A
Córdoba volviste enfermo y endeudado
y
con el alma turbia
de
feas cicatrices por las tantas batallas
libradas
en Madrid.
Ya
los amigos nobles se fueron a las sombras
silentes
de lo eterno:
ni
Siete Iglesias ni Villamediana viven
para
una leve ayuda,
y
te queda a esta hora postrimera tan sólo
el
interior consuelo
de
la imaginación poblada de latines,
vocablos
seductores
y
las feraces églogas de tu amado Virgilio;
el
gran vate de Mantua,
del
que bellos hexámetros en voz alta relees,
meditas,
atesoras,
y
después callas, sueñas, como si tus discípulos,
fieles admiradores,
viniesen
en espíritu y te homenajearan
con
todos tus vocablos
a
decirte: “Maestro, recibe ya en tus manos
de
marchitas raíces,
tu
color favorito: el rosicler que llega,
herencia
de la aurora,
a
tu ventana y pone un beso en el pretil
que
desprende el rocío.
La
mano compasiva de este huésped solar
que
el balcón posesiona
y
penetra en la estancia, te ajusta una palmada
en
el hombro rendido
como
almena en ruina, sus dedos ambarinos
acarician
los muebles,
tejen
ígneas arañas con el polvo que flota
vagamente
en el aire,
festonean
la rara taracea que luce
el
íntimo bargueño,
dibujan
un laúd de efímera presencia
con
el arduo labrado,
encienden
con sus besos de rápidos destellos
los
velones antiguos,
guardianes
de la noche desterrada a una cárdena
lejanía
de olvido
con
su tropa diezmada de penumbras vencidas
—metafóricas
huestes—
después
que la mañana la asediara, invadiera
con
teas de amapolas.
Igual
que un crisantemo gigantesco y ardiente
la
mañana ha crecido
y
locas baraúndas de píos de jilgueros,
golondrinas
y mirlos
estremecen
la calle,
alborotan
la plaza con pregones lecheros,
verduleros,
ediles;
sacristanes,
beatas, vagabundos, barberos
curiosean
ociosos,
mas
tú enciendes ahora versos en tu memoria,
invadida,
de súbito,
por
faunos, pastoriles idilios delicados
con
damitas afables,
cortesanas
amenas y robustas criadas;
alejado
de cíclopes
y
de toros feroces tu corazón retorna
de
nuevo a las callejas
entre
flautas y cítaras, pero, solo, errabundo,
ya
tirando en el río
tu
inservible y manido capital de recuerdos
de
la vieja Castilla;
regresas
a tu casa y toda te parece
como
un gran mausoleo,
y
ya estás en tu lecho
lo
mismo que un nenúfar tronchado en los verdines
del
fondo de una fuente,
mas,
óyeme, maestro, hoy por ti los celajes
se
arrebolan, se queman
en
el Guadalquivir, y parejas de amantes
vadeando
el gran río
harán
hoy memorable como nunca el paseo
por
el puente romano,
la
ciudad, rodeada por anillos febeos,
como
un amplio corimbo
crecerá
al mediodía, florecerán las sombras
de
frescor veraniego
en
rincones de patios que decoran verdores
trepando
por columnas,
que
salvaguardan rejas, donde canarios, lúganos,
petirrojos,
verdones,
ruines,
chamarices pueblan las soledades
de
las horas cansinas
de
la siesta, la enhebran con sus picos locuaces,
y
todo cuanto alienta
debajo
de las hojas, de las piedras, del día
último
que te acoge
recogerá
tu nombre como un eco, latido,
suspiro
en redondillas,
palpitar
de los cauces que señalan tus versos
esas
claras acequias
donde
cantan tus aguas reflejando los muros,
las
torres coronadas,
permanente
habitante cuando mayo salpica
de
magnolios los claustros,
alamedas
y huertos. Pero pocos serán
los
que sepan en dónde
nace
el salto, el arroyo de tu amor impensable
a
la naturaleza
(racionero
en declive, sólo tienes tus libros,
tu
barbero y tu patio;
malhumorado
y hosco ciudadano te ven;
como
clérigo indigno
te
apostilla Quevedo); la ribera de sílabas
para
entrar en sus aguas
y
quitarse la tizne que nos pinta la cólera,
o
el cansancio o la pena,
de
pedir a los nobles, mendigar abdicando
de
tu orgullo y tu genio,
aunque
príncipe seas de tinieblas poéticas,
plutócrata
en metáforas
y
pobre de vituallas, y logres con la flauta
pastoral de tu Acis
pasear
nuestro olvido por las frondas de nardos,
de
azucenas, de orquídeas
que
navegan sin rumbo, las hojas de la acacia
que
van a la deriva,
contemplar
como niños los álbumes de nubes
que
las tardes pasean
por
la lenta corriente del Betis perezoso,
gran
rey de Andalucía,
que
cantó tu soneto cuando sentiste, lejos
de
Córdoba, nostalgia
de
todo lo que en esta mañana te acompaña
como
una despedida
a
ti, tan solo siempre, tahúr en ocasiones,
y
en guerra con Lopillo* y tu gran
enemigo
el
de ”los pies de elegía”*, Francisco
de Quevedo.
Trascordado,
preguntas por la hora a menudo,
contemplas
la ciudad
desde
el viejo balcón, ves la torre Malmuerta,
y,
a la sutil llamada
de
la muerte, la Parca,
te vuelves al camastro,
te
santiguas, te echas
como
para morir en paz en el regazo
doncellil de tu dulce Galatea…”
NOTAS:
Lope
de Vega.
Expresión
burlesca de G. contra Q.
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