Después de la Transición —como
sabemos, el paso de la dictadura a la
democracia, y no son palabras tópicas aquí—, la poesía también se sintió
conmovida por este paso de un régimen a otro.
Hasta entonces y, a pesar de que ya comenzaron a
ponerse en boga poemas de poetas jóvenes que tomaron su nombre de Novísimos a
tenor del título de la obra, aparecida en 1970, Nueve novísimos poetas españoles, de Josep María Castellet aún las
huellas del realismo crítico de los años cincuenta-sesenta y de la poesía
social de los cuarenta estaban, yo diría que casi indelebles, en los poetas que
ya frisaban los treinta años. Un movimiento que podría tener concomitancia con
el mayo del 68 francés.
El abanico de opciones poéticas que se abrían con los
nuevos poetas daba un respiro como de brisa limpia y fresca a quienes se les
veía cansados de un registro con el tema como motor del texto literario y ajeno
por completo a lo que ya llevaba bastante años en lucha en la trinchera de la novedad, y se trataba de la función
poética en el lenguaje, que postulaba Roman Jakobson, y lejos aún del
formalismo de Vixtor Shklovski. Función poética que sugiere renovación en la
morfosintaxis del poema. Toda adjetivación desgastada comenzó a aburrir, lo
mismo que el empleo del poema como
mensaje, como si el poeta fuese a salvar el mundo.
El anhelo de libertad influía en la perspectiva del
poeta. Ya no se miraba la vida ni la materia poetizable con aquellos ojos
conformistas o trascendentes que se resignaban con la fórmula realista y
desnuda del “Al pan, pan y al vino, vino”. El lenguaje tomó unas proporciones
que rozaban el orbe de lo mágico, aunque se le tildara de neomodernista, fue,
pues, de lo entrañable a lo extrañable. Sacar la poesía de las frases hechas y
arrancarla de una cuna soñolienta donde yacía aturdida por grandes
preocupaciones existenciales, fue un propósito que animó a muchos poetas a
optar por liberarla del encorsetamiento y la fraseología convencional.
Los temas del mundo clásico, de la poesía neobarroca,
del neovanguardismo de las evocaciones culturalistas y de otras vías aún no
clasificadas dieron un impulso entusiasta a los poetas nacidos en los años
cuarenta. Y esa “marcha triunfal” sobre un pasado obsoleto —si se atiende a su
rutina temática, que no a su calidad, pues en esas sementeras sembraron su
semilla buenos poetas nacidos en los años veinte y treinta— puso sus pies de
infantería optimista una generación que ya la historiografía literaria cataloga
como del 68 ó 70. La otra generación, mejor dicho: las otras generaciones
posteriores no han hecho más que seguir esas sendas como a campo a través de la
tradición, buscando nuevas formas de expresión poética poniendo el énfasis del
poema en el lenguaje más que en “la obra bien hecha” o en la comunicación.
Ahora bien, por esta puerta de la libertad se han
colado voces que se han aprovechado de
aquellos versos de Antonio Machado: “Ni mármol duro n ni eterno,/ ni música ni
pintura,/ sino palabra en el tiempo”. Palabra
en el tiempo que construye una poesía, como indica su etimología, un edificio
verbal con elementos unitarios—que no por ello clasicismo a ultranza—, que lo
diferencia de la prosa encantadora y acogedora también, como su hermano de
leche genial, el poema.
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