sábado, 17 de agosto de 2019

CANTO Y CUENTO





¿Poesía anecdótica o poesía sin tema, o sea, pura, como pretendieron Juan Ramón Jiménez y sus seguidores de la Generación del 27? Si echamos una ojeada a la literatura de la segunda mitad del siglo XIX nos daremos cuenta de que lo que había que contar predominaba furiosamente en la obra.

Recordemos la temática de novelistas como Pérez Galdós, Blasco Ibáñez, Pardo Bazán o el mismo Clarín, tanto en La regenta como en su tan sentimental y delicioso cuento Adiós, Cordera. El teatro de la época -Echegaray, Tamayo y Baus- no está en absoluto exento de lo «demasiado humano», como diría Nietzsche. En la poesía el realismo, desde Campoamor hasta los poetas menos conocidos -algunos de ellos, periodistas y novelistas que dominaban la métrica al uso-, el realismo es ya sentimentalismo, aun así, muchos poemas de esos años finiseculares, en nuestra época, de tanta confusión estilística e intrusismo, serían modelos de buen hacer poesía, si no fuese por el lenguaje lastrado y estereotipado ya en el tópico.

Como sabemos también, el movimiento modernista inmediato sacudió el árbol de la literatura y el arte de tal manera que se desprendieron todas las hojarascas y quedaron los muñones para nuevos y exquisitos retoños.

Sin embargo, para nuestras intenciones es necesario partir de las tentativas vanguardistas. Ellas introdujeron las ambiciones -casi deportivas- de una creatividad sin apoyo en los grandes sentimientos, que habían servido de fuente temática a las generaciones anteriores. ¿Era esto posible? ¿Podía el escritor o el artista olvidar el filón de lo humano para elaborar por sí mismo un metal artístico o literario sin mezcla de una preocupación que implicase al lector?

De momento, el arte nuevo se desvinculaba del gran público y por ello, como dice Ortega y Gasset en La deshumanización del arte, corría el riesgo de hacerse de minorías y antipopular. Por ejemplo, un cuadro del Picasso cubista o un poema del Alberti superrealista eran para gente iniciada. La otra gente, la corriente, no pasaba, a lo máximo, de la irritación ante semejantes manifestaciones. Es más, si miramos un cuadro de Boccioni o leemos atentamente un poema ultrarrealista de Gerardo Diego, ¿qué podemos opinar?

Posiblemente un técnico en el asunto, después de una reflexión escrupulosa, opina, o afirma, según el grado de conocimiento adquirido, que el artista pinta o compone sus propias ideas, independizado de un esclavizador mimetismo a la realidad. Que el artista en estas materias no cuente nada más que con su subjetividad y una consumada maestría, no le justifica ante el gran público, que quiere ver en la obra artística reflejados sus sentimientos, sean de buen burgués o no.


El gran público no se sitúa ante la obra artística con ánimo de investigar y suponer la proyección de unas ideas precursoras de mundos futuros por descubrir; entiéndase, mundos psicológicos que cristalizarán en la vida social un día, como la libertad del romántico cuajó en un nuevo tipo de vida (véase sobre este tema el célebre artículo de Larra).
 

Como verá el lector, intentamos comprobar si la literatura y el arte pueden ir más allá de la anécdota y del tema, por elegante que sea, o bien tendremos que volver a Antonio Machado:


Canto y cuento es la poesía.
Se canta una viva historia,
cantando su melodía...



De todos modos, aunque el poeta de más aparentemente espontáneo surrealismo nos quiera sorprender con su creación, hay una intencionalidad en ese gesto despreocupado y lúdico. Una intencionalidad que procede de una cosmovisión del mundo, por fragmentaria y fugaz que parezca.


Entonces el surrealismo, cualquiera que fuese su modalidad artística, sería una deformación ingenua de un mundo entretejido inevitablemente por los dedos sensatos o disparatados de la lógica de cada uno.

Veníamos a decir en el último párrafo del artículo anterior que, quiera que no, todo artista que juega al surrealismo lleva una intencionalidad, aunque él crea que improvisa con novedades y mezcle en el módulo artístico todos aquellos elementos que encuentra a su paso -en el caso de la literatura serían palabras inadecuadas o construcciones de palabras con las que se desea sorprender a los lectores-. De momento, lleva la intención de volver del revés el arte tradicional, que es a lo máximo que llegan algunos, sin pasar de una agitación coctelera de vocablos e ideas inconexas. Ortega y Gasset, que fue como sabemos un excelente crítico de todo cuanto tocaba, decía en En torno a Galileo, Austral, p. l64, que las dos generaciones de principios del siglo XX habían tomado para hacer arte el residuo y el detritus de lo que se dejaba atrás como viruta de la obra artística. Para una información detallada de la visión del filósofo acerca del arte de vanguardias habría que leer La deshumanización del arte. No voy a entrar en si Ortega exagera o sentencia de manera justa. Mi punto de vista se repliega a refutar la pretensión del que se afana en convencernos de que descubre su Mediterráneo cuando nos presenta como nueva su creación. Y que esta novedad estriba, además, en que ya no pacta con el tema, ya no necesita una idea, sino que ha deshumanizado sus contenidos y lo que ofrece es «arte puro».

El lector puede pensar que mi interés se inclina hacia un necesario contenidismo -no a la fuerza realismo al estilo decimonónico o social de literatura de posguerra-, pero mi orientación no va por ahí, sino por una necesidad de comunicación; trasmisión de experiencias personales. El arte no surgió como capricho de un primitivo al grabar en una cueva una pirueta o signo arbitrario. Sin duda, reprodujo la figura de un animal o un árbol o una flor. Es decir, su arte tenía motivación, como lo sigue teniendo actualmente y lo tendrá siempre (el vanguardista está también motivado por una preocupación: la de una jubilosa ruptura con lo ya consagrado o estereotipado.)

Lo que olvida a menudo el sediento innovador es que las formas literarias vienen precedidas de ideas filosóficas. Pongamos por ejemplo el neoclasicismo, renovado por el romanticismo. Ni Larra ni Espronceda inventaron este último. Fueron, a pesar de su genio creador respectivo, corifeos nada más -y nada menos- de la Estética literaria de su tiempo. Ya dijo Federico Nietzsche que los artistas nada más que eran ayudantes de cámara de una filosofía. De hecho, esa vanguardia artística a la que aludimos con el título orteguiano, no apareció de buenas a primeras, sino que fue una consecuencia del irracionalismo filosófico que tuvo su plenitud en la segunda mitad del siglo XIX y que tiene sus orígenes, me parece, en la Crítica de la razón pura de Kant. Sin embargo -y volviendo a aspectos más superficiales-, Juan Ramón Jiménez, aunque fuese nada más que un feliz renovador de nuestra poesía, logró una transición del modernismo a la llamada «poesía pura» que abrió nuevos cauces, que aprovecharon, junto a otra fuentes, los poetas del Grupo Cántico.

A manera de conclusión, podríamos afirmar que todo arte, más aún el literario, que se basa en el lenguaje, intenta comunicar, y la comunicación se nutre de la experiencia, aunque ésta sea intuitiva. Si no se canta una «viva historia», como decía Machado, porque la historia humana está hoy por los suelos y hemos perdido la facultad del asombro, será inevitable la búsqueda de nuevos estímulos esteticistas, pero sea como sea, la motivación estará en los umbrales del poema, como seleccionando el lenguaje y dejando pasar tal una aduana a procedimientos y palabras que todavía nos emocionan. Si esto es poesía «nueva», bienvenida sea.

Tomado de ARENA Y CAL, Revista Literaria y Cultural Divulgativa, número 78


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