viernes, 9 de agosto de 2019

HORACIO CONFIESA A SU GRAN AMIGO MECENAS...








De la misma manera que Arquíloco en la guerra,
entre los matorrales abandoné mi escudo
como un brazo postizo que molestaba al mío.
Los oídos me herían y los ojos ausentes
el estruendo de lanzas, de espadas y de carros
y el brillo demencial de la sangre estallada.
¿Por qué seguí yo a Bruto?

                                    En aquellos momentos
era la confusión tiranía en los hombres
y manjar la República en cercano espejismo,
que a tan buenos romanos se llevó en su oleaje.

Cuando a Roma volví, te encontré a ti, Mecenas,
y hablamos, y ahora suena preciosa la palabra
con chorros de amistosas transparencias. Me abre
tu círculo sus brazos de mano de Virgilio,
y en el tejer ameno de las conversaciones
hilos inteligentes entretejo asombrado
citando la animada comedia de costumbre,
los breves caracteres de Teofrasto
o bien los mimos del curioso Herondas.
Todo ello es un guiño desde el ojo del mundo
destellando con sorna el fugaz Carpe diem,
Igual que en una isla sin voces ni clepsidras,
las alas de las horas nos rozan nuestras frentes
como manos de seda de esclavas delicadas
y nos ponen susurros al oído
sugiriendo atrapar, retener el instante
como definitivo en el fausto tapiz
de un poema gozoso, ya perfecta criatura.
Por ello, te confieso, mi tan caro Mecenas,
que cumplo aquel deseo en mi epodo vertido
de que cuándo podría yo contigo beberme,
siéndole grato a Júpiter, en tu espléndida casa,
el vino que reservas a banquetes —el cécubo—
a la gloria de César triunfador, al acorde
de la dórica lira y de la flauta frigia.

De La arcadia de Narciso (2007)

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