sábado, 17 de agosto de 2019

COSMOVISIÓN POÉTICA Y COMUNICACIÓN 1




 


Qué es una cosmovisión poética? Siempre se ha hablado del «mundo interior» del artista; es una frase tópica en la terminología literaria. Ahora bien, ese «mundo interior» es el resultado de una violencia que nos imponemos psicológicamente; con ella seleccionamos aquellos aspectos de la realidad que nos parecen más gratos y fomentadores de ilusión. Decía Nietzsche: «Hay en nosotros una facultad ordenadora, simplificadora, que falsea y establece distinciones artificialmente. “La verdad consiste en la voluntad de hacerse dueño de la multiplicidad de las sensaciones, en ordenar los fenómenos en categorías determinadas”. (En torno a la voluntad de poder, Península, p. 189).

Podríamos citar las ideas estáticas derivadas de las cosmovisiones de Pitágoras, Platón y Aristóteles, pero, de momento, nos contentaremos con el concepto vitalista que hemos esbozado más arriba. Con ello somos fíeles a la mentalidad contemporánea en rehuir cualquier supuesto metafísico que nos sirva de apoyo. No obstante, remito al lector interesado a la obra de Valverde Breve historia y antología de la Estética, Ariel.


He dicho que es una violencia que nos hacemos interiormente como si ello fuese una traición, pero no debe ser entendido así. Esa imposición procede de una enorme generosidad por parte de una fuerza imaginativa que en el verdadero artista se impone sobre su propia experiencia cotidiana, como si detestara a ésta y valorase nada más que a aquélla. ¿Es un instinto nato o una evasión salvadora?

Empecemos teniendo en cuenta el procedimiento por el que el artista -el poeta en nuestro caso- accede a un mirador desde el que ve transformado lo que le genera entusiasmo. Ese procedimiento no es nada más que una, en principio, misteriosa -o enigmática- capacidad de selección mitificadora de cuanto le atrae y le aparta la mirada de un entorno desagradable. Tendríamos, pues, que hablar de instinto de conservación más que de intuiciones inefables. Por este mismo camino se llegaría a aventurar que el arte ha surgido como un posicionamiento defensivo ante el reto de la vida. Puro empirismo, lo sé, pero si invocamos la subjetividad es porque ella ha sido la divisa del arte de las vanguardias (recuérdese la apelación a lo onírico y la escritura automática, por ejemplo).

Por supuesto que no es esta teoría, o más bien modesta opinión, el esbozo de un escepticismo acerca de las capacidades espirituales. Es más bien un tanteo que bucea en la propia experiencia. De momento, vamos a renunciar a las denominaciones tradicionales de la “inspiración”, del “don de Dios”, de la «gran vida interior», apelativos pintorescos potenciados por el romanticismo. Tampoco me contento con la fraseología del vitalismo decimonónico (habría que decir los vitalismos ), que rebajaba el núcleo intelectual del «homo sapiens» a un instinto más o menos evolucionado y afortunado para la especie.
                                          II

Sin embargo, aunque los vitalismos resten grandeza a la antigua concepción del poeta, no nos satisface la idea de que la auténtica poesía sea un producto psicológico, como escribía -claro que irónicamente- el poeta Joaquín María Bartrina (1850-1880): “Y sus creaciones de sin par belleza / sólo están en razón / del fósforo que enciende la cabeza / ¡no de la inspiración!”, sino más bien nos convence aquel pensamiento del francés Lucien Arréat: «La fuente de toda poesía es el sentimiento íntimo de lo indecible». Una intimidad complicada, pero que va más allá de lo simplemente orgánico. No nos damos por vencidos. Continuaremos divagando hasta llegar a puerto seguro.
Decíamos en el articulo anterior que no nos resignamos a concebir la poesía como un producto psicológico. Por otra parte, también renunciamos antes a una consideración hoy ya periclitada acerca del poeta, pero esta estima tenía sus raíces en una civilización en la que la poesía -las dos grandes epopeyas hindúes, la Biblia, las obras homéricas y la Eneida virgiliana, por poner ejemplos de gran respeto clásico- era el sustento espiritual que animaba a los pueblos, el impulso que entretejía las relaciones sociales de los individuos; en suma, la fuente donde bebía generación tras generación unos principios que servían de base para consolidar unas civilizaciones de cuyas influencias nos beneficiamos todavía hoy.

Después del acelerón de la técnica y el advenimiento de la sociedad de masas, la humanidad no sueña por medio de los poetas, como decía Fiedrich Hebbel (1813-1863), ni como afirmaba Wentworth Dillon (1633-1685), los poetas de verdad no son tampoco ahora mismo los guardianes del Estado (entendido, sin duda, como si los poetas fuesen mentores de unos ideales patrióticos).

La sociedad actual, adocenada y cansada, que vive aprisa y superficialmente, tiene sus héroes sugeridores y modélicos en la pequeña pantalla. El consumismo es la meta de los pueblos y, como dijo Rubén Darío, “ya no hay princesa que cantar”. Por esto mismo, sería patético hacerle ver a la gente que el poeta es algo más que un hacedor, un constructor de versos (atendiendo a la etimología griega), y, por lo contrario, podría asumir el papel clásico de vate (de “vaticinor”, verbo deponente latino que significa vaticinar, profetizar). En este caso, no se trataría de una profecía al estilo hebreo, sino de una idea con la que se anticipa a etapas futuras de la sociedad en la que vive. 


Pero, repito, dado el estado de ruina moral e indiferencia hacia la cultura en que vive la gente, ¿qué efecto tendría el vaticinio de un poeta anunciando la hecatombe de los valores espirituales y el suicidio colectivo en la vulgaridad y la inercia? Este temor me recuerda la visión que da Nietzsche en el prólogo de Así habló Zaratustra de las multitudes en un futuro en que ya nada importa, sino vivir cómodamente, placenteramente, sin inquietudes inteligentes. Como sabemos, el filósofo alemán acusaba al cristianismo oficial del progresivo desinterés de la gente hacia la cultura, la ciencia, incluso la ecología, dicho en sintonía de actualidad. Ahora bien, las masas hoy están descristianizadas y el desinterés cultural y espiritual es mucho mayor que cuando él escribía casi a finales del siglo diecinueve. Nietzsche no adivinaba que, pasado el tiempo, aparecería un aparato llamado televisor que impondría a casi todo el mundo unos gustos bajo la égida de una incontestable tiranía, y que esos gustos no son precisamente cualitativos en gran parte. Y después un aparato manual llamado móvil.


¿Cómo hemos de valorar en nuestros días el papel del poeta? Muchos lectores objetan que la poesía es, o se ha convertido, en un arte para minorías (¿No decía Horacio “pulchrum est paucorum” -lo bello es de pocos-?). Pero esa valoración minoritaria ha sido posterior, cuando la burguesía primero y las masas después perdían el vinculo que les unía al espíritu del pueblo. El poeta había dejado de ser su portavoz para arrinconarse en su subjetividad, como hoy lo vemos en nuestros días.


La humanidad de ahora tiene otros héroes, otros portavoces en los llamados “famosos del corazón” y en los fabulosos fichajes deportivos. Ya no son necesarios los grandes poetas ni los pensadores profundos como intérpretes de la condición humana y sus problemas; ahora tenemos la Televisión como panacea, como auténtico “divertimento” del pueblo, y los poetas verdaderos con gran sensibilidad histórica se aíslan y, como dice Pedro Salinas, los poetas pueden definirse como los seres que saben decir mejor que nadie dónde les duele.

A pesar de su modestia, todo verdadero poeta tiene su “mundo”, su conjunto de percepciones y recursos que hacen de él un comunicador literario. Lo que diferencia a esos comunicadores es un mayor o menor grado de talento. No entraremos en esta disquisición, sino en la relación que hay entre percepción y recurso. ¿No es éste el problema que nos hemos planteado desde el comienzo de esta serie?


La percepción no es un estado de ánimo autoestimulado por el poeta, o bien postizo, digamos vulgarmente, sino que se es poeta o no se es; o sea, se tiene una capacidad de sentir y pensar con unas facultades determinadas o no se tiene. Otra cosa es la madurez humana del poeta. El grado de experiencia diaria es un aderezador que sazona su sensibilidad. En razón de ello tenemos poetas superficiales, poetas con ciertos rasgos de hondura y poetas de tono trágico. Ello no impide que en cualquiera de los géneros lo que el poeta nos comunica tenga un gran interés. Hay poemas épicos magníficos por su construcción y el ambiente social o bélico que nos trasmiten -La Iliada, La Odisea, Mío Cid...- y también pequeños poemas como Las Rimas becquerianas y los haikus japoneses en los que se nos expresa un halo de subjetividad explícita o velada, según la intención del poeta y su habilidad en los artificios, pues una sencilla descripción puede estar impregnada de una fuerte sugerencia íntima. Más difícil lo tiene, a mi perecer, el poeta que pone en escena a unos personajes dotados de peculiaridades psicológicas.

                                              III

Hemos de concluir este apartado recordándole al lector la importancia que tiene la calidad humana del poeta; ahora bien, lo que es indispensable para el narrador y el filósofo, o sea, la densidad de los contenidos experienciales, para el poeta es nada más que una condición favorecedora de su riqueza interior, ya que el poeta es, antes que una captación meramente realista de la vida, un ser transido de intuiciones. Con esto no apelo a un trasnochado concepto de genialidad innata, sino a una capacidad para mí todavía inexplicable, sin que con esta afirmación sugiera yo una instancia platónica ni mucho menos. Me quedo, por tanto, en esa idea como de magma de vivencias, reales unas e imaginadas las otras, con la que el poeta registra en su noúmeno, como diría Kant, el flujo de fenómenos que él orquesta en su cámara oscura por medio de una especie de intelección que necesita urgentemente ser plasmada en el lenguaje. Todo escritor -más aún los escritores y poetas ansiosos de nuevos cuños expresivos- mantiene un continuo idilio con la lengua; pero es ésta la que lo busca como una amante que gusta ser interprete de lo que en sus palabras ya es para ella joya con la que se atavía.

La obsesión por los artificios ea hoy más evidente. Cualquier poeta medianamente dotado/a busca y hurga en su cantera íntima filones de originalidad. No acepta, o lo acepta en parte, el lenguaje literario heredado. Sin embargo, muchos de estos aspirantes no van más allá de lo sorprendente con no poco riesgo de extravagancia. Como en los años de la fiebre vanguardista hay todavía poetas y narradores que esperan una especie de iluminación estilística. La poesía clásica se sentía muy a gusto encorsetada en sus figuras literarias. La de hoy se desvincula parcialmente de esos protocolos que en manos de los poetas auténticos han sido santo y seña de la mejor literatura. Pero dejemos que cada cual experimente sus intuiciones acertada o erróneamente. En el próximo artículo haremos una conclusión de lo que hemos venido tratando, pero, eso sí, con unas valoraciones, a ser posible, concluyentes.

Decíamos en el artículo anterior que en éste procederíamos a una síntesis concluyente. Pero, más que un resumen, lo que convendría es una visión de conjunto que ahonde y no que repita. La cosmovisión poética no es la acumulación de experiencias tamizadas por un criterio estético o ideológico. ¿Cuántos catedráticos de Estética o de Historia de la Literatura, admiradores de genios (a los que podría tomar como modelos de inspiración) no consiguen trasmitir sus supuestas intenciones de ”crear”?

Tampoco sería afortunado considerar como cosmovisión la experiencia de cada día; en todo caso, ésta podría servir de ingrediente, incluso de fermento temático, pero nunca de componente esencial. La emoción -a la que tanto se recurre hoy-, no me parece del todo convincente, pues ella por sí sola no escribiría una obra jamás. ¿No hemos conocido a muchos y muchas amigas de exquisita sensibilidad que han confesado su incapacidad de escribir cinco líneas seguidas?


Entonces, hemos de apelar a un conjunto de factores psicológicos que hacen posible el hecho literario. No entremos en las disquisiciones de su origen; contentémonos con su proyección en el papel. Para mí el principal fenómeno de la cosmovisión poética es la mímesis, vocablo éste de tanta resonancia clásica. En él quiero expresar mi opinión de que el lenguaje es, parcialmente, capaz de imitar la naturaleza, digo parcialmente por lo que tiene el lenguaje de convención frente a la motivación. La mímesis o imitación aristotélica sostuvo la ambición de reflejar en la potencialidades lingüísticas, seres de la naturaleza, así como objetos y hechos sociales (recuérdese la función de la Épica entre los griegos y la posterior emulación romana, especialmente en la época de Augusto).

La fidelidad a lo que vemos y palpamos como fuente de la imitación fue puesta en cuestión por el catedrático inglés Sir Arthur Quiller-Couth en su obra. El poeta como ciudadano considera que la traducción tradicional no tiene por qué ser la que se ha descrito más arriba, sino que también se podría interpretar como expresión o representación. Si la imitación es entendida como expresión, que es bien vaga, no cabe una divergencia tan absoluta como considerándola una representación sin referente. Si lo que nos representamos difiere de la realidad, ya no hay mímesis estrictamente. ¿Qué le importaba la realidad a un artista de las vanguardias?. En él no había mímesis, sino invención del arte. Su representación lo era de una idea, no de un elemento de lo real; por lo contrario, lo real le sirve de pretexto para una figuración que tiene sus raíces en el inconsciente (recuérdese, por ejemplo, lo onírico como uno de los rasgos del surrealismo).

Si trasladamos nuestro tema a esta cuestión, la cosmovisión del creador no es reconocible, como no lo será posiblemente su comunicación. Si antes teníamos dificultades para identificar los mundos interiores de los artistas, con las vanguardias el problema se complica. Aquí ya a nadie se le ocurre pensar que el arte tenga una función de cara a la gente, a los conciudadanos del artífice con quienes éste convive participando de las mismas preocupaciones. Realmente son pocos los autores que poseen una cosmovisión como fruto de un amalgamiento de sus genuinas capacidades y las influencias de su entorno. Quienes la tienen intentan trasmitirla recurriendo a todas las formas de extrañamiento y expresividad, como se dice en Estilística.

Bástenos con que quien escribe -o pinte, o componga música- nos meta en su mundo con un lenguaje capaz de cautivarnos y retenernos; un mundo «hermético» y encantador, como lo invocaba Ortega para la novela (Véase Ideas sobre la novela. Austral).
                                         
                                         I V

En un articulito anterior hablábamos de extrañamiento y expresividad como dos denominaciones que la Estilística contemporánea maneja para caracterizar la voluntad de estilo. En anteriores entregas consideramos la voluntad de estilo como un rasgo de originalidad que alienta en todo poeta que siente deseos vivos de desvincularse del llamado «factor lastre», como lo designaba Guillermo Díaz-Plaja. Pero en ese arranque de novedad cabía el riesgo de lo extravagante y lo disparatado.

Hemos aludido también al surrealismo y, en general, a todas las vanguardias, como un volcán deseoso de emitir toda la lava posible de genialidad. Las generaciones sucesivas asumieron todas las inquietudes anti academicistas, pero acabaron incorporándolas a las pautas tradicionales. Así que, tanto la poesía como la prosa, se beneficiaron de aquellos aires de renovación.


Ahora bien, lo más precioso de esa herencia está en el anhelo de consolidar un lenguaje poético (independientemente de la cosmovisión del autor) distanciado del lenguaje literario al uso. Tanto la novela hispanoamericana como la poesía de la llamada «Generación del lenguaje», han sido ecos notables de ese incansable interés por lo que el lenguaje tiene de riqueza léxica y juegos metafóricos. Ya he dicho anteriormente que ningún autor que se precie de tal, puede hoy prescindir de, al menos, una mínima preocupación por las herramientas de trabajo, en cuanto a recursos estilísticos se refiere. Si mira atrás se convertirá en estatua de sal, como la mujer de Lot, o sea, en un remedo de tópicos relamidos. Sin embargo, no hemos de exigirle estas condiciones a la literatura informativa, al ensayo o un texto de carácter humanístico, pero ello no significa que tales procedimientos de escritura se escleroticen -recuérdese la prosa de Ortega, la de Azorín, incluso la de Pemán en sus artículos de lo cotidiano, por citar nombres ya clásicos. 

 Tomado de ARENA Y CAL, Revista Literaria y Cultural Divulgativa, número 64

                         

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