lunes, 5 de marzo de 2018

RELATOS: TÚMULO DE CIENO, DE HISTORIAS DE GENTE DE A PIE



                                      
             
 Cuadro de María Jesús Rodríguez Barberá

                  TÚMULO DE CIENO

                                        A Rafael Duarte
                                        A Enrique Montiel

                La vejez es más temible que la muerte.

                              Juvenal, Sátiras XI, v.45





Esto no es el mar con su ruidoso taller de yelmos y corazas; el mar, enorme acuario desbordado en las playas; esto es una lengua de agua, una lengua lenta y enfangada que lame con silencio y trabajo las riberas duras de los esteros escoltados por la sapina. Cuando las nubes grises y viejas se echan en la Almadraba como vacas cansadas y taciturnas, todo el fondo del cielo se ennegrece con brazos extraños como una caricatura sobre la cabeza de pámpanos de Chiclana. Esto no es el aguafuerte sonoro de la playa de Camposoto, ni el relincho de la montante de la Carraca cuando el viento de levante la encrespa con ribetes de escarceos espumosos. Acércate despacio, que la marea sube ahora con pies sigilosos y como tirando un capote verdusco con punzantes olores ostioneros sobre la superficie agria del adarce. Pero, mientras que la marea despierta y se despereza con brazos múltiples de agua llenando los cestos pedigüeños de los esteros, entramos en el Bar de los Candrais Yacentes, porque es seguro que a esta hora, junto a la ventana que da al caño, está Rafael Bogavante, mimando sus labios con los pausados sorbos de un café en lenta y contemplativa parsimonia. Sentémonos aquí, a varias mesas de distancia de la ventana que da al exterior, a la espalda sangrante de Gallineras, y un cementerio de botes y candrais nos sugiere la historia de antiguos pescadores del lugar.

Pero yo, que ahora tengo ardiéndome en las manos el Ecce homo de Nietzsche, que tú, nuevo amigo también, me has dejado, Enrique Montaña, no te puedo contar esas historias, como no sea metiéndonos en la mirada de un joven poeta al que acabo de conocer y ve crecer la marea como una alfombra de agua, y el agua llega, en principio tímida y jadeante, luego se crece y levanta su lomo verdeoscuro y parece como si tuviera colmillos con los que muerde las quillas semihundidas en el fango, de luto por el cauce muerto de esta pequeña cala bajo la ventana; o bien se propaga en lenguas que lamen los costados ennegrecidos por tantas faenas de estas viejas embarcaciones que pudren al sol su carcomida gloria.

El sol de las cuatro ya gira en lo alto de la loma del Cerro y empieza a desgranar sus largas y áureas trenzas sobre compuertas lejanas, esteros ya adormecidos y secas sapinas. El caño siente la crecida del agua y se mueve como un paquidermo, primero torpemente, después como si una manada de elefantes transitara por el cauce, siguiendo el curso del agua hacia el Puente de Zuazo.


Mientras tanto, tras la ventana, el poeta Rafael Avante está como enmarañado en su asombro. Como siempre, el señuelo del espejismo estético toca sus párpados con sus mágicos dedos. Y se dice a sí mismo que aquel candrai recostado y semihundido en el fango por su parte trasera, con dos vértebras en su proa como dos pitones que quisieran rasgar el capote invisible del aire, es un toro que no quiere desaparecer en el cieno y levanta el testuz, alargando el espinazo desgarrado y mugriento por las uñas de los soles  y la metralla de las lluvias.

Rafael Avante ve en el fondo del hondón, que antaño fue un estero, la sombra del candrai sempiterno, todavía erguido como una protesta inútil, movida o desbarata a veces esa sombra por un airecillo que entra y sale por la hondonada como si fuese la mascota lúdica de la marea, un duendecillo de viento de levante que está querenciado allí desde años ha, como si se nutriera del hedor a cieno concentrado y parásito, que suavizan, en ocasiones, los olores que salen con suculencia tentadora de la cocina del bar; abanico que ventea estimulando el apetito como un heraldo del robalo, la lubina, el cazón, el choco y otros hermanos de martirologio culinario que convocan con bien ganado timbre de fama a todas las hambres inquietas a la hora de su irrevocable tributo a la naturaleza, negrera de los instintos.

Pero Rafael Avante no respira en los dominios gastronómicos. Su mirada de cazador furtivo de belleza le lleva por otras cotas de la percepción. Como es aficionado incorruptible de la policroma fiesta de los toros, Avante, dando en Cúchares contemplativo, compara al candrai, huérfano de travesías y peces, con un toro, con un toro que, como en los carteles anunciadores. levanta la cabeza corneando sus alucinaciones de soles hirientes y vaharadas de légamos. Y nunca baja esa cabeza aunque la claridad lo invada mortalmente, aunque el resplandor lo inunda, porque ese toro tiene los ojos cegados por el fango, y ese fango es la paga de sus muchos años de ida y vuelta por el caño cargando arena y cajas de pescado, y mira a los cielos azulosos que tantas veces se derramaron sobre su singladura como un bálsamo de sosiego; sí, mira a los cielos, pero ya no los ve como otros días en los que la marea rutilaba igual que una vitrina de traslúcida cristalería, aquellos días en los que orzaba el pelaje verdinegro salpicado de mechones de alhureca; ahora mira a los cielos, a todos los cielos, a los grises de cardos borriqueros, a los negros de cisco y picón, a los celestes de flor de higotuna; pero este toro con su cornamenta de madera reseca, a pesar de que parece que se empina, no ve a nadie y, además, está dormido, duerme un sueño de humilde bajamar, un sueño de redes mil veces recosidas, de palangres desenmallados ya de su pesca y abiertos en los patios alegrados con macetas y latas de geranios; se recreaba, en fin, en un sueño de parihuelas de arena, a lo mejor cargada en el viejo Zaporito, letargo entretejido con voces que latiguearon o endulzaron su perezosa navegación como las del  Nía, Jeromo, El Negro, el Culebra, Valentín, Pepe...hoy amordazadas por la sábana negra de la muerte; y ahí se yergue, o parece que se yergue, como un recuerdo que tiene un museo único en este bajío donde el sol oculta todos los días su cofre vespertino de mohosas monedas crepusculares.

Y Rafael Avante, que ya se ha tomado el café, le echa la última mirada, oblicua, caída, pero tierna y envolvente. Se levanta de la silla y aleja el platito con su vaso, coge una servilleta de papel, se saca el bolígrafo del bolsillo de la chaqueta y escribe con la misma tranquilidad con que vuela pausado y bajo la gaviota por la cercana marisma:

                            Levanta tu testuz, toro de cieno,
                            y embístele otra vez a la marea...

  Se bebe el sorbito final de la copita de coñac y se va. Un airecillo cómplice remueve la servilletita y la saca por la ventana hacia el hondón en que candrai y ocaso son ya un túmulo de creciente oscuridad salmodiada por el gruñido de agua del caño tan cercano.

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