Revista poética "Bahía", año 1973
No tema el lector sensato: con este
artículo no pretendo ensanchar la nómina de los escritores de la Isla (o de los escribidores,
como dijo una vez Francisco Carrillo, nuestro paisano, autor de Por los
siglos de los siglos). No sugiero en absoluto que se mida la literatura por
la relación de escritores y metros cuadrados de la ciudad. Lo que aquí propugno
es nada más que una excursión modesta y sin anhelos de gloria por el papel.
En Francia, que ha sido desde la Edad Media la tierra de
las Letras, mucha gente escribe por el sencillo placer de entretenerse.
No hay nada más exultante y relajador
en la creatividad que volcar en una cuartilla (o en el ordenador, da lo mismo)
unas opiniones o unos sentimientos. Se trata de dialogar consigo. Lo escrito no
tiene por qué ser una acta notarial de ese monólogo. Sería un esbozo de
autorretrato con gratificación de fondo por aquello de que nos hemos desahogado.
Los primeros psicoanalistas
recomendaban a sus pacientes que escribiesen mucho como una medida de alivio a
sus tensiones profundas y guardaran lo escrito para leerlo tiempo después. El
resultado era que se lograba una especie de curación de los problemas
inconfesables. Con un poco de valentía, el paciente lograba desenmascarar su
propio subconsciente y lo liberaba de aprehensiones, muchas de ellas estúpidas
y procedentes de falsos complejos. Era y es un sacrificio muy rentable, por lo
visto. Muy rentable psicológicamente hablando. Con ello el individuo consigue
descorrer una cortina que no le permitía ver la realidad como es. En el mejor
de los casos, escribir puede significar un ameno cultivo de las propias
impresiones. Un recreo en vivencias que nos acompañan y que deseamos fijar a
manera de triunfo sobre otros recuerdos desagradables.
En el artículo anterior destacábamos
la importancia que tiene incentivar el talento de niños y jóvenes en colegios e
institutos. Con el hecho de escribir también se beneficia el hablante que
somos. En la enseñanza de la
Literatura, a los alumnos se les puede impartir clases de esta
disciplina insistiéndoles en que el estudio de los textos les ayuda a dominar
mejor la lengua tanto por escrito como por el uso oral. Ese dominio entre la
corrección gramatical y la riqueza de vocabulario les ayudará en los exámenes
de otras asignaturas y también en oposiciones y entrevistas laborales. La
lengua sería entonces una matemática de nuestros conceptos. Pensamos y
expresamos lo pensado insertándolo en el continuo fónico de una palabra, como
se dice en Lingüística. La importancia del cambio de un fonema (por ejemplo:
lodo/codo), o bien de una tilde (lástima/lastima) es decisivo. Hasta este punto
tiene capital interés el ejercicio de la lengua.
Pues bien, estas reflexiones no
tienen otra finalidad que la de exponer sencillamente lo divertido que es
aficionarse al manejo del idioma, cualquiera que sea la intención del hablante.
No vamos a entrar en los argumentos que emplean los lingüistas más eruditos.
Nuestro propósito es más llano y utilitario. Aconsejamos que la gente le pierda
el miedo a sentarse delante de una cuartilla. Escriba usted desde su intimidad
a la expresión escrita aquello que más le obsesiona. Es una buena terapia. Ser
escritor es una ambición más compleja y poco recomendable, si no se está
preparado para una guerra sorda de indiferencias calculadas y menosprecios
resentidos por parte de los mismos "escritores", sean locales o no.
Usted escriba lo que le dé su imperial gana y léalo tiempo después. Entonces se dará cuenta de las muchas tonterías que escribimos y que antes hemos pensamos. Pero mientras esas tonterías queden en casa o permanezcan a buen resguardo en un cajón, no pasará nada. Lo malo es cuando se da a la luz y el escritor se expone a una crítica censurable. Claro, que si se escribe en determinadas latitudes, pasará desapercibido, ya que la gente es poco aficionada a leer.
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