Cuadro de María Jesús Rodríguez Barberá
TÚMULO DE CIENO
A Rafael Duarte
A Enrique Montiel
La
vejez es más temible que la muerte.
Juvenal, Sátiras XI, v.45
Esto no es el mar con su ruidoso taller de yelmos y
corazas; el mar, enorme acuario desbordado en las playas; esto es una lengua de
agua, una lengua lenta y enfangada que lame con silencio y trabajo las riberas
duras de los esteros escoltados por la sapina. Cuando las nubes grises y viejas
se echan en la Almadraba
como vacas cansadas y taciturnas, todo el fondo del cielo se ennegrece con
brazos extraños como una caricatura sobre la cabeza de pámpanos de Chiclana.
Esto no es el aguafuerte sonoro de la playa de Camposoto, ni el relincho de la
montante de la Carraca
cuando el viento de levante la encrespa con ribetes de escarceos espumosos.
Acércate despacio, que la marea sube ahora con pies sigilosos y como tirando un
capote verdusco con punzantes olores ostioneros sobre la superficie agria del
adarce. Pero, mientras que la marea despierta y se despereza con brazos
múltiples de agua llenando los cestos pedigüeños de los esteros, entramos en el
Bar de los Candrais Yacentes, porque es seguro que a esta hora, junto a la
ventana que da al caño, está Rafael Bogavante, mimando sus labios con los
pausados sorbos de un café en lenta y contemplativa parsimonia. Sentémonos
aquí, a varias mesas de distancia de la ventana que da al exterior, a la espalda
sangrante de Gallineras, y un cementerio de botes y candrais nos sugiere la
historia de antiguos pescadores del lugar.
Pero yo, que ahora tengo ardiéndome en las manos el
Ecce homo de Nietzsche, que tú, nuevo
amigo también, me has dejado, Enrique Montaña, no te puedo contar esas
historias, como no sea metiéndonos en la mirada de un joven poeta al que acabo
de conocer y ve crecer la marea como una alfombra de agua, y el agua llega, en
principio tímida y jadeante, luego se crece y levanta su lomo verdeoscuro y
parece como si tuviera colmillos con los que muerde las quillas semihundidas en
el fango, de luto por el cauce muerto de esta pequeña cala bajo la ventana; o
bien se propaga en lenguas que lamen los costados ennegrecidos por tantas
faenas de estas viejas embarcaciones que pudren al sol su carcomida gloria.
El sol de las cuatro ya gira en lo alto de la loma
del Cerro y empieza a desgranar sus largas y áureas trenzas sobre compuertas
lejanas, esteros ya adormecidos y secas sapinas. El caño siente la crecida del
agua y se mueve como un paquidermo, primero torpemente, después como si una
manada de elefantes transitara por el cauce, siguiendo el curso del agua hacia
el Puente de Zuazo.
Mientras tanto, tras la ventana, el poeta Rafael Avante está como enmarañado en su asombro. Como siempre, el señuelo del
espejismo estético toca sus párpados con sus mágicos dedos. Y se dice a sí
mismo que aquel candrai recostado y semihundido en el fango por su parte
trasera, con dos vértebras en su proa como dos pitones que quisieran rasgar el
capote invisible del aire, es un toro que no quiere desaparecer en el cieno y
levanta el testuz, alargando el espinazo desgarrado y mugriento por las uñas de
los soles y la metralla de las lluvias.
Rafael Avante ve en el fondo del hondón, que antaño fue
un estero, la sombra del candrai sempiterno, todavía erguido como una protesta
inútil, movida o desbarata a veces esa sombra por un airecillo que entra y sale
por la hondonada como si fuese la mascota lúdica de la marea, un duendecillo de
viento de levante que está querenciado allí desde años ha, como si se nutriera
del hedor a cieno concentrado y parásito, que suavizan, en ocasiones, los
olores que salen con suculencia tentadora de la cocina del bar; abanico que
ventea estimulando el apetito como un heraldo del robalo, la lubina, el cazón,
el choco y otros hermanos de martirologio culinario que convocan con bien
ganado timbre de fama a todas las hambres inquietas a la hora de su irrevocable
tributo a la naturaleza, negrera de los instintos.
Pero Rafael Avante no respira en los dominios
gastronómicos. Su mirada de cazador furtivo de belleza le lleva por otras cotas
de la percepción. Como es aficionado incorruptible de la policroma fiesta de
los toros, Avante, dando en Cúchares contemplativo, compara al candrai,
huérfano de travesías y peces, con un toro, con un toro que, como en los
carteles anunciadores. levanta la cabeza corneando sus alucinaciones de soles
hirientes y vaharadas de légamos. Y nunca baja esa cabeza aunque la claridad lo
invada mortalmente, aunque el resplandor lo inunda, porque ese toro tiene los
ojos cegados por el fango, y ese fango es la paga de sus muchos años de ida y
vuelta por el caño cargando arena y cajas de pescado, y mira a los cielos
azulosos que tantas veces se derramaron sobre su singladura como un bálsamo de
sosiego; sí, mira a los cielos, pero ya no los ve como otros días en los que la
marea rutilaba igual que una vitrina de traslúcida cristalería, aquellos días
en los que orzaba el pelaje verdinegro salpicado de mechones de alhureca; ahora
mira a los cielos, a todos los cielos, a los grises de cardos borriqueros, a
los negros de cisco y picón, a los celestes de flor de higotuna; pero este toro
con su cornamenta de madera reseca, a pesar de que parece que se empina, no ve
a nadie y, además, está dormido, duerme un sueño de humilde bajamar, un sueño
de redes mil veces recosidas, de palangres desenmallados ya de su pesca y
abiertos en los patios alegrados con macetas y latas de geranios; se recreaba,
en fin, en un sueño de parihuelas de arena, a lo mejor cargada en el viejo
Zaporito, letargo entretejido con voces que latiguearon o endulzaron su
perezosa navegación como las del Nía,
Jeromo, El Negro, el Culebra, Valentín, Pepe...hoy amordazadas por la sábana
negra de la muerte; y ahí se yergue, o parece que se yergue, como un recuerdo
que tiene un museo único en este bajío donde el sol oculta todos los días su
cofre vespertino de mohosas monedas crepusculares.
Y Rafael Avante, que ya se ha tomado el café, le
echa la última mirada, oblicua, caída, pero tierna y envolvente. Se levanta de
la silla y aleja el platito con su vaso, coge una servilleta de papel, se saca
el bolígrafo del bolsillo de la chaqueta y escribe con la misma tranquilidad
con que vuela pausado y bajo la gaviota por la cercana marisma:
Levanta tu testuz,
toro de cieno,
y embístele otra
vez a la marea...
Se bebe el sorbito final de la copita de
coñac y se va. Un airecillo cómplice remueve la servilletita y la saca por la ventana
hacia el hondón en que candrai y ocaso son ya un túmulo de creciente oscuridad
salmodiada por el gruñido de agua del caño tan cercano.
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