lunes, 16 de julio de 2018

RELATOS EDITADOS




                      LA INVASIÓN DE LA MEMORIA


       Asomado a esta ventana de la pensión, casi no puedo sostenerme. El aire acuchillador del invierno de Düsseldorf congela mi borrachera de emigrante y me retiene en mi habitación. Soy lo que se llama un hombre débil, un nostálgico, y cuando el coñac me agasaja los sentidos me gusta tenderme en la cama, dejo desenredarse la maraña de los recuerdos y en el telar de las evocaciones que todos llevamos dentro tejo y destejo el hilo de mis años patrios, mis años infantiles y juveniles moldeados en la fragua caliente del sur, hierro que ya no puede oxidar la nieve de ningún norte, hierro resplandeciente que todavía puede rellenar el implacable sol de un verano sureño, aunque sea en la resolana privada de la fiel memoria.
Si es verdad que hay situaciones que modelan nuestra alma y le dan la configuración del medio, hoy mi corazón es más isla que nunca en medio del mar de frío de anochecer, del silencio y de los respetuosos saludos de los pasillos de esta pensión. Ahora, más que alguna otra vez, toco el marco hermético de la ventana, el contacto desapacible de los cristales, voy a la orilla de la cama y apoyo en la seguridad del lecho el peso de estos instantes ebrios que son como tentáculos que abrazan mi cuello y rinden mi cabeza en la almohada como un artista vencido por la fecundidad de su imaginación, vehemencia poderosa de un dolor intraducible que se hace lento como el último tramo de los grandes ríos próximos a su desembocadura, pasividad de una doncella ante el deber cruento de su primer amor, asi me entrego yo a los brazos de la nodriza de la memoria, temblor de araucaria ante las insistencias del levante, como hundido en un pozo de humo azul y blanco, desvanecido horizonte del sur en la asfixia de la caligine del estío sudoriento y jadeante, panorama ahumado en la carretera cuando se viene del Cruce de los tres caminos, desplegada ya la holganza de la siesta, después de haber venido el forastero cautivo entre la doble fila de eucaliptus saliendo de Campano, respirando, superado el cegador destello del apogeo amontonado de la sal, y, ¿por qué no acercándose por Cádiz, pisando los festones de las olas lacias del reflujo, o acariciando el limo que gruñe tardío en el hervor agosteño del estiaje canicular?
 Pero no, no encuentro ninguna entrada si no es por el Puente Zuazo, y, además, tiene que ser cuando la marea esta baja y hay, a flor de limo, restos de esparaveles y trasmallos que retienen los soles del incendiado estío para cuando sea la crecida del agua el caño se ciña al cuello un collar de diamantes y carbùnculos, pero por las orillas, postergados, carcomidos y olvidados para siempre algunos costillares de candrais quieren emerger del légamo, quieren romper la capa de musgo que los cubre, parece que reivindican los días de una gloria cimera en alta mar, insiste el brillo alucinador de un mediodía afortunado en el rastreo de un arte de pesca, suena la música monótona y fiel de un fuera de borda, duermen recostados en el silencio de los navazos que pueblan verdines y sapinas, botes y jábegas, de espaldas a las vértebras rotas de otros candrais que yacen desahuciados lo mismo en este varadero improvisado de piedras anejo al Puente, que en el cobijo limoso del antiguo muelle de Gallineras, rememoran salidas y caladeros, noches de limpia luna, cuando en la confusión de sombras de la sentina y removiendo la cabuyería, surge de un manotazo el palangre y es levantado el cordaje como una mano siniestra que articula sus dedos para meterse en el agua, entonces se estremecen sargos y lubinas, huyen sigilosos los rascacios hasta los bajíos que cubre la pecina, aparecen ondulados los médanos de las orillas que acompañan al caño desde Gallineras hasta Sancti Petri con su tapete de tarquín milenario, que con el empuje tenaz de las mareas llega a hacerse voluminoso y más tarde agoniza como podrido y estentóreo azolve cn el cieno secular del Zaporíto.
 Pero cómo compensa del negror de la lama maloliente el bajo vuelo irregular de las gaviotas como pañuelos que la brisa playera arrojara al espacio conmovido del mar en su fogoso repunte, es en ese momento cuando más brillan en las piedras los agujeros que los cangrejos han horadado durante la bajamar, míralos bien, sortijas son que el sol de media mañana pone en los dedos calcáreos de las rocas. ¿Has oído el pequeño fragor que la huída de los crustáceos produce cuando oyen los primeros maretazos del mar creciente que comienza a desbordar su dominio y avanzan las olas como un ejército avasallador luciendo los yelmos del cabrilleo en la vencida soledad de El Chato, has sentido en la garganta la diminuta garra de sal que deja el salitre mientras que hundíéndote los pies en la espesa arena vas desde Santibáñez a la Cortadura?
Pero todavía es más recio y duradero el olor que alimenta en la sombra pacífica del atardecer cuando ya, legítimos de isleñía, suben los pregones de caballas recientes por la calle de Enmedio, por la del Carmen, por la de Lauria, y siempre hay un viento de levante que en la camaradería estival ayuda en su recorrido a los pregones desde la Albina hasta la Casería como un eco anónimo, caliente y a la vez mojado por el vino cárdeno del último crepúsculo.
 Mas creo que en este aturdimiento de fieles sombras he viajado demasiado a prisa y he perdido de vista el Puente. No, esta ahí, pétreo y sólido en su aparición a los ojos del viajero, y sobre todo, creo que es sobrio y noble, no se podría entender la Isla si no se entrase por él, abordarla por otro punto de su geografía es dejar inacabada una impresión; por eso no quiero entrar en la Isla si no es imaginándome su severa, pero leal arquitectura de Puente sencillo y seguro. Tampoco es posible seguir el camino sí no se mira, aunque sea de reojo, la Venta de Vargas. En el fondo cerrado y macizo de la noche la Venta es un ascua que quema la mirada del que pasa; lo llama, lo invita intuitivamente a entrar en el salón, pero antes se cruza un pequeño vestíbulo y ya se oye el bajo quejido de un cante que no es de nadie, pero que esta allí merodeando los oídos, asaltando el corazón del que traspasa el umbral. Puede que para familiarizarlo con el aire genuino de la casa le sugiera el saboreo de una copa de Manzanilla, o le bautice el momento inolvidable con un fino la Ina, o con un Pedro Jiménez, de todos modos, estas son formas preliminares, acariciadoras, incitantes para que el forastero olvide el camino recorrido y se instale en el ambiente como en su propio domicilio, porque no se trata de conocer, sino de amar, de tantear como el que palpa delicadamente un cuerpo amado toda la generosa posibilidad de sentirse nacido en la Venta, como llamado por el eco de un fandango, como elegido por un dedo de mano calé para ser un habitante perpetuo del recuerdo de haber participado en una fiesta multícolor donde canta Beni de Cai goteado sabiamente por el vino su desgarrador gitaneo, mientras que Paco Cepero florea, más amoroso que nunca con su guitarra prometedora, el sostenido de una soleá, o cuando Alvarito se aboga en un surtido barroco de modulaciones, o donde todavía, sí se pone un oído bien sureño se puede oír aquel doloroso y ondulado lamento de Manolo El Caracol, para colmo, taconeado por la Lola Flores, que dejó el fantasma de su garbo por todo el salón como un aire de aliento que sólo respiran los buenos aficionados. Ay, Lola, que te lo dice Juan Vargas, que se deja arrollar por la emoción cuando como un niágara incontenible el ayer de magníficos artistas le salta desde la memoria al corazón y sigue como un río afortunado de sucesos suavizándole sus peores horas ese tropel de acontecimientos sazonado de copas y madrugadas en flor, de palmas y sobrio escanciar, fragancia lejana de la madre duela sirviendo en curvo ademán toda la tradición rubicunda dei vino educado como un doncel para engalanar la tiesta con ribeteos de gracioso relumbre.
 
 Bajo el sopor de la embriaguez, en el hervidero ya nocturno de mis sentidos, un aire gélido golpea bravucón los cristales de la ventana y la noche real aporta su natural pesadez a la elaboración mecánica del sueño, un sueño que no llego a conciliar del todo, que me hace vacilar en su suelo pantanoso y vuelve a empujarme, a perderme en la calida humareda de esta evocación como el que entra en un laberinto de colores v sonidos; ahora bien, esta pérdida es gustosa y deseada, y a la larga se me hace necesaria y me alimenta más todavía que la insensibilidad del mismo sueño, porque detrás de esta aparente baraúnda las imágenes se ordenan con el rigor de mis propios sentimientos y nuevamente entro en un consolador vaivén de sensaciones felices, ardientes como la piel calenturienta de otros veranos que curtieron a aquel muchacho que yo era, diana de los dardos de la belleza y de la fealdad, del dolor y de la alegría que me rodearon, ruidos secos y desgastados con el tiempo que sirven de riberas al río espontáneo de un ímpetu efímero de añoranza, como los castaños de Indias acompañan a la calle Real, salvaguardadas por las almenas. ¿Quedarán todavía almenas, almenas como flechas de cal que apuntan al peto azul del cielo? Cuando el rubor de la aurora se disipa alentado por los primeros vientos de la bahía, entregado a los brazos de la claridad diurna, el pueblo se despereza blanco de azoteas y de sal, y si me adentro por sus calles, el enjabelgado de las paredes delira espléndido de resoles, me acuerdo de Peneque, su diminuta figura entre zancos y brochas, encalando fachadas en los días próximos a la Virgen del Carmen, ese mes en que los destellos ciegan mas que nunca la vista, albeos incitantes que adormecen los ojos, ya perpetuos niños halagados por una nana de blancura, diáfana y aleteante adulación que los lleva por cornisas y pretiles coronados por gracia popular de macetas de claveles o geraníos asomados a las calles como a la espera de un gran acontecimiento ignorado, borrachera de clarores dormidos que acaudalan las pupilas, lisonja sensorial que soborna los ojos v los enreda en los cierros que sueñan la ya anacrónica gloria de su fausto barroco, pero dime, madre, ¿hay cierros todavía, luce aún la Isla como guarnición de la intimidad y alcurnia de su buen gusto carlos-tercero aquel enrejado, ataujía mayor de los talleres de la Constructora émulos del recocó sevillano? ¿Se destierran a la fundición como si fueran armatostes que desmienten la vida moderna, para colocar en sus lugares otros cierros prefabricados por un modelo común que los hace igualitarios y uniformados por la ley del mal gusto?
 Dime, madre, si están ellos todavía como cuando los deje, aún airosos, vencedores del tiempo y a la vez conservadores de siglos en las molduras simétricas de sus complicados dibujos, como apostados ante el desafío de unas nuevas exigencias irrespetuosas, voraces y aniquiladoras de todo cuanto no favorezca la especulación. Dime, madre, ¿quedan todavía huertas, puedes asomarte a la cancela de la huerta de Cervera y dominar desde alli el sendero adoquínado y conducido por una doble hilera de álamos, aquel estrecho camino que descendía basta la Albina, acompañado por algunos bancos de piedras a sus orillas superpobladas de margaritas y vinagrillo, está aún la palmera que el viento en su delirio de furor levantero azotaba, y ella comunicaba su queja oscilatoria a la otra mártir de las iracundias venteras: la araucaria del huerto de Togores? ¿Puedes todavía, si pasas por la sacristía de El Carmen, contemplar los regazos florecientes de la huerta, el fondo lateral de los eucaliptus cabeceantes, el ribazo de la parte baja laborado por aquel Job campesino, paradigma familiar de la paciencia y la continuidad que se llama Melchor, esmerada y concienzuda la faena al son ingenuo de la esquila y de las campanadas de horas del convento, mientras, en la lejanía, los esteros se alinean como una escuadra de naves frente a la invasión silenciosa de las claridades ascendentes del apogeo matutino? Era un boceto a medio hacer de Sorolla el carro de Melchor cargado cuidadosamente de acelgas, nabos y lechugas con algún que otro saco de patatas nuevas pequeñitas, redondas y relucientes como el camino del palenque, como decía mí padre, que era buen amigo también de Antonio Marín, siempre bajo su gorra sempiterna, abriéndose paso entre la gente con su nariz aguileña y generosa, robusto, sonriente y noble entre los viejos y buenos campesinos de la Isla. Mi padre me contaba cosas inverosímiles de estos hombres que alardeaban con sus huertas y las lucían como vanidosos joyeros con ostentosos escaparates de fina bisutería, ellos criadores celosos de gallinas, cerdos y vacas, además de sus inínterrumpídas ocupaciones hortelanas, alimentaban opíparamente la mitología agropecuaria con hechos insólitos, cuando no, legendarios, como en el caso de narrar anécdotas de El Tuerto, o las no menos inauditas de El Colchonero cuando eran llamados a coyuntar vacas y sementales, alentados en la faena por media botella de Vélez o de Barberá y el trabucazo de pan embutido de tocino o de manteca colorada, que era como el peón de briega de la despensa del pobre, como decía El Rubio Matias, ah la manteca colorada, comodín fidelísímo tanto del desayuno como del postre, acompañada muchas veces en el valle lluvioso de la boca por la escolta negra del café con achicoría, recuperado milagrosamente en las granzas de sus propios desechos. El Tuerto, hondero infalible y caporal de piaras por las inmediaciones de la via del tren y del Canal, era un personaje que parecía fugado de algún Capricho de Goya, pero de un Capricho con trazos muy nerviosos y de un claroscuro casi siniestro. Me contaba mi padre que un día levantó un mulo basta hacerlo caer al otro lado del muro protector de la parte baja del Canal con el fin de librarlo de las iras mortales de un toro berrendo que se había empeñado en sacarle las tripas y ponérselas encima de las orejeras. Cuando El Tuerto tenía el calor de dos vasos de vino rondándole las sienes, blandía la honda y los golpes estallaban en las láminas del aire, llenaba el lugar de ecos metálicos y secos como auténticos disparos que inquietaban a los gitanos guarecidos en las Cuevas del Canal, hasta los hortelanos de la huerta de El Curita y de la de Ortega se alarmaban sospechando que fuesen cazadores furtivos. Pero nadie mejor que El Tuerto conocía aquellos parajes. Cuando alguna pareja de novios, o algún matrimonio con los niños por delante paseaban por aquellos contornos, El Tuerto, desde lejos, montado en su mulo, blandía la honda y profería gritos ininteligibles, que oídos en la distancia, parecían insultos intolerables, agudizados por el eco del Canal por donde en aquel momento descendía una piara de toros que venían de pastar de la huerta de El Chiclanero. Allí mismo, ¿te acuerdas, Andrés?, poníamos las trampas los domingos por la mañana cuando ya marzo hacia primores de frondas rosas y amarillas en las copas de los almendros, y jilgueros, chamarices y ruines llenaban la cristalería azul de un cielo amplio y generoso con sus píos y gorjeos, lujo de placidez para un día de fiesta en la calma mañanera del pueblo, apaciguado el trajín de los otros días serviles y jornaleros.
    En esas mismas mañanas domingueras, si te vas a la cubierta del buque que es la Isla y que está entre la Alameda y la Plaza de la Iglesia, podrás oir pregones de mariscos que llegan desde la Tienda de Maera hasta ese mástil con olor de bodega que es la Plaza del Rey y que extiende su velamen desde la gran Vía hasta el bar San Diego. Desde el Sandunguero hasta el Maloyo, el pregón de mariscos v de caballas pasa por todas las variaciones de gracia y autoctonía, arde la fibra de la peculiaridad, se estire o se haga flexible como la voz, el garbo ya no es pasatiempo ni anécdota, sino historia y leyenda de un hecho que siempre es acontecimiento. Domingos calentados por un sol misericordioso que lanza sus escasas monedas de oro a la mendicidad sonriente de los paseantes de media mañana, hoy, tibios domingos, venís a esta tarde ya ahogada en sombras de noche densa como unas brasas arrimadas a un perro calado de lluvia asesina y viento apaleador. La memoria tiene recursos de acumulación de elementos que se ayudan entre sí para completar por obra y gracia del amor que no olvida y que jamás renuncia a esa película de imágenes donde los avatares se concilian, se revisten de color candor, llegan a componer un friso de amoroso relieve donde sobresalen las figuras más queridas. Por eso la calle Real se me aparece ahora tal como la dejé en el momento en que sentí el tirón de la partida como un pequeño y secreto desgarrón que me avergonzaba por lo que tenía de femenil y blandengue. Las estaciones son todavía más tristes que los cementerios porque mientras que en estos la tristeza se pudre y desaparece, en aquellas permanece en el aire como un olor inconfundible  que pone mareo en la mirada del corazón, lo hace vacilar, lo deja huérfano de todos sus consuelos. No, Andrés, no basta con no tener problemas económicos y vivir con desahogo, hay unas raíces cuya savia sube hasta el tronco y nutre a las ramas de su sustancia antigua insustituible y única. Aún tengo en el recuerdo aquella mañana de la despedida, su reducido bullicio en el andén, la vidriera azulosa del amanecer agujereada de golondrinas y vencejos que me venían acompañando desde los follajes del Paseo de Lobo, el aire ligero y fino que me llegaba desde San Carlos y de la Escuela, y todo el alboroto que me había venido sonando en los oídos de cuando la infancia, de pronto, al subir al vagón, se me cae bajo las vías y se me pierde como una moneda. Tú no te imaginas lo que se siente cuando así de repente te quitan una parte de tu vida, te obligan a ser más hombre y encararte con una realidad que tú no has pedido, pero que tienes que asumir a la fuerza. Subo al vagón y repentinamente se me apaga la nube de rumores y ruidos a los que estaba yo acostumbrado, pero es entonces cuando con más vehemencia lo vivido aldabonea con todo el coraje de su forzado exilio, y mi madre, mi padre, mis hermanos, tú, Andrés y otros amigos, las pequeñas cosas de cada día y mis propios actos de las horas anteriores están como a la otra orilla de un río que pasa rápidamente y se lleva la inocencia y la libertad, dándome a cambio un espejo turbio donde veo reflejada la realidad ya definitiva, la marcha como un destierro obligado por la miseria, no sé si es el dolor o la humillación, reverso silenciado de una seguridad vital ganada a costa de la mutilación de las propias raíces, pues todo lo que era tuyo como el paisaje, la gente de cada día, la lengua y la pequeña historia se pierde como un sol de primavera detrás de un nubarrón gigantesco y sucio. Yo sé que todo esto podría hacer reír a un desarraigado, a un inconsciente que va por el mundo sin hacerse cuestión de lo que vive, de lo que respira, porque no atesora nada ni en el ánimo ni en los ojos. Madre, cómo olvidar tus sacrificios por nosotros, tantas mañanas tú, camino del Cuartel para quitar mierdas y ayudar a mi padre a levantar un poco a la alicaída pobreza, aquellas tardes a la puerta de la iglesia de San Francisco esperando a las señoritas de la doctrina para que nos dieran chocolate y pan, ¿te acuerdas, Andrés?, inviernos que titilaban al sol efímero de una hora benigna, racheos de vientos fríos que calaban en la vejada piel de la indigencia, pero no por ello el rencor ha medrado en sentimientos de su especie; todo lo contrario, hay al fondo de todo ese naufragio de impresiones e imágenes una tea de gratitud que ilumina con amor los lugares, los objetos y los nombres, ni siquiera la silueta fugacísima de un motivo de amor se me ha desdibujado del ansia de asir hasta los detalles menos heroicos, más desvalidos, o menos importantes acaecidos en las Siete Bevueltas, en el Parque, en las Callejuelas, en el barrio de la plaza de los toros, o entre el bar Isabela y la Mallorquina cuando el Gitano reverbera en su chaqueta blanca y en su gorra no menos blanca toda la prodigalidad solar de un mediodía de domingo centelleante. Acciona con un gesto casi mágico la mano derecha, porque en el brazo izquierdo lleva un canasto con cangrejos, bocas y camarones. Lo suelta en una mesa y hace un cartucho, mientras canta un panegírico de la mercancía. Lo llena de camarones el cartucho improvisado y se lo da al comprador con el gesto amable y desinteresado de quien lo regala, que hasta en esto sabe disimular la grosería mercantilista del negocio. Cuando ve caras serias y un poco disconformes en esta faena de despachar palmetea o cantiñea un estribillo más famoso por su repetición que por su arte de pergueñarlo. Pero cuando esta quitaesenciado y pleno de autenticidad es cuando algunos se le acercan al canasto con ojos desorbitados de asombro.
―­Gitano, qué buenas bocas.
—Gitano, qué centollos.
Y el Gitano: —Ni en los cocederos del Puerto.

Y los caparazones de los crustáceos brillan relucientes y duros, removidos por la mano del Gitano que vuelve a cantiñear a las espaldas de unos guardiamarinas; entonces se me aparece el mar en su doble fragor de elemento dominado tanto por el pie desnudo que desafía al fango de la bajamar, como por la mano experta que mueve el timón en la plena estoa conducido por la rosa de los vientos orzando amenazantes mareas y estoicas fatigas, a semejanza de esta otra nave pétrea que es la Isla navegando por las peligrosas aguas de sus vicisitudes entre la Carraca y los Astilleros, entre la Bazán y Matagorda, ay, cuántas veces has navegado por el aguaje tumultuoso y desordenado de mi recordatorio en el atormentado espíritu de un exilio porfiado contra la indigencia y la desesperanza, difícil y humillante argumento que hoy te reavivas, pero pateado por los años, troceado en figuras y retazos de tiempo, perdido en el laberinto de una urdimbre desordenada de pequeñas historias combatidas en los garabatos de niebla de un necesario olvido, de la que sales tú ahora, pasado mío a trompicones, diminuta patria como un prisma de sal, ay buque perdido y hallado en el muelle borrascoso de esta alucinación que ya me hunde en su agujero de rumores y sueño, cuando la cefalalgia parece que me abotarga la cabeza, y tú sigues con tu travesía inmóvil en un océano de rutina y espera, siempre al viento los gallardetes de tu sonrisa, redondez azul y blanca en un sur bellamente escaparateado para el ocio del turista, pero no, no encallas en la olvidanza, nave en cuya cubierta sigo jugando con el cordaje de mi inocencia, porque es ahora cuando con más proximidad hiendes el agua de esta solitaria evocación, cuando tu sangre cabalga por mi pecho como un caballo desbocado, cuando tu nombre crepita todavía en las brasas de mi ya fatigado soliloquio...

 Premio Puente Zuazo 1979, editado en Premios Puente Zuazo,
Real Academia de San Romualdo (1980)



      PEQUEÑO ANFITRIÓN DEL MAR


   Es cierto que el mar contemplado interminablemente por el curioso Albertito parecía lejano y taciturno, ya fuera por sus entrecejos de neblina, ya fuera por su invasión rutilante del sentido visual, acompañado por un vaivén de oleajes; el mar como un territorio inaccesible, como un carrusel de espumas, como una deidad entre velos de calima; en suma, el mar como si fuese una persona a la que nunca se llegaba, a la que se le tenía cierto miedo llegar por no sabía qué respeto. Pero su interés era incontrolable y la obsesión de aquel lomo de agua undívago y de vidriosos guiños que se pronunciaba antes de llegar al malecón, aparecía en sus sueños también entre juegos de amigos y deberes de colegio.
  Su madre lo miraba con paciencia y un poco de miedo, pero transigía a duras penas con aquella manía de criatura aún ingenua y no consideraba oportuno interferirse en ese como juego de chico fantasioso que lo retenía en casa y lo quitaba también de no se sabe qué malas amistades en la calle, razonaba ella para sus adentros entre el trabajo doméstico y sus idas y venidas a las tiendas del entorno. Por otra parte, se lo refería a su marido, pero de manera muy discreta, y él se sonreía como si se congratulara con lo que para su juicio de hombre impregnado de embestidas duras de la realidad era una graciosa chiquillada, aunque advirtiéndole a su madre que esos pasatiempos no le atrasaran en sus estudios.
    Aquella terraza volcada al Paseo Marítimo era su pequeño terraplén, que en su caso se convertía en un mirador al que con frecuencia venía Eladio, su vecino del primero, tan soñador como él, pacífico y locuaz, contemplador siempre asombrado de las ocurrencias de su pequeño amigo. A la madre de Eladio no le importaba que su hijo jugase con su vecino, aunque le viese como un niño de madurez precoz que conversaba con Albertito mostrando ese aplomo de una persona ya madura. Los dos hablaban del mar, de aquel oleaje que parecía siempre el mismo con su cielo plomizo o azul de fondo. En muchas ocasiones, se sentaban en torno a un pupitre que tenían en la terraza y dibujaban en silencio durante ratos como si entre ellos existiera un reto con vista a conseguir un dibujo ideal sobre el tema propuesto, el cual siempre era el mar que tenían muy cerca con su rumor poderoso, más todavía cuando el viento volteaba las olas y las estrellaba contra las piedras cuadrangulares de aquella especie de dique impidiendo que el mar avanzase como un tren de agua y estallido de cabrillas, como una invasión de mar en el Paseo Marítimo, y quién sabe si cuando las aguas llegaran a la fachada de los pisos subirían como una escala de cristal y algas hasta las terrazas trepando como una enredadera que humedeciese y ennegreciera la pared, las macetas y la ropa tendida, pensaba Albertito en momentos de imaginaria angustia, a modo de preocupaciones que contagiaba fugazmente a Eladio. Sin embargo, estos pensamientos no le asustaban del todo porque él estaba seguro de que tenía el mar dentro de casa, que ese mar era como un habitante más de su vivienda, un amigo que no estorbaba aunque estuviese todo el día en su hogar, entrañable de tan cómplice en su querido y absorbente pasatiempo, compartido con su amiguete y, en ocasiones, durante la cena, referido con eufóricos trazos delirantes, a sus padres y a su hermana, cuatro años mayor que él, quien lo miraba con extrañeza y toleraba aquel desbordamiento de imaginación como un rasgo de su poca edad. 
    Una noche Eladio, a la hora de la cena, y reunido con sus padres y hermanos, empezó a referir los entretenimientos con su amigo en la terraza de éste, sus hermanos le escucharon con cierto estupor, pero sus padres se miraban uno a otra con extrañeza, como si les contara una historia que no merecía nada más que movimiento de cabeza entre la tolerancia y el temor a los desbordamientos de la ficción. Finalmente, sus padres no le dieron importancia a los relatos del niño y trataron de convencerle de que aquellas impresiones de Albertito se debían a su mucha imaginación y que no era bueno tener mucha imaginación, aunque, tratándose de un niño, era muy natural. Pero Eladio insistía en que lo pasaba estupendamente bien con él y que le gustaba mucho ver la cara de su amigo cuando le narraba una historia acerca del mar. Por ejemplo, Albertito —contaba su pequeño compañero de juegos—se ponía delante del oleaje sin el más mínimo temor y además sin mojarse. O bien decía que coleccionaba puestas de sol, incluso que por su casa pasaban barcos algunas veces... Para Eladio, su amigo sabía muy bien lo que contaba,  y no estaba loco en absoluto; y es que sus padres no comprendían a los niños —pensaba él—; los mayores dejan de tener capacidad de inventar, de soñar cuando están ya llenos de problemas en su madurez, asfixiados por los ajetreos de todos los días y el agobio por ese sentido de la responsabilidad que lleva a mucha gente a desesperarse o a aburrirse por la excesiva carga de pesimismo. Seguramente ellos también fueron imaginativos cuando tenían muy poca edad, pero luego no se acuerdan y por eso mismo les cuesta mucho trabajo comprender a un chico de pocos años. Él se creía lo que Albertito le contaba; o sea, que tenía un mar dentro de su casa, que ese mar era amigo suyo, que le traía durante unos momentos barcos grandes y pequeñas barquillas y que las puestas de sol eran diarias, sobre todo en verano. Él observaba cómo Albertito era todo gozo y palabra verdadera cuando hacía descripción de lo que veía. En el pupitre aparecían muchas veces folios con dibujos de lo mismo que él le refería con asiduidad. A Eladio le convencían más aún la mirada y la sonrisa de la madre de su amigo, como si ella confirmara todo lo que su hijo contaba con entusiasmo y como si se tratara de un descubrimiento. Las cosas que contaba Albertito llegaron a ser conocidas en el colegio, porque Eladio no pudo callar aquellas maravillas con que su vecino lo deslumbraba, aunque sus padres insistieran en que su compañero era un niño demasiado fantástico, a pesar de que tenía mucha nobleza de sentimiento, eso sí, y sus padres —comentaban persuasivos— eran excelentes personas, vecinos educados que asistían  todos los meses a la reuniones de la Comunidad, colaborando con sus opiniones en la solución de problemas del bloque, sin quejarse de que el vecino contiguo a ellos estaba ha tiempo de obras y los techos y las paredes vibraban en algunos momentos hasta hacer que los cuadros se cayesen o amenazaran con desplomarse al suelo.

    Una tarde en que todavía Albertito estaba en el colegio ocurrió lo que se temía desde hacía semanas. El espejo enorme y apaisado que los padres tenían en el corredor, justo a la entrada de la terraza, se cayó deshaciéndose en diez mil pedacitos. El disgusto fue inenarrable. La madre de Albertito lloraba desconsolada porque ese espejo le había tocado en una tómbola  un aniversario de bodas, después de que estuviesen celebrándolo en un restaurante con una alegría inolvidable. Necesitaron una paquetera para transportarlo y, como en las paredes del comedor no quedaba bien por demasiado grande para sus paredes, se decidió colocarlo en la galería colindante con la terraza, de cara al Paseo Marítimo de la ciudad y de frente a toda la claridad inundante de las atardecidas estivales, cuando el sol permanece más tiempo en la línea de flotación del horizonte, como si fuera un buque en llamas que tarda mucho en hundirse, en caer al otro lado del mundo. La madre no quiso pensar siquiera en lo que sentiría Allbertito cuando regresara del colegio y se diese cuenta de que la pared estaba desnuda, porque ese espejo alargado y con los moldes de grecas doradas era, más que hermano gemelo del niño, su confidente, su otro yo profundo, con el que dialogaba en soledad, y en el espejo veía lo que copiaba de la vista generosa que se apreciaba desde su amado mirador, de manera que en sus grandes dimensiones se reflejaba unas veces con nitidez y otras difusamente una porción de la superficie marina. Ése era el mar recortado y decorativo que le fascinaba y lo exaltaba hasta el extremo de encender su fantasía infantil e implicar en ella a Eladio, su amigo del alma, que también llegó a ver en el espejo lo que veía él, como un Quijote y un Sancho del bloque, defendiendo el derecho a imaginar, a fantasear contra el realismo miserable de los mayores. 

Premios Mujeres del Mar de Cádiz (2003)
Editado en  HISTORIAS DE GENTE DE A PIE
(Editorial Dalya, 2016)


 
  
  EL RELOJ

 En el Salón de estar de Ia señora Stevenson reina la misma tranquilidad de todos los días. Ella lleva su longevidad solitaria con un sosiego lúcido y amable que es la envidia de todas sus amigas, muchas con menos años que ella. Soltera y pensionista de Telégrafos, donde trabajó durante cerca de cuarenta años en un cargo directivo, a decir verdad, el trabajo no le hacía mucha falta, ya que sus padres le dejaron algunas viviendas de cuya sola renta podría vivir con satisfactoria modestia. Uno de los pocos gozos que le quedan está en tomar el té con amigas que la visitan y con quienes comparte ratos de divertida y evocadora conversación.


    Detrás de la mecedora en la que se sienta, un reloj enmarcado en una torre de fino mármol veteado de gris, imitación de la que se encuentra a orillas del Támesis, le da hora tras hora de la entretenida tertulia, además la de irse a la cama. Sobre una cómoda, el reloj preside su vida; es, por tanto, el árbitro de las actividades de la casa, a casi un metro de su cabeza, como si alguien muy querido estuviera en vela sobre su soledad, mitigada por la televisión y, en ocasiones, por la lectura de una novela de Agatha Christie.

El reloj es también guardián de un tesoro a los ojos de la sirvienta y del jardinero; un tesoro que se guarda en el mueble, dentro de cuyos cajones sospechan que hay joyas y abundante dinero, aunque ella, con mucha cautela, saca el dinero de los gastos habituales de un billetero de mano que guarda con indiferencia en su batín, para entregar a la sirvienta lo que prevé gastar. Las precauciones de la señora Stevenson llegan lejos, hasta el punto de tener vigilada durante el día, cuando hace buen tiempo, una ventana que da al jardín. Por ella, como se descuide, entra un gato blanco y grande, hermoso pero nada tranquilizador, pues en más de una ocasión se ha subido al mueble y ha rozado el reloj con riesgo de que lo tire al Suelo. Ella no es muy dada a cuidar animales domésticos, pero el gato de la vecina de chalé induce a la tentación de mirarlo con detenimiento por su limpio pelaje y su habilidad para deslizarse por los sitios más inverosímiles, si se tiene en cuenta su gran tamaño. AI jardinero Ie avisa con insistencia que tenga cuidado porque el animal se pasea con gran sigilo por donde están sus queridos rosales. Él lo ahuyenta y el gato salta con agilidad por encima del muro que forman los setos hacia el jardín de sus dueños. La señora Stevenson se pasa largos ratos mirando sus rosales y de paso reflexiona observando al jardinero. Piensa ella que la acritud de éste se puede deber a que se ha visto obligado a cuidar varios jardines de la zona residencial como ayuda a su corta pensión. Más de una vez el hombre le ha hecho un lacónico comentario de lo cara que está la vida. En este lamento no se queda atrás la sirvienta, que es más comunicativa y le refiere las estrecheces que sufre con una hija enferma, fruto de un novio marino que la dejó encinta y no apareció más.

 Tal vez por una no confesada debilidad debido a sus muchos años, la señora Stevenson empieza a sentirse insegura y recela de vez en cuando de su servicio doméstico. Hasta que ellos no se van, no se siente tranquila; se convence de que la puerta ha quedado bien cerrada, así como la ventana que da al jardín y entonces respira como la que ha culminado una faena harto laboriosa. A partir de esta hora puede abrir los cajones de la cómoda y recrearse en las joyas de naturaleza auténtica que le dejó su madre y que piensa testamentar a favor de una sobrina, hija de un primo suyo ya fallecido.
   La sobrina vive al otro lado de la ciudad y viene a visitarla dos veces al mes. Cuando deja de acariciar las joyas como si fuera un detalle de afecto al recuerdo de su madre, recuenta el dinero del presupuesto mensual que saca a primeros de cada mes del banco donde tiene su respetable capital, también destinado, cuando ella fallezca, a su sobrina. Dar una vueltecita por el pasado como una irresistible nostalgia es la motivación de esta frecuentísima costumbre antes de acostarse. 
 Pero este orden de cosas se vio bruscamente interrumpido un día. Sobre las diez de la mañana llegaba los lunes el jardinero, un poco antes que la sirvienta. Aquel inicio de semana el hombre que cuidaba los rosales de la Señora Stevenson tuvo que llamar a la policía porque la dueña de la casa no salía, como de costumbre, a abrir la puerta, después de insistentes llamadas.

La policía, ayudándose de un cerrajero, pudo acceder, por fin, al interior de la vivienda. Pero ello no se llevó a cabo sin que los dos policías y el jardinero se llevaran una triste sorpresa: la señora Stevenson estaba, aparentemente sin vida, sentada en su mecedora, ligeramente inclinada hacia el lado izquierdo y con la cabeza caída hacia delante como si su mirada contemplara el reloj en dos pedazos en el suelo. Uno de los dos policías llamó desde la misma casa a la comisaría. AI poco tiempo apareció el inspector con su equipo, su ayudante, el forense y un fotógrafo. 
 El inspector Warner hizo retroceder a sus acompañantes y comenzó a reflexionar sobre el hecho acaecido. La primera impresión fue la de un suave olor que se hacía notar a medida que se acercaba a la zona donde estaba la víctima. Observó la cabeza de la anciana y no vio sangre, pero sí magulladuras. El golpe lo había recibido en el occipucio, concretamente en un punto en el que se produce una muerte instantánea cuando el golpe es certero, sin que sea demasiado profundo. En la mesa de delante de la mecedora estaba el billetero con billetes y monedas. El reloj, en dos pedazos, yacía por el suelo, delante de la vista de la asesinada como si quisiera anunciarle la hora en que había muerto, en concreto, las nueve. Pero, ¿las nueve de la mañana o de la noche?, se preguntó el inspector. Los cajones del mueble estaban bien cerrados. En la superficie del mueble había como señales de que un animal hubiera paseado sus patas de un lado a otro y por el centro. Por la ventana abierta al jardín entraba un airecillo frío y el jardinero se aprestó a decirle al inspector que le parecía extraño que la Señora la hubiese dejado abierta porque ella temía siempre que el gato de la vecina entrase por él, al menor descuido, como había ocurrido muchas veces. En ese instante, llegó la sirvienta. EI inspector observaba de paso los rostros de los dos ayudantes domésticos; en concreto, el de la mujer se descompuso visiblemente cuando vio lo acontecido y dio un grito de horror, al contrario del jardinero que seguía de cerca la circunstancia con no poca frialdad. La sirvienta, una vez recuperada del impacto sufrido, sugirió al inspector que el gato habría entrado y pudo subirse al mueble y tirar a su paso por el el reloj y este caería sobre la cabeza de la señora. Esta teoría le pareció poco aceptable, desde luego. Es probable que la casualidad quisiera que el gato tirase el reloj. Pero también pudo ocurrir que el asesino abriera la ventana, una vez consumado el crimen para dar a entender que el gato había entrado por ella. También es probable que este no tirara el reloj, sino que fue utilizado por el criminal para golpear la cabeza a la víctima. El ayudante siguió las órdenes del inspector y recogió del suelo cuidadosamente los dos pedazos, los guardó en un maletín y se lo llevó rápidamente a la comisaría para detectar si había huellas, pues de esto dependía si el gato lo había tirado o bien había sido tomado por manos humanas. Su afán estaba en descartar que el gato hubiese tirado el reloj sobre Ia cabeza de la anciana. A partir de aquí todo sería la historia de otra sospecha mucho más complicada. El gato pudo pasar una vez que se consumó el crimen. El autor de éste pudo dejar la ventana abierta para dar a entender que había entrado por ella y que, una vez perpetrado el hecho delictivo, no registró la billetera ni abrió los cajones para que la culpabilidad del gato fuese más convincente. Más que el móvil del asesinato, le preocupaba el medio con el que se llevó a cabo. Su teoría de que el móvil era la última fase a la que se llegaba y que las fases anteriores conducían a ella le había dado resultado en varias ocasiones. En este caso, el móvil no podía ser el robo. Habría que mirar los cajones, pero, ¿quién sabía lo que la señora Stevenson tenía en ellos?

Al poco tiempo, el ayudante le telefoneó desde la comisaría y le refirió los resultados del estudio de los dos pedazos del reloj. Se había hallado huellas dactilares muy variadas y difusas, y nada recientes. Sin embargo, y esto era lo importante, en ambos lados del reloj se habían encontrado menudísimas fibras de unos guantes grises de lana. El inspector entró en el dormitorio y buscó un bolso. En el había efectivamente unos guantes de lana, pero eran negros. Despejada esta duda, el inspector Warner se sintió más estimulado y decidió entre vacilaciones irresolutas conocer a las amigas de la asesinada.
 La sirvienta le mostró una agenda con los nombres y los teléfonos y Ie subrayó, sobre todo, los nombres de sus tres amigas más íntimas. Al inspector le daba cierto apuro causarles molestias a tres ancianas que es seguro se horrorizarían con la desgraciada noticia. Más abajo había otro nombre. Preguntó el inspector que quien era y la sirvienta le dijo que la sobrina. Le pareció más adecuado llamar a esta para que se hiciese cargo de las pertenencias de su tía, desanimado por las perspectivas que ofrecían las circunstancias del delito.

Una vez que aquella llegó y pudo contemplar el cadáver aún sentado en la mecedora, el inspector dio orden del levantamiento del cadáver para su traslado al depósito forense. La sobrina, acompañada de su marido, se estremeció y no pudo evitar dar un grito de terror. Frente a aquel rompecabezas desordenado de datos, el policía se sintió trastornado por un fuerte olor a perfume que parecía proceder de ella. Todavía sobresaltada, abrió el bolso y sacó un pañuelo para enjugar las lágrimas. El inspector quiso asegurarse de que la fragancia del extracto emanaba de ella y le pidió que le acompañara a la alcoba. Ella accedió gustosa y le acompañó. Una vez dentro del dormitorio de la señora Stevenson, el inspector le preguntó que cuándo fue la última vez que estuvo en casa de su tía. Ella respondió que hacía doce días. El no podía tomar la colonia solamente como prueba de la presencia de ella en la casa el día antes. Habría que comprobar si la asesinada o algunas de sus amigas utilizaban ese perfume, detalle improbable ya que se consideraba un aroma con mensajes de incentivo sexual. El inspector se quedó en duda por unos momentos y ella continuó entre el suave sollozo y un movimiento de cabeza como indicio de lamentación. Sacaba y metía el pañuelo en el bolso. El inspector tuvo la curiosidad de mirar en su interior y vio unos guantes, unos guantes grises precisamente de lana y, con riesgo de violentarla, se los pidió. Ella se quedó un poco perpleja y se los dio. El inspector se justificó un poco nervioso diciéndole que era una pura rutina. Pero ella cayó en la cama sentándose y reprimiendo una convulsión. El policía le pidió nuevamente excusas y le aseguró que se los devolvería. Las miradas se cruzaron un tanto inquisitivas. Ella se echó a llorar sin consuelo y, pasados tres o cuatro minutos, se levantó y, como asombrada, miró hacia donde estaba la víctima, los ayudantes del inspector, la sirvienta, el jardinero y su marido. Su perplejidad crecía al par que su desaliento. La psicología del agente le daba ayuda en su investigación, ahora más teórica que práctica, pero complementaria, y Ie dijo sonriendo a la mujer que si antes de venir se hubiese lavado y dejado los guantes en su casa, el caso revestiría muchas dificultades de resolución y, si no se podía ir más allá de la hipótesis del gato, se hubiera dado por archivado. Pero la persona que asesinó a la señora Stevenson no pudo ser ni la sirvienta ni el jardinero puesto que la intención no ha sido el robo y, además, ambos se ayudaban económicamente debido a ella, y no iban a cometer la tontería de matar a la gallina de los huevos de oro. Sus amigas estaban también descartadas, pues en nada se beneficiarían con el asesinato; es más, perderían a una compañera de tertulia, que siempre es un recordatorio del pasado y un consuelo para los mismos mayores. Si el reloj no presentara ninguna señal de haber sido utilizado, sería también difícil, pero el autor o la autora utilizó guantes de lana con torpeza, pues este tejido deja siempre fibras; fibras que, en este caso, unidas al olor del perfume, tan peculiar por su estímulo sexual y que él conocía bien porque su mujer la había empleado siendo más joven, determinaron una pesquisa determinante. El autor o la autora debería haber hurgado en los cajones e intentar  robar el dinero de la billetera para dar la apariencia de un robo como móvil, pero le pareció más original desviar las sospechas hacia el gato, dejando la ventana abierta, conocedora de que el animal entraba por ella casi automáticamente, para que el asunto desconcertara a la policía y ésta lo diera por cerrado ante la imposibilidad de culpar de crimen a un hermoso gato blanco que, sin duda, le tenía mucho apego a la señora Stevenson y que entró en el salón para visitarla por última vez. La velada acusación del inspector a la sobrina hizo que esta expresara en su rostro un ademán de ira contenida, mientras miraba a su marido, que, a su vez, la contemplaba con aires de desconcierto mudo y continuo movimiento de brazos impotentes. El inspector se dio cuenta de la escena y se imaginó un trasfondo que no quiso aceptar, en principio, pero que se imponía por los rasgos que se iban completando de su presunción sobre el caso.
La mirada llena de impotencia de la sobrina y la de su marido, cada vez más enigmática, ambas en un indeciso choque, abría un nuevo capítulo en la investigación. ¿Sería capaz de demostrar que aquel asesinato lo había cometido su marido valiéndose de la esencia y los guantes de su propio uso para que la culpabilidad recayese sobre ella? ¿Cómo se defendería su marido a esta supuesta acusación?

El inspector Warner se sentó en un sillón y, como si se tratara de un pugilato, esperó cachazudamente cuál de los dos empezaría antes a desvelar el asunto, que él ya tenía aclarado.
Finalista del Premio de Relatos La Ciguñuela (Valladolid) (2005) editado en volumen con el premio y los otros finalistas. Ayuntamiento de La Ciguñuela (Valladolid) (2005)





HISTORIA DE NADIE

Con orgullo exhibía el canasto de cangrejos y la luz fluorescente
del bar arrancaba destellos de las gotas de agua que
aún humedecían la trama de cañas, en un revoltijo inconcreto
de caparazones y apéndices de crustáceos. El canasto era como
un increíble diamante rayado con móviles estrías. Pesaba en el
recinto el olor a salitre, rabioso y avasallador, de modo que se
imponía sobre los demás olores: el que emanaba de las gambas
ya cocidas, el humo penetrante del tabaco, el vaho evanescente
del sudor, el poso de la tinaja de aceitunas… El espontáneo
juego de los reflejos que se trenzaban en el húmedo canasto
se hacía más vertiginoso y cambiante cuando el mariscador,
con brusquedad en la ostentación, movía más y más el atestado
canasto y escarbaba en el fondo removiendo el montón
de cangrejos y bocas, que crujían en un hervor marino como
si un resto de mar aprisionado en la imaginaria compuerta del
canasto pugnara por hacerse presente, por hacerse real entre
los que estaban allí.
—Oye, Pepe, ¿y todo esto lo has cogido tú solito?
Y Pepe sonreía, con la colilla en el rictus de la boca, que
dejaba asomar más de una melladura en el contorno amarillento
de los dientes:
—Yo solito. ¿Es que no sabéis que me traigo el mar en
mis canastos? —decía jactancioso mientras sonreía con un
convicto asentimiento de cabeza, sempiterna sonrisilla en
la fruncida boca, mientras que por su mente pasaban como
sucios y pequeños oleajes de caño las compuertas con sus dos
piedras laterales y los tablones antiguos que han soportado
dentelladas de agua con la subida de las mareas, tanto regocijo
con avalanchas de peces, compuertas, sí, que a la orden de una
mano ruda se levantan, y las brecas y los salmonetes entran en
tromba como los niños a la salida del colegio.
—Oye, Pepe, ¿cómo pudiste coger éste o ése otro...?
—¡Imagínate!... —era su respuesta, sugeridora de una
gran pericia en el oficio.
Al atardecer, cuando Pepe volvía a sus territorios marinos
de bajura, se felicitaba si veía la marea a un palmo del fondo,
porque así tenía más fácil acceso a los fangos hospederos de
las biñocas y las gusanas, necesarias para la pesca de los aficionados,
que él vendía la mañana de los sábados y domingos en
la puerta del bar de costumbre. Las compuertas se alzan en la
distancia como dos campanarios grotescos por la rusticidad
de sus maderas. Dos cadalsos esas compuertas te han parecido
siempre, como de esos de las películas, para guillotinar a la
luna que llega a la calvicie del montículo como conducida por
nubecillas de lana escardada, o cuando tiene escarlata cerqui13
llo de monje y es entonces ojo de cíclope amenazando lluvia
inoportuna, y bien lo sabes tú, que eres buen catador de vientos
y matices de cielos en víspera de que la tranquilidad de
la marisma se descomponga. La sapina despide, cuando se la
pisa, un olor recio y casi amargo si se te posa en el labio. En
el fondo, como un caserío en mitad de un campo sin límites,
pero de agua y verdes mates, aquella maciza soledad anfitriona
de esa sapina y de los rectángulos monótonos con todos los
tramos de agua amaestrados, encasillados en las aulas seguras
de los esteros. A lo lejos, la figura diminuta, casi borrosa de un
pescador con un remo al hombro y un palangre colgado del
brazo; hace como un zigzagueo en torno a un estero y otro,
parece que por unos instantes lo has perdido de vista y, de
pronto, se te encara como un espantapájaros con pertrechos de
pesca que huyera rompiendo la capa del adarce que cría la sal
seca encima del agua; se oye una pequeña tos, el susurro de los
pies doblegando la reciedumbre del herbajo gordo característico
de estos desabridos contornos. Es uno de los compañeros
de siempre: Paquillo, el Nía, el Sapo, el Metralla…
—Dame un cigarro, anda.
Se cruza un comentario de cómo está el aguaje o de si
el levante te va a echar a perder la faena. Continúas adelante.
Te adentras por la Vaera, tocas ya una masa oscura de fango,
algunos maderos a modo de puentecillo sobre las piedras cen14
tenarias que han pisado tantas generaciones menesterosas y
agradecidas a las biñocas. a las gusanas, a los cangrejos, a los
camarones y a otras presas que te dejan, pasados los años jóvenes, reúma y dolores en todos tus huesos, sin una pensión a
cambio que te consuele una vejez arrinconada en el rincón de
un bar de barrio, de los que llaman güichis, como en espera del
despesque de la muerte, Pepe, sin que de nada te sirva consolarte
ya con aquello de que te traías el mar en dos canastos y se
los regalabas a los vendedores al por menor.
Desde aquí se ve, el pueblo; o mejor, las espaldas de un
pueblo que come cangrejos, ostiones, bocas y especies similares
cuando tú necesitas unos euros para airear tu vida al pairo
de un rato que te hace olvidar muchas cosas desagradables,
cuando te sientes novio de la bajamar. ¿Han venido ellos, los
satisfechos compradores, por estos andurriales alguna vez,
donde tú te sientes señor de los esteros, señor con todos los
anillos de reflejos en tus dedos, atestiguados por un sol que,
como a caballero medieval, te da un espaldarazo con su espada
de calor y brillantez en tu espalda, ay, acechada ya por la artrosis?
¿Saben lo que es coger un canasto de madrugada y salir
hacia el camino de los bajos resbaladizos de un puente o de
una compuerta con los ojos todavía casi pegados y contraídos
como si tuvieran legañas, los dedos engarrotados por el cierzo
como alicates enmohecidos y tener que arrancar los ostiones a
las piedras con el cincel y el martillo?
Mira desde aquí, Pepe, la silueta del pueblo, que ahora,
en la imaginación, ves grande y lleno de gente, como si fuera
al mediodía de un domingo de aquellos de los años setenta,
cuando la calle Real de tu ciudad pequeña, desde el ayuntamiento
hasta la gasolinera, era un trasiego pululante de los
que tapeaban estimulados por los pregones marisqueros de
tus colegas vestidos de blanco impoluto hasta la gorra; pero,
en estos momentos, la mirada se te empobrece y oyes sólo el
ahogado resuello de la garganta de las compuertas, ves en la
penumbra de la amanecida las parcelas de fango en donde has
de hacer los hoyos con esa mano derecha que maneja increíblemente,
como la destreza de una paleta en la mano de un
pintor; ten cuidado de no resbalar, no sea que te quiebres un
compañón y tengan que llevarte rápidamente a Urgencia.. Sí,
Pepe, mientras ellos duermen o juguetean con sus mujeres,
tú, en el amplio bostezo de la marea baja, ves cómo se mueven
los crustáceos tal si fueran locos dormidos, locos con los
ojos brillantes como si les viniera encima un cielo apedreado
de estrellas del amanecer; ay, pero el marisco también tiene
corazón, tiene familia, y tú llegas y la rompes llevándote a las
madres de toda clase de alevines para nutrir a la gente bien de
la ciudad que ves desde aquí emborronada, como si estuviera
desperezándose y preparando los utensilios de la cocina para
sazonar lo que tú les llevas oliendo a fango, un denso olor que
neutraliza al de la colilla y al vino barato que te tomas en uno
de los güichis del barrio, entre jugada a los naipes y el bajo
cantiñeo de flamenco de barrio. Pero tú soslayas este expolio
con un encogimiento de hombros: qué vas a hacer; no tienes
más remedio que ganarte la vida, y esa sonrisita de inocencia es
como epitafio que le pones a la marisma, pensando en que la
tarde será tuya en la celebración de un día más de supervivencia
en este naufragio del ir tirando entre el fango de la bajamar
y la mesa del bar con vaharadas de olor a aceituna zapatera;
y, al final, la lenta melopea que es como nodriza que te acuna,
que te adormece los recuerdos que todavía te acompañan y te
martirizan esa piel delicada que es la memoria: los disgustos
tormentosos que daba tu padre cuando lo zarandeaba la más
amarga de las mareas: la del vino o la de la miseria remendada
cada día en tu casa con la paciencia de tu santa madre, que
también tiene que soportar ahora los vaivenes de tus borracheras,
que tú te justificas lamentándote de que te metes en fango
todos los días, con lluvia, frío o levante y ¿qué te paga luego
Andrés, el del diente de oro, el del cocedero, que es el que
realmente se lleva los euros más relucientes? Cuando la gente
ve en el escaparate los mariscos ya expuestos como una feria de
deliciosos bichos exóticos, nadie piensa en ti, Pepe, el que, día
a día, va siendo más doblegado por los reumas y los estornudos
que se enroscan en la garganta hasta dar en huéspedes de toses
duras, mientras Andrés, el del diente de oro, vestido como un
maître y sonrisas por doquier, es el que recibe todas las felicitaciones de los clientes que salen satisfechos después de la cena fría; sí, él es el buzón adonde van a parar todos los parabienes cuando los clientes vuelven a comprar con los paladares agradecidos, y nadie ve al escuchimizado solterón que baraja naipes en vez de billetes de los grandes como lo hace Andrés y celebra con cuatro amigos del barrio sus cotidianos y rutinarios ocios, en vez de sentirse rodeado de mujer e hijos en la animada sobremesa, como se ve, gracias a las generosas ganancias de los mariscos fascinantes por obra y gracia del prestigioso cocedero, el orondo y pulcro Andrés con sus anillos de oro en las manos,
que dirigen con gozo de director de orquesta a sus hijos en el
éxito bullanguero del afable mostrador acristalado y expositor
ufano de los crustáceos, como un desafío a la fantasía.
Ay, Pepe, ay, Pepe, siempre enarbolando tu orgullo de no
querer trabajar nada más que para vivir al día y no depender de
una voz mandona que te grite ni te pida cuentas; ni tampoco
te has querido ver como algunos de tus hermanos, cargados de
hijos mal alimentados y callejeros, fácil carne de cañón para
el alcohol y la droga. Pero la jactancia de la independencia se
paga caro y la bandera de la libertad no se tremola fácilmente
en los aires de la realidad diaria y tú has de pasar mucha fatiga,
muchas fatiguitas, como dices coloquialmente, para echarse al
fango a ganar esos euros que te den para vivir al día.
Sin embargo, nadie, Pepe, puede emborronarte la alegría
de cuando llevas los canastos al güichi rebosantes de conquistas
a las compuertas, a los caños, a los esteros, a los puentes en
la delicias del reflujo de la marea, colilla en el rictus despectivo
de la boca y la imaginación recreándose en compartir tus
ganancias, después de entregarle a tu madre lo convenido, con
los amigos afines en tu cuartel de invierno, amenizado con los
envites del mus y el vinito confortador, que para eso lo toman
los curas también, como tú dices, y, de vez en cuando, visitar
a tu amiga la Almejita; y con el impulso de esas soterradas
emociones, esos canastos relucen con toda la variada mercancía
que te da la mar de las marismas, dócil a tus manos magistrales;
y qué alegría, Pepe, qué poderoso regocijo dan los dos
canastos como dos soles a la cintura cuando lo que te anima
por lo bajinis es la recompensa futura de tus esfuerzos, y todos
te rodean felicitándote con palmadas en la espalda y elogios a
tu destreza, el más viejo oficio del hombre que ha vivido en
las Callejuelas de los pescadores, esposo eterno de las asas de
tus canastos, sonriente como si te aclamaran por tus triunfos
sobre los fríos, los soles y los levantes, orgulloso si miras en el
instante de la celebración cómo despiden sus estrías de plata
los lenguados, los chocos y las anguilas, cogidos en las com19
puertas; y en el otro, las cañaíllas, las bocas, los camarones,
los erizos, los ostiones, los centollos, capturados astutamente
a favor de las bajamares entre las rocas, ajeno tú, Pepe, a los
amaneceres que enseñan su dentadura plateada por el cielo de
levante y los atardeceres que se queman silenciosos como bonzos
en el mar de poniente. Pero, ¿qué te importa la belleza a
ti, que encuentras las compensaciones barajando los naipes en
el güichi, entre chistes y anécdotas condimentadas con las risas
gruesas de los amigos y la tuya, vencedora del día, apoteosis
de la fuga clandestina de los días por el salidero insensible de
la costumbre? Y las mujeres, Pepe, ¿qué significan para ti las
mujeres?, te pregunta tu conciencia muchas veces, Y tú le respondes que lo mismo que para tus amigos tahúres de tertulia...
¿Qué van a significar, qué van a significar? Pues, eso: ir a ver
a la Almejita cuando te suba la otra marea, la de la pasión
por la hembra, y se acabó. No vas a hacer como algunos de
tus hermanos, que se han sobrecargado de hijos para tenerlos
como adanes por la calle, ¿verdad? Tu consuelo es el brillo que
despiden los canastos cuando tu esfuerzo los atesta de criaturas
marinas y, después de arrancar expresiones de asombro en el
bar de costumbre, se los llevas a Andrés, como el que lleva un
trofeo ganado en el campo de batalla del fango y la sapina, del
palangre y la compuerta. ¿Y qué dice Andrés, el del diente y los
anillos áureos, cuando tú se los brindas ufano para que él luzca
tus trofeos en sus expositores? Pues, nada; sonrisita y, a veces,
meneos de cabeza con reparos porque las bocas le parecen más
chicas que las de la vez anterior.
Pero tú, guarécete donde siempre, porque eres uno de los
tíos más felices de este pueblo y sabes ganarte la gloria del buen
mariscador, aunque las palmadas en la espalda, las felicitaciones
y los gritos estupefactos te vengan de cuatro asiduos a la
media botella, amamantados a la ubre más cariñosa, y que es la
del vino, la mujer que mejor sabe adormecer y poner en olvido
las penas fijas del día, ya que eres el amo del barrio, “Pepe el
mariscaor”, el héroe del güichi porque antes eres el héroe de la
menguante, el que se merece por unos momentos que la gente
deje de lado el partido de fútbol en el televisor para mirar, para
admirar, mejor dicho, esos triunfos suculentos que les has arrebatado con arte a los lodos pantanosos de los caños y al vientre
verdinegro de la resbaladiza compuerta; sí, Pepe, enorgullécete
aunque esta mañana no quede escrita en ningún sitio, aunque
sea la historia de un simple mariscador de los muchos que han
dado las Callejuelas; aunque sea, al final de cuentas, la historia
de nadie.

Premiado con el título de “Pepe el mariscador o Historia de nadie” en Educación y Descanso,1974, publicado en Yunque sinsabores y otros relatos de muejeres de por aquí (2008) y posteriormente en Historias de gente de a pie  (Editorial Dalya, 2016)



YUNQUE DE SINSABORES

Carmen Mariana hace lo de todos los días: barre el patio,
de cuyas paredes cuelgan rientes y populares las macetas de
geranios y claveles. En el centro del patio hay un aljibe (qué
poquísimas quedan ya en las Callejuelas, Carmen), y en torno
del aljibe se yerguen frescos y gallardos cuatro macetones de
aspidistras; hacia las cuatro de la tarde el sol y la sombra se
distribuyen a partes iguales el cuadrado del patio; en la cruz
del herraje del aljibe un pío perdido y foráneo despierta la
competencia del jilguero que tiene Carmen Mariana, regalo
de su yerno, en un rincón del patio, a dos pasos de una tinaja,
encima de cuya tapadera ella en el atardecer limpia con primor
la jaula, y se acompaña con el radiocasé desde donde le llega
un poco de animación con el quejío de la copla y el cante flamenco
en sus espirales de modulaciones, y Marifé y la Paquera,
y Valderrama y Farina vienen a darle ese soplito de alegría que
ella necesita sentir en su cara, ya ajada por el cansancio de
los sesenta y tantos años que arrastra con entereza y sonrisa, a
pesar de todo. Y la estridencia jocosa de los carnavales 
y el sentimiento herido de la saeta se suceden como manos invisibles
que les ayudaran a las suyas a dulcificar la mueca rutinaria de
sus quehaceres, como los de las dos vecinas que conviven con
ella en el mismo patio. Carmen Mariana aprovecha las latas de
conserva ya vacías de la Fábrica de Paquiqui y siembra en ellas
albahaca y yerbabuena, y cuando se le llena el patio de esos
olorosos trastos, los regala a alguna vecina o a su nuera.
Hace dos semanas llevó en el coche de su hijo Pepe dos
macetones de aspidistra a la iglesia del Carmen, y el hermano
Rafael, pródigo en sonrisas y agradecimientos, las puso en el
primer escalón que da al altar mayor, conforme se sube por la
parte del atril.
—Para la Patrona, hermano Rafael.
—Qué hermosura. Deben de tener más de un metro —
exclama el lego con asombro.
Carmen Mariana es devota de la Virgen del Carmen,
devota de toda la vida; cada vez que la Virgen sale en Rosario
de la aurora o en procesión, como en el Corpus, como en el día
de la Virgen del Pilar, ella le acompaña en la fila como una feligresa
más del barrio. Desde que murió su marido, después de
una larga enfermedad llevada con ejemplar resignación en la
casa, viene más a menudo a misa, pero no por una costumbre
tranquilizadora y como de alivio de la fatiga diaria, sino como
un anhelo de conformidad con la voluntad de Dios, que es
prepararnos día a día para que la muerte no nos sea tan cruel,
como lo fue para su marido —piensa en sus recovecos del
alma— sin esperar que esa fe cambie materialmente su vida.
“Es una fe de agradecimiento por esa resignación que da Jesucristo
clavado en la cruz y clamando a Dios en su abandono”,
reflexiona Carmen Mariana, recordando una de las frases de
fray Eduardo Molina. Ella va a misa una tarde más que otra,
sobre todo ya en primavera y en verano, que mejora el tiempo
y la bronquitis le entorpece menos el paso. Cuando sale, procura
no mirar a la puerta de enfrente. Allí vive Petra la Dorá.
La llaman así porque una vez a su marido le tocó una quiniela
de las que salen en el Diario; una quiniela de esas que hacen
venir a pie a los directores de los bancos a buscar en el güichi o
en el patio con colgajos de camaroneras al afortunado.
Carmen Mariana no se habla con Petra la Dorá desde
mucho antes que le tocaran los millones, porque el hijo de
ésta, Manolito el Chulé, dejó preñada a su hija de Carmen y
se largó a la Legión. “Vino a los cuatro años y el muy canalla
se casó con la hija de un montañés de la calle Comedias, y después
le cayeron los millones, para colmo”, se lamenta ella. Las
familias hacen todo lo posible por ignorarse; pero una y otra se
enteran de las mutuas quejas que se disparan respectivamente
en la tienda del Chico o en la de Pedro Coello. Lo que más
le llama la atención a Carmen es que Petra no va nunca a la
iglesia y no tiene en su casa ni un solo cuadro de la Virgen del
Carmen, como le ha dicho Concha la del Sapo.
Ahora tiene Petra un portón de pino de Flandes con
llamador dorado y fachada alicatada de lositas blancas, para
no tener que encalar en el mes de julio, cuando el ayuntamiento
da permiso gratuito, y en la casapuerta ha colocado
azulejos morunos “de los que hay en las casapuertas de la calle
Real”, como presume la misma Petra con una fatuidad que
“echa humos de delirios de grandezas” en el reticente decir
de Carmen con un ademán de lástima para con su engreída
vecina. Los domingos viene Manolito el Chulé por sus padres
y se los lleva en su coche a comer a una venta de las que hay
en el camino de Gallineras. A esa hora Carmen procura no
asomarse ni a la puerta ni a la ventana. Ella, mientras tanto,
se pone a fregar o a coser escuchando la radio, o pone la televisión
con poco volumen, ya que su hija Dolores quedó muy
mal de aquel embarazo furtivo y en malahora, y debido a esto
se pasa mucho tiempo tendida en la cama con jaquecas que le
asaltan esporádicamente.
Los domingos por la tarde viene su hijo Pepe con su
mujer y los tres niños, uno de ellos, el más pequeño tiene un
poco de retraso mental, pero reversible, como le han dicho los
médicos, y Carmen llora de emoción pensando que un día el
niño se recupere, porque esto le preocupa mucho más que sus
apuros económicos, de los que nunca habla, ni siquiera a su
hijo Pepe, que tiene que insistirle mucho para que ella le hable
con franqueza acerca del asunto. Con lo que le quedó de su
marido vive como puede; además, su hija trabaja en la Fábrica
de Conservas de Paquiqui cuando la llaman. Carmen mima
en la palma de la mano el poquito dinero que tiene para tirar
de él hasta el fin de mes. Sin embargo, Carmen no pierde su
alegría, una alegría que es como un chorro de entusiasmo con
el que riega las macetas, limpia la jaula del jilguero y sube a
la azotea a tender la ropa, mientras contempla los esteros en
una lejanía vaporosa, sobre todo en los mediodías de verano,
cuando parece que el sol se está bañando en el puente de la
Vaera y centellea con rabiosos resplandores.

Ahora que en la radio asoma la Cuaresma, su sentimiento
morado con las saetas y las marchas procesionales, Carmen se
pone más contenta y cuelga la mirada untuosa y fervorosa,
cada vez que pasa por el pasillo que va a la alcoba, en la estampa
del Nazareno, al que su marido le tenía tanta devoción y bajo
cuyo Paso iba de cargador en aquellas madrugás inolvidables,
al mando del capataz Paco Tinoco. Las saetas le ponen la piel
de cervatillo asustado y, en cuanto puede, sube a la iglesia carmelitana con más gozo a rezar el Rosario. La calle del Carmen,
empinada y larga, es una prueba para su vieja bronquitis.
—Adiós, Concha.
—Adiós, Carmen.
—Adiós, Lola
—¿Cómo va esa bronquitis, Carmen?
—Va mejor, hija. Gracias —responde Carmen despaciosa
y un poco jadeante.
Carmen forcejea en su dentro y quiere vencer los pensamientos
que le crujen en la hoguera interior de su tristeza.
Sabe que estar en este mundo significa aceptar lo que la vida
nos depara, no Dios, que nos da una capacidad muy grande
para resistir y no perder la alegría, pero no para pedir el milagrito
fácil, porque para eso dijo Cristo que el que quiera ser su
discípulo, coja su cruz y le siga, como le ha dicho reiteradamente
su confesor el padre Eduardo Molina, que le cuenta un
pasaje de la vida de San Juan de la Cruz, como por ejemplo,
cuando se le aparece Cristo y le dice: “Yo hago sufrir a los que
me aman”. Carmen, ahora que lo recuerda, se echa a temblar
con aquellas palabras que le dijo el carmelita; pero ella se compara
al yunque de la fragua que tiene el gitano Luis Monje,
que vive unas casas más abajo de la suya. “La vida da golpes
y golpes y ella es un metal que se modela al gusto de la mala
leche de las circunstancias. Pero, ¿por qué van tantas vecinasa darle gracias a Dios, al Nazareno, a la Virgen y a los Santos
por los beneficios obtenidos, con el beneplácito sonriente del
padre Eduardo? ¿Es que no son iguales todos los creyentes ante
Dios, o es que Dios tiene sus preferidos? ¿Es que los que sentimos
la humillación hasta en los tuétanos no tenemos derecho
a declararnos maltratados por la Providencia?” Era la primera
vez que se atrevía a hacer un juicio de los resultados de la oración,
la oración desesperada en algunos casos. Cuántas vecinas
suyas, como la Dorá, no pisan la iglesia, como no sea para una
misa de difuntos, y las cosas les han salido de rechupete: les
viven sus maridos, sus hijas se le han casado muy requetebién
y gozan de sus nietecitos, para colmo de suerte. ¿Eso lo quiere
Dios así para unas y no para otras? ¿Cómo es posible creer
en un Dios que nos trata de diferente manera a cada uno, o
bien Dios, si existe, nada tiene que ver con lo que pasa en este
mundo lleno de engaños?, se pregunta indignada, a punto de
estallar de cólera, mientras camina sin dejarse vencer por los
pensamientos que le crujen en la hoguera interior de su tristeza,
ya muy cerca del convento.
En el recoveco de la iglesia, el viento de levante revolotea
papeles y hojas secas que la bocanada levantera trae desde
la Plazuela; zarandeada por un mar de vacilaciones; intenta
empujar la puerta artesonada de la parte izquierda del recinto
religioso, la que lleva a la Virgen del Carmen, entra y oye la voz
del hermano Rafael, que ya comienza el rosario:
—Primer Misterio: La oración y la agonía de Nuestro
Señor Jesucristo en el huerto...


Premiado con el título “Yunque de sinsabores o Carmen Mariana” 
en Igualdad para la Mujer, 1998, y aparecido en Historias de gente 
de a pie (Editorial Dalya, 2016)


         
 Cuadro de María Jesús Rodríguez Barberá

                  TÚMULO DE CIENO

                                        A Rafael Duarte
                                        A Enrique Montiel

                La vejez es más temible que la muerte.

                              Juvenal, Sátiras XI, v.45





Esto no es el mar con su ruidoso taller de yelmos y corazas; el mar, enorme acuario desbordado en las playas; esto es una lengua de agua, una lengua lenta y enfangada que lame con silencio y trabajo las riberas duras de los esteros escoltados por la sapina. Cuando las nubes grises y viejas se echan en la Almadraba como vacas cansadas y taciturnas, todo el fondo del cielo se ennegrece con brazos extraños como una caricatura sobre la cabeza de pámpanos de Chiclana. Esto no es el aguafuerte sonoro de la playa de Camposoto, ni el relincho de la montante de la Carraca cuando el viento de levante la encrespa con ribetes de escarceos espumosos. Acércate despacio, que la marea sube ahora con pies sigilosos y como tirando un capote verdusco con punzantes olores ostioneros sobre la superficie agria del adarce. Pero, mientras que la marea despierta y se despereza con brazos múltiples de agua llenando los cestos pedigüeños de los esteros, entramos en el Bar de los Candrais Yacentes, porque es seguro que a esta hora, junto a la ventana que da al caño, está Rafael Bogavante, mimando sus labios con los pausados sorbos de un café en lenta y contemplativa parsimonia. Sentémonos aquí, a varias mesas de distancia de la ventana que da al exterior, a la espalda sangrante de Gallineras, y un cementerio de botes y candrais nos sugiere la historia de antiguos pescadores del lugar.

Pero yo, que ahora tengo ardiéndome en las manos el Ecce homo de Nietzsche, que tú, nuevo amigo también, me has dejado, Enrique Montaña, no te puedo contar esas historias, como no sea metiéndonos en la mirada de un joven poeta al que acabo de conocer y ve crecer la marea como una alfombra de agua, y el agua llega, en principio tímida y jadeante, luego se crece y levanta su lomo verdeoscuro y parece como si tuviera colmillos con los que muerde las quillas semihundidas en el fango, de luto por el cauce muerto de esta pequeña cala bajo la ventana; o bien se propaga en lenguas que lamen los costados ennegrecidos por tantas faenas de estas viejas embarcaciones que pudren al sol su carcomida gloria.

El sol de las cuatro ya gira en lo alto de la loma del Cerro y empieza a desgranar sus largas y áureas trenzas sobre compuertas lejanas, esteros ya adormecidos y secas sapinas. El caño siente la crecida del agua y se mueve como un paquidermo, primero torpemente, después como si una manada de elefantes transitara por el cauce, siguiendo el curso del agua hacia el Puente de Zuazo.


Mientras tanto, tras la ventana, el poeta Rafael Avante está como enmarañado en su asombro. Como siempre, el señuelo del espejismo estético toca sus párpados con sus mágicos dedos. Y se dice a sí mismo que aquel candrai recostado y semihundido en el fango por su parte trasera, con dos vértebras en su proa como dos pitones que quisieran rasgar el capote invisible del aire, es un toro que no quiere desaparecer en el cieno y levanta el testuz, alargando el espinazo desgarrado y mugriento por las uñas de los soles  y la metralla de las lluvias.

Rafael Avante ve en el fondo del hondón, que antaño fue un estero, la sombra del candrai sempiterno, todavía erguido como una protesta inútil, movida o desbarata a veces esa sombra por un airecillo que entra y sale por la hondonada como si fuese la mascota lúdica de la marea, un duendecillo de viento de levante que está querenciado allí desde años ha, como si se nutriera del hedor a cieno concentrado y parásito, que suavizan, en ocasiones, los olores que salen con suculencia tentadora de la cocina del bar; abanico que ventea estimulando el apetito como un heraldo del robalo, la lubina, el cazón, el choco y otros hermanos de martirologio culinario que convocan con bien ganado timbre de fama a todas las hambres inquietas a la hora de su irrevocable tributo a la naturaleza, negrera de los instintos.

Pero Rafael Avante no respira en los dominios gastronómicos. Su mirada de cazador furtivo de belleza le lleva por otras cotas de la percepción. Como es aficionado incorruptible de la policroma fiesta de los toros, Avante, dando en Cúchares contemplativo, compara al candrai, huérfano de travesías y peces, con un toro, con un toro que, como en los carteles anunciadores. levanta la cabeza corneando sus alucinaciones de soles hirientes y vaharadas de légamos. Y nunca baja esa cabeza aunque la claridad lo invada mortalmente, aunque el resplandor lo inunda, porque ese toro tiene los ojos cegados por el fango, y ese fango es la paga de sus muchos años de ida y vuelta por el caño cargando arena y cajas de pescado, y mira a los cielos azulosos que tantas veces se derramaron sobre su singladura como un bálsamo de sosiego; sí, mira a los cielos, pero ya no los ve como otros días en los que la marea rutilaba igual que una vitrina de traslúcida cristalería, aquellos días en los que orzaba el pelaje verdinegro salpicado de mechones de alhureca; ahora mira a los cielos, a todos los cielos, a los grises de cardos borriqueros, a los negros de cisco y picón, a los celestes de flor de higotuna; pero este toro con su cornamenta de madera reseca, a pesar de que parece que se empina, no ve a nadie y, además, está dormido, duerme un sueño de humilde bajamar, un sueño de redes mil veces recosidas, de palangres desenmallados ya de su pesca y abiertos en los patios alegrados con macetas y latas de geranios; se recreaba, en fin, en un sueño de parihuelas de arena, a lo mejor cargada en el viejo Zaporito, letargo entretejido con voces que latiguearon o endulzaron su perezosa navegación como las del  Nía, Jeromo, El Negro, el Culebra, Valentín, Pepe...hoy amordazadas por la sábana negra de la muerte; y ahí se yergue, o parece que se yergue, como un recuerdo que tiene un museo único en este bajío donde el sol oculta todos los días su cofre vespertino de mohosas monedas crepusculares.

Y Rafael Avante, que ya se ha tomado el café, le echa la última mirada, oblicua, caída, pero tierna y envolvente. Se levanta de la silla y aleja el platito con su vaso, coge una servilleta de papel, se saca el bolígrafo del bolsillo de la chaqueta y escribe con la misma tranquilidad con que vuela pausado y bajo la gaviota por la cercana marisma:

                            Levanta tu testuz, toro de cieno,
                            y embístele otra vez a la marea...

  Se bebe el sorbito final de la copita de coñac y se va. Un airecillo cómplice remueve la servilletita y la saca por la ventana hacia el hondón en que candrai y ocaso son ya un túmulo de creciente oscuridad salmodiada por el gruñido de agua del caño tan cercano.

Premiado en el certamen Mujeres del Mar (2002) y editado en Historias de gente de a pie (Editorial Dalya, 2016)


















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