Hoy la palabra güichi queda desconocida
para la gente joven, que sí sabe lo que significa bar y pub. Para los que
hurgamos en la memoria de décadas pasadas recordamos que aquel término era de
uso cotidiano, y una expresión de madre de barrio que decía a su niño:
— “Hijo, ve al güichi y dile a tu padre que se venga,
que vamos a cenar ya”, nos fue familiar durante años.
Regularmente el güichi era sitio para beber
nada más. Raro era el que servía tapa, además del vino; vino, casi siempre, de
Chiclana, sin excluir los procedentes de otras poblaciones cercanas para
demandas minoritarias.
En algunos casos no parecía fácil deslindar
bar de güichi. El güichi era, a menudo, más pequeño que el bar, como ocurría
con el de Lucio en la calle San Antonio —entonces Mendizábal—, cuyas reducidas
dimensiones no tenían nada que ver con El Gordo o Casa Gabino (Gabino el
chato), en la misma calle, o bien el bar de Maera en la calle Lauria. Se podría
hablar de tiendas de ultramarinos que tenían anejo un espacio del mostrador en
su extremo para servicio de los amigos íntimos del montañés con el fin de
remojar la plática de circunstancias, como la tienda de Paco del Valle o la de
Juanito Sindo en la calle Real, en la acera que iba a la Plazuela del Carmen.
Volviendo a las Callejuelas y siguiendo la
calle Lauria, nos encontrábamos con la tienda de ultramarinos del otro Gabino
del barrio, con su apartado del largo mostrador para recreo coloquial con los
clientes asiduos. Ya en las cuatro esquinas de la calle Alsedo, cruzada por la
calle Santa Gertrudis, había un güichi, el de Evaristo, y enfrente un bar, el
de Julio.
Como epicentro social de esas cuatro
esquinas, siempre tan concurridas, que fueron el alma de las Callejuelas,
estaba la tienda de ultramarinos de Perico Coello, también llamada de Anita
María. Si se miraba hacia arriba, estaba la tienda del Gallego, también
la de Paquito, llamada popularmente “Paquito infantil”, y más arriba aún, la
del Pozo, y hacia la calle del Carmen, la de Pepito Calvo, que iba en bicicleta
al palenque de Antonio Román, como lo hacía Gabino —al que ya hemos
mencionado en el párrafo anterior—, y siguiendo a la derecha, la de Pepe,
llamada El Barrio, que así rezaba en un testero sobre una puerta de entrada a
la trastienda, al menos cuando la tuvo antes un tal Miguel. Si se miraba calle
Alsedo abajo, la tienda del Chico, que primeramente la tuvo en la calle del
Carmen. En fin, todas ellas de ultramarinos.
Pero hemos de hablar de güichis y he recordado
aquí nada más que los de mi entorno, sitios de reunión de vecinos que echaban
el rato entre vaso de vino y charla sobre temas cotidianos, cuando aún no
habían llegado los televisores.
A la llegada de éstos, en los bares la atención
se repartía entre la conversación y el partido de fútbol o la corrida de toros.
Aun así, no se perdía el deseo de enhebrar la palabra acerca del paso de la
vida con sus migajas de anécdotas.
Los güichis eran cada vez más precarios y
escasos, sin dejar de ser los mentideros de entonces al calor de un trago
de vino que encendía la mecha del diálogo. Hombres que venían del Concejo, que
se decía entonces, y de la
Constructora, y también mariscadores que encontraban en ese
refugio de unas horas el complemento agradable del día para reponer ánimo y
fuerzas que les ayudaran a enfrentarse a la mañana siguiente con ese oficio de
la supervivencia.
Un bolito o la media limeta servían de
engranaje a la partida de mus o de tute, como si la tarde vencida se
adormeciera en esas horas ahítas del cansancio por la briega repetida. Lo
dicho: güichis para la memoria sentimental de la Isla, difuminados ahora en el
horizonte del recuerdo.
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