jueves, 1 de agosto de 2019

ARTISTAS PEQUEÑOS Y ARTISTAS UNIVERSALES




 

Antonio Machado y Leonor Izquierdo


La costumbre de pensarnos como un yo compacto y definitivo, con el que nos identificamos como cierto y absoluto, nos priva de atender a una evolución de ese mismo yo que está motivada por distintas razones, en primer lugar por la todopoderosa circunstancia. No somos siempre el mismo aunque muchos se lo crean. Estamos sujetos a un fluir de la conciencia como ya observó el filósofo presocrático Heráclito. Ello significa que la mismedad es relativa. También se puede aplicar ese juicio a nuestras obras; en concreto a las obras literarias. No es el mismo poema que escribimos a los veinte que a los cincuenta; sin embargo, la valoración está matizada por la subjetividad de cada cual. A más subjetividad, más creencia en el yo provisional, más apego a uno mismo, más seguridad de que somos el mejor escritor o el mejor artista.
Estas posiciones personales llevan a mirar con desconfianza o menosprecio lo que escriben otros. En el caso de la desconfianza, se llega a la envidia, a la enemistad, al odio, cuando realmente lo que mejor hace cada uno de nosotros se debe a un yo más profundo que subyace debajo del yo superficial, ese yo social que nos impele contra los otros yos. Sólo los grandes artistas y poetas están por encima de ese recelo, de esa obsesión que carcome el estro en la soledad —que debiera ser sagrada— para la creación.
Esta dicotomía de los yos me recuerda aquellos versos de Antonio Machado:

No es el yo fundamental
eso que busca el poeta,
sino el tú esencial.

Proverbios y cantares, XXXVI


Resulta, pues, de esta consideración que lo que mejor hacemos se debe a nuestro yo “divino”, al soplo de Brahma, Dios o El Principio del universo, pongamos por caso, que está dentro de nosotros como enviándonos desde lo oculto esas iluminaciones que nuestro yo personalista reelabora con sus elementos culturales tomados de la civilización en la que nos han educado. Así que todo yo individualista y altanero, orgulloso y único, es velo de maya, es ilusorio y tapona con esa actitud la inspiración de lo universal que le trasmite su fondo, desconocido para él.
Por tanto, la envidia, el odio, el menosprecio, el personalismo intocable no son nada más producto de esa ignorancia, Los yos que están en su trastero de conciencia aprehenden ese soplo de Lo Uno que le viene de sus raíces. Cuando se llega a esta experiencia se admira lo bueno que hacen otros y se aplauden como si fuese suyo porque tales individuos evolucionados intuyen que esos aciertos vienen de lo que no nos “pertenece”; o sea, viene de ese Principio aludido; nosotros somos cauces por donde fluye el agua que no hemos de apropiarnos individualizándola en un estanque con nuestro nombre propio. Sólo el verdadero místico se sabe “instrumento” de ese fluido que pasa por su yo provisional y se hace admirable en el plano de lo conocido.     
Realmente, la envidia y el odio que puedan colisionar entre escritores y artistas se apaciguarían, incluso desaparecerían si se tuviese en cuenta que todo procede de lo Uno y que los individuos son meros canales de manifestación de esa voz que adquiere en cada uno un tono y un volumen de acuerdo con su cultura.
Leamos esta estrofa del poeta malagueño modernista Salvador Rueda (1857-1933), que nos viene muy bien a lo que exponemos aquí:

“Cantad con himno desacorde o tierno.
 Cantad y trabajad en el combate,
¡que es uno solo el orfeón eterno,
aunque en millones de gargantas late!” 
Del poema “Los pájaros que cantan mal”.                 

 

Miguel Hernández, dibujo de Antonio Buero Vallejo

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