viernes, 16 de agosto de 2019

UN SONETO DE BORGES





Siempre me ha causado un misterioso respeto la poesía de Borges. Neruda es para mí un torrente lírico que se desborda ajeno a todo sistema, a todo cauce formal, a toda inspiración filosófica que predetermine su elaboración literaria. Borges, por lo contrario, tiene muy en cuenta las experiencias culturales asimiladas en esas lecturas de las que tanto se vanagloriaba (“Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mi me enorgullecen las que leído”.)
 
A Borges, al contrario que a Neruda, hay que entenderlo desde la cultura; sin embargo, no es un poeta culturalista, si con esta clasificación hemos de entender un poeta que no añade nada a los datos o a las emociones tomadas de una fuente libresca. Borges, como otro gran hispanoamericano, Rubén Darío, interpreta, no copia, el saber que le llega de otros autores. Él mismo declara que su obra tiene mucho de palimpsesto, de reelaboración de lecturas previas, como dicen Riquer y Valverde en su Historia de la Literatura Universal (tomo 10).


Como cada lector tiene sus particulares preferencias, en mi caso siempre me he sentido atraído por un soneto titulado «De que nada se sabe». Este titulo procede a su vez del filósofo portugués Francisco Sánchez (1551-1623), al que se sitúa en la crisis del Renacimiento, enemigo del aristotelismo y orientado hacia un conocimiento directo de las cosas, dubitativo y probabilista, aunque no por ello escéptico, como puede hacer creer el título del soneto, que es el de su obra más conocida, Quod nihil scitur. Pero el poeta toma del filósofo el sentido escéptico -tal vez en su sentido etimológico de «buscador» y no de negador sistemático.

Pero, vayamos al soneto y transcribámoslo fielmente:

La luna ignora que es tranquila y clara
y ni siquiera sabe que es la luna;
la arena, que es la arena. No habrá una
cosa que sepa que su forma es rara.

Las piezas de marfil son tan ajenas
al abstracto ajedrez como la mano
que las rige. Quizá el destino humano
de breves dichas y de largas penas

es instrumento de Otro. Lo ignorarnos;
darle nombre de Dios no nos ayuda.
Vanos también son el temor, la duda

y la trunca plegaria que iniciamos.
¿Qué arco habrá arrojado esta saeta
que soy? ¿Qué cumbre puede ser la meta?

Realmente no tengo propósito de comentarlo. Solamente mi intención es la de señalar la presencia omnipotente de ese Otro al que se refiere el autor. Luego añade que darle nombre de Dios no nos ayuda a conocerlo, a identificarlo en su relación con el mundo. Grave negación es la que aquí sugiere Borges. Mas la gravedad se acentúa cuando nos dice que la plegaria que elevamos no sirve para nada. No puede ser, pues, más desconcertante. Ahora bien, de los tres núcleos temáticos del soneto: 1) que el mundo es instrumento de una entidad que no es Dios; 2) que nuestra oración a ese Otro es inútil, y 3) que no sabemos de dónde venimos y cuál es la finalidad de nuestra vida (los dos versos finales), el segundo me parece una alusión a la gnosis cristiana de los siglos I y II de nuestra era. En efecto, todos los grupos gnósticos coincidían en que el hacedor y mantenedor de este universo es un Demiurgo, no el Dios desconocido e inefable. Este Demiurgo desconoce a ese Dios del que él procede por la caída de un eón, el de la Sabiduría, y gracias a la conversión de ésta, nace el Demiurgo, que forma posteriormente lo que conocemos como universo.

Comprendo que esta relación necesita explicaciones más abundantes y precisas, pero no es este el momento. Bástenos con percatamos de que Borges conocía muy bien a los gnósticos y tomó de ellos esta noción del hacedor, además de la inutilidad de la plegaria, tan del gusto de aquéllos; no así del origen y la finalidad de nuestras vidas, a las que los cristianos ilustrados aludidos sí daban un comienzo y un fin, y también una esperanza, de la que carece el enigmático soneto del gran poeta argentino.

Tomado de ARENA Y CAL, Revista Literaria y Cultural Divulgativa, número 55

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