Al cabo de unos meses de reseñar La última lágrima, Adelaida
Bordés nos hace una nueva entrega de su producción novelística
con la obra Fideos con caballas.
Esta vez se trata de una recreación que raya el costumbrismo haciendo desfilar ante la vista del lector una época con sus gentes, que ya es patrimonio de la memoria, en este caso, de los isleños de San Fernando.
En cuanto al título, hay que advertir que, como dice Arturo Gil en la contraportada, “no se trata de un libro de recetas del buen comer, pero sí de un gran plato a digerir {…} un cambio de registro en toda regla que hará deambular a los más curiosos por las calles y vidas de una ciudad con forma de isla en el último decenio del siglo XIX”.
Desde que nace con el romanticismo la literatura costumbrista, el oficio narrativo ha tenido que pulir sus lentes para bordar esa difícil miniatura que es el delicado tejido de lugares, personajes y usos de un pueblo o una ciudad revivida en las entrañas del escritor, o la escritora en este caso, que se atreve a semejante acta notarial del corazón ciudadano.
Además del capítulo de congratulaciones, la autora da cuenta de una de las claves de la narrativa española contemporánea: la teoría de Ortega y Gasset sobre la novela, que se va a convertir en realidad en ese mundo hermético en que la escritora vive el ir y venir de sus personajes situados en sitios de referencia popular y con un hilado de anécdotas que, a pesar de su sencillez, revela lo que yo creo que es lo más importante en la narrativa, y es el retrato de unos caracteres que se visualizan en los avatares cotidianos.
Esta vez se trata de una recreación que raya el costumbrismo haciendo desfilar ante la vista del lector una época con sus gentes, que ya es patrimonio de la memoria, en este caso, de los isleños de San Fernando.
En cuanto al título, hay que advertir que, como dice Arturo Gil en la contraportada, “no se trata de un libro de recetas del buen comer, pero sí de un gran plato a digerir {…} un cambio de registro en toda regla que hará deambular a los más curiosos por las calles y vidas de una ciudad con forma de isla en el último decenio del siglo XIX”.
Desde que nace con el romanticismo la literatura costumbrista, el oficio narrativo ha tenido que pulir sus lentes para bordar esa difícil miniatura que es el delicado tejido de lugares, personajes y usos de un pueblo o una ciudad revivida en las entrañas del escritor, o la escritora en este caso, que se atreve a semejante acta notarial del corazón ciudadano.
Además del capítulo de congratulaciones, la autora da cuenta de una de las claves de la narrativa española contemporánea: la teoría de Ortega y Gasset sobre la novela, que se va a convertir en realidad en ese mundo hermético en que la escritora vive el ir y venir de sus personajes situados en sitios de referencia popular y con un hilado de anécdotas que, a pesar de su sencillez, revela lo que yo creo que es lo más importante en la narrativa, y es el retrato de unos caracteres que se visualizan en los avatares cotidianos.
Compuesta de veintiún capítulos, va precedida de uno gratulatorio, una cita de Ovidio y otra de la novelista romántica Fernán Caballero, en la que se describe someramente la Isla de San Fernando. La autora de la novela traslada al lector a principios del siglo XIX (se da como alusión el gobierno municipal del alcalde Manuel Roldán), a unos años en que la ciudad tiene más o menos dos epicentros de concurrencia ciudadana: la Plaza de la Iglesia, con el recinto religioso y el toque de las horas como pálpito de su fe popular, y la Plaza de Alfonso XII, espacio ineludible como vía de trasiego de la calle Real a la plaza de abastos. Los personajes pudieron existir y, de hecho, es seguro que respondan a hombres y mujeres que desarrollaron su vida en un entorno de cotidiano vecindario. Desde Anita la planchadora, Agapito, el albañil carnavalero; don Cristóbal, el triste viudo de Florentina; la señorita Elvira, entre sus prejuicios sociales y el impacto de una boda inesperada; Manuela, que cuenta en el despacho del planchado los chismes del barrio; Anselmo, con sus encargos, al que un vendedor de papeletas de rifa lo apoda “coche fúnebre”, por su aspecto físico; el “mamarracho” y el episodio con la gallina; el paso de niña a mujer de Faustina y el encanto de su talante sencillo; la casapuerta de Carmen Valdivieso y la inquietud curiosa de don Cristóbal; el parlamento en el taller del zapatero Juan Rendón, al que acude también don Cristóbal y en el que junto a otros contertulios “no se criticaba a nadie y se criticaba todo”; Carmen Valdivieso y el problema del casamiento de su nieta Carmencita con Olegario; Máxima, la vieja herboristera que también juega a adivina y revela a Carmencita Valdivieso la infidelidad de su esposo; Carmen Valdivieso y el secreto de su abuela; el secreto que descubre Carmen en el taller del zapatero; el temor que sufre Juan Rendón, engatusado por una novia que no es la suya y por cuya experiencia se jura no volver a mirar nunca a ninguna mujer; las cábalas y la discreción final de Pepe el ciego en el asunto íntimo del zapatero; las curiosas labores domésticas de Pepe en la casa de Juan Rendón, al otro lado del muro de la casa de Carmen Valdivieso; la anécdota que cuenta Pepe en el despacho acerca del antojo de la niña de Carmen Valdivieso; Agapito, que se casa con Anita, la morena de sus entretelas, pero ella le recrimina que piense demasiado en el carnaval; cucharada y paso atrás ante el plato de fideos con caballas en un teatro improvisado y fantástico donde hay versos carnavaleros. Y, por fin, el epílogo oliendo a tortas de navidad.
No se puede decir que Fideos con caballas sea una suma de relatos, sino que es una novela debido a que la autora sitúa a los personajes y las acciones de éstos en una época, unos lugares y unas circunstancias compartidas, que vertebran esta obra. Es el retrato de un espacio social de la Isla en unos años marcados por unos usos. ¿Novela costumbrista? Creo que la autora no se propone eso, pero el resultado escénico bien podría merecerlo dignamente, entre la sencillez, el humor a veces y el fluir de unas vidas que podríamos llamar paralelas en sus papeles dentro del teatro de la vida, donde se entrelazan los ingredientes léxicos conforme a lo que se espera de los intervinientes. Es lo que los clásicos llamaban el decoro.
La encantadora portada del pintor Ángel Torres Aléu da una idea anticipada de ese escenario vital de unas gentes que nos dan un perfil de cómo transcurría la vida en la Isla de nuestros ascendientes, en un triángulo de vivencias compuesto por la plaza de la Iglesia, la plaza de Alfonso XII y la plaza de abastos.
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