Con motivo del confinamiento, han aparecido casos de
gente que necesita un psicólogo para remediar el trauma mental de su encierro
involuntario. Todos, incluidos los niños, pero más aún las personas mayores que
sobrepasamos los 70 años, nos asomamos a
la calle desde nuestra ventana y nos da escalofrío ver cómo la soledad es la
dueña absoluta de ella.
Después, nos sobreviene una tristeza que puede
llegarnos a la garganta desde el corazón. Pensamos en los que van cayendo en
las fauces insaciables de ese virus letal que se cuela por donde quiera.
Pensamos también en quienes exponen su vida en la tarea de atajar el avance de
ese mal, los sanitarios, además de otras autoridades que están en la boca del lobo
sin temer, aparentemente, que ese lobo cierre su boca siniestra.
¿Qué hacer para que la tristeza, que legitima su
estancia en nuestras almas por un imperativo de honestidad humana, se duerma en
una almohada de esperanza?
Mientras tanto, quien no puede hacer nada más que
cuidar a los suyos y cuidarse, busca en la imaginación un consuelo, una escalera de incendios
para que las noticias no horaden más su corazón. Entonces, baja de sus archivos
memoriales un paisaje, una convivencia con seres queridos, una música, un poema…Parece,
por unos instantes, que ese mal pandémico
que hoza con sus hocicos de muerte en el prado de la vida humana se ha ido y
nos deja en paz, pero no: sigue con su malvado protagonismo ocupando todo el escenario
de su tragedia.
Me viene de la mano íntima del recuerdo un poema de Fray
Luis de León: “Vivir quiero conmigo,/gozar quiero del bien que debo al cielo…”.
Buscamos un
entretenimiento, un pedazo de cielo azul que salve, al menos, la fantasía, ya
que la razón está por los suelos recomponiendo su esperanza maltratada.
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