martes, 17 de julio de 2018

EL MOROSO PLACER DE NARRAR







Azorín y Baroja, dos estilos distintos de narrar
 




Azorín supuso en la literatura española de a principios del siglo XX una lenta y silenciosa revolución. Aparte de sus extravagancias para irritar al buen burgués -se cita el ejemplo de que se paseaba por Madrid con un paraguas rojo-, su prosa, tan distinta de la de Baroja, con quien y junto a Maeztu forma la célula primaria del 98, llamó la atención por su tendencia a la desnudez de retórica inútil, su lucha por la sencillez rayana a veces en lo simple, hasta constituir un "estilo". Decir estilo azoriniano es evocar la oración gramatical en sus elementos constitutivos básicos, como una huida de las oraciones abarrocadas.
Aludíamos antes a Baroja como prosista alejado de la simplicidad de Azorín, pero no por ello opuesto a su compañero de generación. Sin embargo, no podemos decir lo mismo de Unamuno y Ortega, tan diferentes tanto en el pensamiento como en la expresión. Prolijo y paradójico el primero; preciso y elegante el segundo. ¿Para qué todo esto?, se preguntará el lector. Sencillamente para reflexionar en torno al delicioso placer de contar, se fabule o no.
¿A quién no le gusta escribir? En colegios e institutos está el semillero de esta afición que puede ayudar a futuros hombres y mujeres a ponerse delante de una pagina y contar, aunque sea a ellos mismos, sus experiencias o sus fantasías, como si se tratara de un apasionante monólogo. La lengua es ese momento un amigo que nos traduce nuestros pensamientos, nos libera de tensiones interiores como ya vieron los psicoanalistas, de tal manera que a principios del siglo XX surgió el concepto de la literatura y el arte como catarsis -purificación de las emociones del ánimo- como desahogo del subconsciente de cada uno, tópico aristotélico que utilizaron los vanguardistas del surrealismo con el fin de "changer la vie"-cambiar la vida-, en expresión de Bréton, máximo teorizador del surrealismo francés.
La lengua materna, a la que estamos unidos umbilicalmente como una relación directa y continua entre nuestras vivencias y la palabra, es nuestro mejor instrumento para entender las categorías de nuestra existencia. La vida sin lengua, aunque existan otros muchos lenguajes, hubiera sido imposible, al menos en la forma en que la concebimos hoy. Así pues, instar al amor a la lengua en los centros docentes es, además de una obligación, una oportunidad para que los que estudian la amen más y la utilicen como deporte mental. Si los alumnos conocen básicamente su lengua y se aficionan a la lectura, tendremos hablantes, como se dice en lingüística, que se sentirán unidos a su medio de expresión verbal para emplearlo por escrito como un espejo de su propio conocimiento.
Para tal menester tenemos autores en nuestra literatura que pueden ayudarnos a querer más a nuestro tesoro verbal. Si he citado al principio a Azorín es porque su lectura, además de deliciosa, es instructiva. Su prosa sin complicaciones tiene un atractivo que le quita rigor al texto y temor a los lectores.
Un aficionado a coquetear con la escritura académica se sentirá animado con la morosidad descriptiva de Azorín a iniciar esa aventura para la que se requiere nada más que convertirse durante un rato en caviloso Robinson en una tranquila y efímera isla de papel. 



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