Azorín y Baroja, dos estilos distintos de narrar
Azorín supuso en la literatura española de a principios del siglo XX una lenta y silenciosa revolución. Aparte de sus extravagancias para irritar al buen burgués -se cita el ejemplo de que se paseaba por Madrid con un paraguas rojo-, su prosa, tan distinta de la de Baroja, con quien y junto a Maeztu forma la célula primaria del 98, llamó la atención por su tendencia a la desnudez de retórica inútil, su lucha por la sencillez rayana a veces en lo simple, hasta constituir un "estilo". Decir estilo azoriniano es evocar la oración gramatical en sus elementos constitutivos básicos, como una huida de las oraciones abarrocadas.
Aludíamos antes a Baroja como
prosista alejado de la simplicidad de Azorín, pero no por ello opuesto a su
compañero de generación. Sin embargo, no podemos decir lo mismo de Unamuno y
Ortega, tan diferentes tanto en el pensamiento como en la expresión. Prolijo y
paradójico el primero; preciso y elegante el segundo. ¿Para qué todo esto?, se
preguntará el lector. Sencillamente para reflexionar en torno al delicioso
placer de contar, se fabule o no.
¿A quién no le gusta escribir? En
colegios e institutos está el semillero de esta afición que puede ayudar a
futuros hombres y mujeres a ponerse delante de una pagina y contar, aunque sea
a ellos mismos, sus experiencias o sus fantasías, como si se tratara de un
apasionante monólogo. La lengua es ese momento un amigo que nos traduce
nuestros pensamientos, nos libera de tensiones interiores como ya vieron los
psicoanalistas, de tal manera que a principios del siglo XX surgió el concepto
de la literatura y el arte como catarsis -purificación de las emociones del
ánimo- como desahogo del subconsciente de cada uno, tópico aristotélico que
utilizaron los vanguardistas del surrealismo con el fin de "changer la
vie"-cambiar la vida-, en expresión de Bréton, máximo teorizador del
surrealismo francés.
La lengua materna, a la que estamos
unidos umbilicalmente como una relación directa y continua entre nuestras vivencias
y la palabra, es nuestro mejor instrumento para entender las categorías de
nuestra existencia. La vida sin lengua, aunque existan otros muchos lenguajes,
hubiera sido imposible, al menos en la forma en que la concebimos hoy. Así
pues, instar al amor a la lengua en los centros docentes es, además de una
obligación, una oportunidad para que los que estudian la amen más y la utilicen
como deporte mental. Si los alumnos conocen básicamente su lengua y se
aficionan a la lectura, tendremos hablantes, como se dice en lingüística, que
se sentirán unidos a su medio de expresión verbal para emplearlo por escrito
como un espejo de su propio conocimiento.
Para tal menester tenemos autores en
nuestra literatura que pueden ayudarnos a querer más a nuestro tesoro verbal.
Si he citado al principio a Azorín es porque su lectura, además de deliciosa,
es instructiva. Su prosa sin complicaciones tiene un atractivo que le quita
rigor al texto y temor a los lectores.
Un aficionado a coquetear con la
escritura académica se sentirá animado con la morosidad descriptiva de Azorín a
iniciar esa aventura para la que se requiere nada más que convertirse durante
un rato en caviloso Robinson en una tranquila y efímera isla de papel.
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