sábado, 21 de marzo de 2015

POESÍA: TÚMULO DE CIENO


TÚMULO DE CIENO





    Despesque

A Enrique Montiel
y a Rafael Duarte

       La vejez es más temible que la muerte.

                      Juvenal, Sátiras XI, v.45

Esto no es el mar con su ruidoso taller de yelmos y corazas;
el mar, enorme acuario desbordado en las playas; esto es
una lengua de agua, una lengua lenta y enfangada que lame
con silencio y trabajo las riberas duras de los esteros escoltados
por la sapina. Cuando las nubes grises y viejas se echan en la
Almadraba como vacas cansadas y taciturnas, todo el fondo
del cielo se ennegrece con brazos extraños como una caricatura
sobre la cabeza de pámpanos de Chiclana. Esto no es el aguafuerte
sonoro de la playa de Camposoto, ni el relincho de la
montante de la Carraca cuando el viento de levante la encrespa
con ribetes de escarceos espumosos. Acércate despacio, que la
marea sube ahora con pies sigilosos y como tirando un capote
verdusco con punzantes olores ostioneros sobre la superficie
agria del adarce. Pero, mientras que la marea despierta y se
despereza con brazos múltiples de agua llenando los cestos
pedigüeños de los esteros, entramos en el Bar de los Candrais
Yacentes, porque es seguro que a esta hora, junto a la ventana
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que da al caño, está Rafael Avante, mimando sus labios con
los pausados sorbos de un café en lenta y contemplativa parsimonia.
Sentémonos aquí, a varias mesas de distancia de la
ventana que da al exterior, a la espalda sangrante de Gallineras,
y un cementerio de botes y candrais nos sugiere la historia de
antiguos pescadores del lugar.

Pero yo, que ahora tengo ardiéndome en las manos el
Ecce homo de Nietzsche, que tú, nuevo amigo también, me
has dejado, Enrique Montaña, no te puedo contar esas historias,
como no sea metiéndonos en la mirada de un joven poeta
al que acabo de conocer y ve crecer la marea como una alfombra
de agua, y el agua llega, en principio tímida y jadeante,
luego se crece y levanta su lomo verdeoscuro y parece como si
tuviera colmillos con los que muerde las quillas semihundidas
en el fango, de luto por el cauce muerto de esta pequeña cala
bajo la ventana; o bien se propaga en lenguas que lamen los
costados ennegrecidos por tantas faenas de estas viejas embarcaciones
que pudren al sol su carcomida gloria.

El sol de las cuatro ya gira en lo alto de la loma del Cerro
y empieza a desgranar sus largas y áureas trenzas sobre compuertas lejanas, esteros ya adormecidos y secas sapinas. El caño siente la crecida del agua y se mueve como un paquidermo,
primero torpemente, después como si una manada de elefan133
tes transitara por el cauce, siguiendo el curso del agua hacia el
Puente de Zuazo.

Mientras tanto, tras la ventana, el poeta Rafael Avante
está como enmarañado en su asombro. Como siempre, el
señuelo del espejismo estético toca sus párpados con sus mágicos
dedos. Y se dice a sí mismo que aquel candrai recostado
y semihundido en el fango por su parte trasera, con dos vértebras
en su proa como dos pitones que quisieran rasgar el
capote invisible del aire, es un toro que no quiere desaparecer
en el cieno y levanta el testuz, alargando el espinazo desgarrado
y mugriento por las uñas de los soles y la metralla de las lluvias.
Avante ve en el fondo del hondón, que antaño fue un
estero, la sombra del candrai sempiterno, todavía erguido
como una protesta inútil, movida o desbarata a veces esa sombra
por un airecillo que entra y sale por la hondonada como si
fuese la mascota lúdica de la marea, un duendecillo de viento
de levante que está querenciado allí desde años ha, como si se
nutriera del hedor a cieno concentrado y parásito, que suavizan,
en ocasiones, los olores que salen con suculencia tentadora
de la cocina del bar; abanico que ventea estimulando el apetito
como un heraldo del robalo, la lubina, el cazón, el choco y
otros hermanos de martirologio culinario que convocan con

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bien ganado timbre de fama a todas las hambres inquietas a
la hora de su irrevocable tributo a la naturaleza, negrera de los
instintos.
Pero Rafael Avante no respira en los dominios gastronómicos.
Su mirada de cazador furtivo de belleza le lleva por
otras cotas de la percepción. Como es aficionado incorruptible
de la policroma fiesta de los toros, Avante, dando en Cúchares
contemplativo, compara al candrai, huérfano de travesías
y peces, con un toro, con un toro que, como en los carteles
anunciadores. levanta la cabeza corneando sus alucinaciones
de soles hirientes y vaharadas de légamos. Y nunca baja esa
cabeza aunque la claridad lo invada mortalmente, aunque el
resplandor lo inunda, porque ese toro tiene los ojos cegados
por el fango, y ese fango es la paga de sus muchos años de ida
y vuelta por el caño cargando arena y cajas de pescado, y mira
a los cielos azulosos que tantas veces se derramaron sobre su
singladura como un bálsamo de sosiego; sí, mira a los cielos,
pero ya no los ve como otros días en los que la marea rutilaba
igual que una vitrina de traslúcida cristalería, aquellos días
en los que orzaba el pelaje verdinegro salpicado de mechones
de alhurreca; ahora mira a los cielos, a todos los cielos, a los
grises de cardos borriqueros, a los negros de cisco y picón, a
los celestes de flor de higotuna; pero este toro con su cornamenta
de madera reseca, a pesar de que parece que se empina,

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no ve a nadie y, además, está dormido, duerme un sueño de
humilde bajamar, un sueño de redes mil veces recosidas, de
palangres desenmallados ya de su pesca y abiertos en los patios
alegrados con macetas y latas de geranios; se recreaba, en fin,
en un sueño de parihuelas de arena, a lo mejor cargada en el
viejo Zaporito, letargo entretejido con voces que latiguearon o
endulzaron su perezosa navegación como las del Nía, Jeromo,
El Negro, el Culebra, Valentín, Pepe..., hoy amordazadas por
la sábana negra de la muerte; y ahí se yergue, o parece que se
yergue, como un recuerdo que tiene un museo único en este
bajío donde el sol oculta todos los días su cofre vespertino de
mohosas monedas crepusculares.
Y Rafael Avante, que ya se ha tomado el café, le echa
la última mirada, oblicua, caída, pero tierna y envolvente. Se
levanta de la silla y aleja el platito con su vaso, coge una servilleta
de papel, se saca el bolígrafo del bolsillo de la chaqueta
y escribe con la misma tranquilidad con que vuela pausado y
bajo la gaviota por la cercana marisma:

Levanta tu testuz, toro de cieno,
y embístele otra vez a la marea...

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Se bebe el sorbito final de la copita de coñac y se va. Un
airecillo cómplice remueve la servilletita y la saca por la ventana
hacia el hondón en que candrai y ocaso son ya un túmulo
de creciente oscuridad salmodiada por el gruñido de agua del
caño tan cercano.


De Historias de gente de a pie (2016) 

 
 Compuerta de un caño

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