domingo, 22 de julio de 2018

EN LA MAÑANA DE LA MUERTE DE GÓNGORA: 2 DE MAYO DE 1627






A Córdoba volviste enfermo y endeudado
y con el alma turbia
de feas cicatrices por las tantas batallas
libradas en Madrid.

Ya los amigos nobles se fueron a las sombras
silentes de lo eterno:
ni Siete Iglesias ni Villamediana viven
para una leve ayuda,
y te queda a esta hora postrimera tan sólo
el interior consuelo
de la imaginación poblada de latines,
vocablos seductores
y las feraces églogas de tu amado Virgilio;
el gran vate de Mantua,
del que bellos hexámetros en voz alta relees,
meditas, atesoras,
y después callas, sueñas, como si tus discípulos,
                            fieles admiradores,
viniesen en espíritu y te homenajearan
con todos tus vocablos
a decirte: “Maestro,  recibe ya en tus manos
de marchitas raíces,
tu color favorito: el rosicler que llega,
herencia de la aurora,
a tu ventana y pone un beso en el pretil
que desprende el rocío.

La mano compasiva de este huésped solar
que el balcón posesiona
y penetra en la estancia, te ajusta una palmada
en el hombro rendido
como almena en ruina, sus dedos ambarinos
acarician los muebles,
tejen ígneas arañas con el polvo que flota
vagamente en el aire,
festonean la rara taracea que luce
el íntimo bargueño,
dibujan un laúd de efímera presencia
con el arduo labrado,
encienden con sus besos de rápidos destellos
los velones antiguos,
guardianes de la noche desterrada a una cárdena
lejanía de olvido
con su tropa diezmada de penumbras vencidas
—metafóricas huestes—
después que la mañana la asediara, invadiera
con teas de amapolas.
Igual que un crisantemo gigantesco y ardiente
la mañana ha crecido
y locas baraúndas de píos de jilgueros,
golondrinas y mirlos
estremecen la calle,
alborotan la plaza con pregones lecheros,
verduleros, ediles;
sacristanes, beatas, vagabundos, barberos
curiosean ociosos,
mas tú enciendes ahora versos en tu memoria,
invadida, de súbito,
por faunos, pastoriles idilios delicados
con damitas afables,
cortesanas amenas y robustas criadas;
alejado de cíclopes
y de toros feroces tu corazón retorna
de nuevo a las callejas
entre flautas y cítaras, pero, solo, errabundo,
ya tirando en el río
tu inservible y manido capital de recuerdos
de la vieja Castilla;
regresas a tu casa y toda te parece
como un gran mausoleo,
y ya estás en tu lecho
lo mismo que un nenúfar tronchado en los verdines
del fondo de una fuente,
mas, óyeme, maestro, hoy por ti los celajes
se arrebolan, se queman
en el Guadalquivir, y parejas de amantes
vadeando el gran río
harán hoy memorable como nunca el paseo
por el puente romano,
la ciudad, rodeada por anillos febeos,
como un amplio corimbo
crecerá al mediodía, florecerán las sombras
de frescor veraniego
en rincones de patios que decoran verdores
trepando por columnas,
que salvaguardan rejas, donde canarios, lúganos,
petirrojos, verdones,
ruines, chamarices pueblan las soledades
de las horas cansinas
de la siesta, la enhebran con sus picos locuaces,
y todo cuanto alienta
debajo de las hojas, de las piedras, del día
último que te acoge
recogerá tu nombre como un eco, latido,
suspiro en redondillas,
palpitar de los cauces que señalan tus versos
esas claras acequias
donde cantan tus aguas reflejando los muros,
las torres coronadas,
permanente habitante cuando mayo salpica
de magnolios los claustros,
alamedas y huertos. Pero pocos serán
los que sepan en dónde
nace el salto, el arroyo de tu amor impensable
a la naturaleza
(racionero en declive, sólo tienes tus libros,
tu barbero y tu patio;
malhumorado y hosco ciudadano te ven;
como clérigo indigno
te apostilla Quevedo); la ribera de sílabas
para entrar en sus aguas
y quitarse la tizne que nos pinta la cólera,
o el cansancio o la pena,
de pedir a los nobles, mendigar abdicando
de tu orgullo y tu genio,
aunque príncipe seas de tinieblas poéticas,
plutócrata en metáforas
y pobre de vituallas, y logres con la flauta
pastoral de tu Acis
pasear nuestro olvido por las frondas de nardos,
de azucenas, de orquídeas
que navegan sin rumbo, las hojas de la acacia
que van a la deriva,
contemplar como niños los álbumes de nubes
que las tardes pasean
por la lenta corriente del Betis perezoso,
gran rey de Andalucía,
que cantó tu soneto cuando sentiste, lejos
de Córdoba, nostalgia
de todo lo que en esta mañana te acompaña
como una despedida
a ti, tan solo siempre, tahúr en ocasiones,
y en guerra con Lopillo* y tu gran enemigo
el de ”los pies de elegía”*, Francisco de Quevedo.



Trascordado, preguntas por la hora a menudo,
contemplas la ciudad
desde el viejo balcón, ves la torre Malmuerta,
y, a la sutil llamada
de la muerte, la Parca, te vuelves al camastro,
te santiguas, te echas
como para morir en paz en el regazo
doncellil de tu dulce Galatea…”



        NOTAS:

Lope de Vega.
Expresión burlesca de G. contra Q.





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