Garabatea
el dedo de la lluvia
en
los duros cristales
(un
tropel de bisontes por las nubes
ha
sido la tormenta).
Entre
vaivenes, entre zarandeos
el
coche traquetas.
Hundido
en el gabán, el cuello exhibe
un
collar de agua fría.
Nombela
se adormece. Él, silencioso,
devana
la madeja
del
ocio con los ojos. Le distraen
aceras
salpicadas
de
la cristalería luminosa
de
la noche hecha añicos.
Mendigos
que en los sucios soportales
están
arracimados
surten
en su memoria enredaderas
anidando
en ruinas
de
capiteles y de rosetones,
de
claustros de sillares,
de
escalinatas y de balaustradas,
de
pedazos de estatuas.
Ve
en los haranos y en los arambeles
azules
campanillas
y
en los zapatos agujereados,
tronchadas
azucenas
festoneando
el pie de los balcones
donde
surge la amada,
que
tras el abanico balancea
dulcemente
el equívoco.
No
sabe que su cuerpo es ya un seguro
anfitrión
de la muerte,
y
sueña que es su débil esqueleto
como
un alto castillo,
o
que la sangre sube por sus venas
como
un frío guerrero.
Trastocada
el enfriamiento de sus sienes
en
corona de hierro
que
un dios la obsequia, y que es arenga de oro
a
un pueblo se estornudo.
Nunca
despertará. Con fausto y brillo
grana
y alza su sueño.
Los
que luego sostengan su agonía
serán
súbditos fieles
de
un reino que él gobierna solamente
con
su gesto de enfermo,
y
un monumento hará para los siglos
de
su lecho mortuorio.
De Mis espejos preferidos (1999)
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