose la gloria literaria aunque deje una memoria
repelente y vomitable de él mismo.
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