San Fernando (Cádiz) 1910. Foto Archivo Quijano
ESTA MELANCOLÍA DEL PASADO...
me llega con sus rostros y sus voces,
sus huecos de por qués y soledades,
los islotes insomnes de sus noches.
Esta melancolía que me obliga
a mirar hacia atrás, hacia otros años
que ya duermen, cadáveres de fechas,
me retan otra vez a recordarlos.
Por hoy, recuerdos, señas de mí mismo,
os trataré con la delicadeza
de otras veces, mas luego idos muy lejos,
aunque renuncie a ser lo que yo era.
No volved a traerme más señales
de lo que fui, pues otra vida empiezo,
con la alegría ingenua de aquel joven,
con el coraje de seguir viviendo.
TESTIGO DE LA VIDA TRANSEÚNTE
Mira la tarde: un ala de sonrisa
que sobrevuela el ceño del ocaso.
Ves la gente en la calle que pasea,
las terrazas de bares y los autos,
las tiendas, los neones que se encienden,
los en torno a la noria del trabajo.
Un día más que vives tú, que sabes,
ya en la cumbre serena de tus años,
que los días se van con sus adioses
silenciosos a ras de calendarios.
Acurruca a la tarde que te cuenta
todo lo que ha vivido y que ha pasado
en la ciudad pequeña en la que vives
y morirás seguramente cuando
toque a la puerta de tu confianza
esa última hora, mientras tanto
ella hizo agujeros en la ausencia
de los que amaste y conociste a ratos...
Desciende hasta su médula y sonríe
y bébete esa tarde como un trago
de un carpe diem que se da a la fuga
y ama con todo un corazón de abrazos.
No olvides escribir ese poema
en que dejes tu amor de ciudadano
por todo lo que amabas y veías
que se llevaba en un impune rapto
la tarde que sonríe ahora artera
-¿no ves?- como si nada está pasando.
Portada de una biografía de Rubén Darío
EVOCACIÓN CONSOLADORA
En el rincón de todos los exilios
te pienso, mientras se sucede el tiempo
hora a hora, ola a ola en esta orilla
donde tu evocación es mi alimento.
Tú estás con otro que también te quiere
y hasta es posible que te escriba un verso.
El rumor de la casa con los niños,
las idas y venidas del trasiego...
Yo deslío las viejas remembranzas
como el tesoro único que tengo.
Seguro que de mí ya no te acuerdas
ni de instantes que hicimos juntos bellos.
Con el ayer hoy me he quedado a solas
y toco melancólico sus restos.
En un mar de infinitas soledades
la vida se me va como un velero.
En el mundo tal vez no hay un instante
más duro y más glacial que este destierro
a un después del que nadie sabe nada
tras una oscura puerta de silencio.
Sin embargo, tu voz, tu nombre, el día
en que me diste tu panal de besos
me asisten y a dormir me voy echando
en los brazos de miel de tu recuerdo.
Plaza de la Iglesia, San Fernando (Cádiz), años 50
CONCLUSIÓN CREPUSCULAR
El reflujo del día me ha traído
otra
vez a la playa de la casa.
Baja
ya la marea del cansancio,
vuelvo
cuando es pabilo la jornada.
Se
repite el oficio de estar vivo,
jugador
siempre de la misma baza:
Trabajo,
amor, tristezas y alegrías
que
un frágil hilo de costumbre hilvana.
Se
fueron los mayores y quedaron
imborrables
estelas de sus barcas
en
este viejo mar de la memoria
al
que consuela un faro de nostalgia.
Y
quedamos nosotros, como ellos
se
quedaron después de que marcharan
sus
mayores también. Y nuestros hijos
es
la generación que ahora aguarda.
Amémonos,
cantemos esta tarde
que
se va yendo, que nos da la espalda.
Exprimamos
el gozo de estar vivos
mientras
que el tiempo a ciegas nos arrasa...
De POEMAS VOLUNTARIAMENTE RETROSPECTIVOS
Y OTROS VANGUARDISTAS (2011)
Y OTROS VANGUARDISTAS (2011)
MEMORIA
APÓCRIFA
DE MANUEL JOSÉ QUINTANA RECREADA EN LAS PLAYAS GADITANAS
Dedico este relato a José Quintero González y a la memoria
de historiador Jaime Aragón Gómez, que tanto sabía de este tema.
de historiador Jaime Aragón Gómez, que tanto sabía de este tema.
“Cúpome a mí en
suerte venir a la ciudadela de Pamplona, destinado por seis años y despojado de
todos mis honores y mis empleos. Dos años ha que vivo aquí sufriendo la suerte
de un preso, privado de la comunicación con mi familia y los amigos de mi
confianza, impedido de poder escribir...” Pero, precisamente en estas
maniatadas circunstancias, la imaginación se siente con derecho a sobrevolar
todos los espacios que nos brindan una huida legítima hacia imágenes propicias
para un distraído solaz.
En los años de Cádiz
encuentro un acicate para hilvanar estas experiencias en un tapiz de paz.
Apenas llegado a la ínsula, me sedujo, a mí, hombre de tierra adentro, aquel
rumor de las olas venido como desde un diván de lontananza. La pureza del cielo
me hacía comprometerme con la fidelidad a mis principios de defensa de la
libertad frente a los invasores y a todos sus secuaces adheridos durante el
rodar de los sucesos, aunque yo la contemplara en mi calidad de oficial primero
de la Secretaría
General de la
Junta, cargo que se me encomendó, además de la dirección del
Semanario.
Tuve que soportar
las burlas de Capmany debido a mis manifiestos patrióticos, por lo que hube de
renunciar del tercer cargo que me asignaron, como fue el de Secretario de la Real Cámara y
Estampilla del Consejo de la
Regencia; sin embargo, está en mi satisfacción que la Regencia reconoció mi
celo y mi patriotismo. Este contento fue rubricado con mi ingreso en la Real Academia de La Lengua y en la de Bellas
Artes. Pero, triunfante el absolutismo... En fin, mi estado de ánimo se
congratula en las evocaciones de Cádiz y vuelvo a desovillarlas para entretenerme
en la variedad amable de sus hilos.
En mis pocos y
flacos ratos de desocupación de aquellos asuntos relacionados con las Cortes,
me echaba a las calles de la ciudad como un peregrino buscando un santuario
para una devoción exclusivamente literaria. Buscaba librerías para abordarlas
con la esperanza de un buen botín de libros, debilidad crónica en mí que me
llena de riesgos en cuanto a deudas se refiere. Esas andanzas sin brújula me
llevan a escorar la mirada por calles de nombre insólito como la de “los
flamencos borrachos”, la “de la cruz de
la madera”, la “de la aduana”, la “de la cuesta de Riaño”, la “ de Ancha”, la
”de la plaza de San Antonio”...
Me acordaba de la
tertulia y la revista que fundé en Madrid, el estreno de mi drama Pelayo...
¿Qué significaba ese título sino una defensa de nuestras libertades, como un
barrunto intuitivo de lo que nos iba a sobrevenir? Tres dramas más se me
perdieron en los estruendos de la invasión. Cinco años antes me había casado
con María Antonia Florencia, zaragozana de pro y afamada belleza. Mi felicidad
estaba a tope con el nombramiento que me hicieron como censor de teatros... De
este tema pormenorizaba yo en la gaditana tertulia de Margarita López de Morla,
en la que coincidía con Argüelles, con Martínez de la Rosa, con Juan Nicasio
Gallego, con el conde de Toreno, con Saavedra, con Alcalá Galiano...
Vuelvo a estos
hierros de mi cautiverio y retomo el peso querido del liberalismo, así como el de
ser testigo de una muralla defensiva de los ciudadanos y sus derechos sembrados
en las Cortes de la Isla
de León y florecidos en las de Cádiz.
Pero la soledad es
mala consejera de los varones cuando la carestía del encantamiento nos incita a
buscar presa para los ojos depredadores de hermosura femenina. Yo tenía en mi
mente aquella frase de Estrabón referente a las puellae gaditanae. Un
escritor es un hombre con la mirada abierta como las alas de las águilas,
sobrevolando las situaciones humanas por encima de las idas y venidas. Yo
meditaba sobre lo divino y lo humano, entre el deber y la imaginación desde las
contingencias de la calle Santa Inés, camino del Oratorio de San Felipe Neri, a
las sesiones de los diputados.
Una tarde en que el
calor era una tenaza de fuego decidí ir a la playa. ¡La playa! ¿Cómo no se me
había ocurrido antes? Hombre de tierra adentro, había soñado el mar como un
jardín placentero de oleajes en su monótono desdoblamiento. Pliegos de olas
como un inmenso álbum de agua. Venían las olas al regazo de la arena como niños
cansados a dormir su cansancio en la falda de su madre.
Poca gente había
pisando el metal rabioso de la orilla: madres con sus hijos, hombres con palos
y redes al hombro, algunos jóvenes; todos ellos en una serie dispersa y
cambiante. Miraba yo el mar como un dragón inmenso de lomos acuosos que se
levantaba y se hundía en un fragor incesante. Fonda de aves y vientos que
entretejían con sus rumores el imposible pentagrama del averío. Un diván era la
lontananza en cuyo precipicio la tarde comenzaba a sumergirse como un buque
incendiado, lento y ceremonioso naufragio de las últimas horas, hasta que
apareciera la noche como un gran catafalco de sombras.
Pero, como
entrecruzándose por estos pensamientos con intervalos de melancolía poética, apareció una jovencita
como la mejor huésped de la escancana del reflujo que lamía con sus lenguas de
vidrio aquella orilla. (Confieso que aprendí de amigos gaditanos este lenguaje
marítimo.) Como una lasca de agua que me salpicase en la cara, el rumor de un
cantarcillo de su voz quedó flotando en el aire áureo. Ella, al barruntar mi
presencia como ballesta a punto de mirada indiscreta, calló; se detuvo como en
espera de que yo depusiese mi arco de curiosidad. Mi palabra, secuestrada en mi
boca por una dulce mordaza de precaución, al contrario de lo que hizo el dios
Apolo con Dafne, prefirió renunciar a ser dardo benévolo de lisonja, caricia de
halago, simpático asedio a una ciudadela virgen de conquistas. No se entregó a
la despavorida distancia para escapar de mis brazos como Dafne ante el dios de
la música, pero sí comenzó a andar hollando las arrugas de la arena, es decir
las dunas que la alejaban de aquella ribera pespunteada con cenefas de
espumas...
El atardecer había
volcado ya su diligencia de penumbras en el mar. Ella se perdió en la lejanía
como un signo de interrogación indescifrable, como un adiós sin labios escrito
con un garabato de perplejidad. Aquella hermosa gaditana en las riberas de Cádiz... Pero yo,
que era testigo de la defensa de la libertad frente a todos los atropellos, no
podía permitirme ni siquiera el amago de un acercamiento gentil, ni una frase
esmaltada por la delicadeza, y no sólo
porque ella estuviese comprometida, sino porque mi esposa me imaginaba detrás
de la trinchera de mis actas, afilando la palabra y ayudando a empujar el
pesado carro de las circunstancias políticas.
No volví a romper la
trayectoria habitual de mis pasos hasta el Oratorio desde la casa de los
Butler, en la calle del Molino, donde me hospedaba. La playa se quedó
arrinconada en mi memoria como una nostalgia ficticia, como un islote agradable
al que tan aficionado son los artistas para esconderse de la persecución de la
realidad... Me consolaba mi ideal. Un ideal es como una escalada a los sueños,
una proa que embiste a vientos; el ideal nos da una almena, como las muchas que
veo en Cádiz, desde la que el entusiasmo es guardia insomne. El ideal es un
remo a contracorriente... Es una cofa de ilusión para avistar tierras de futuros
mejores; es un mástil enhiesto que no teme las tormentas. El ideal es un azor
de lejanías, un maravilloso cuervo de las distancias en una lontananza de
posibilidades...
Pero he de volver a
esta realidad cuadriculada por la geometría de las exigencias y dejar Cádiz
como un adiós inconcluso en tales remembranzas. Así que...
“Sólo me resta en la
adversidad que me oprime coronar mis principios con mi noble sufrimiento y
después de tantos sacrificios en obsequio de la razón y de la patria, hacerles
de ese modo el único servicio que está en mi mano”, escribí en la despedida del
memorial; pero en él no podía yo citar aquel romance dedicado a la gaditana de
la playa al que, en el acoso de su presencia ausente, esbocé en mi habitación
varias noches después, a espaldas de los prejuicios de hombre ilustrado y dueño
de sus sentimientos, y que concluí más adelante:
“A aquella airosa andaluza
que en las riberas de Cádiz
es, por lo negra y lo hermosa,
la esposa de los cantares;
que en las riberas de Cádiz
es, por lo negra y lo hermosa,
la esposa de los cantares;
a la que en el mar nacida
la embebió el mar de sus sales,
cada ademán una gracia,
cada palabra un donaire;
ve volando, pensamiento,
y al besar los pies de Dafne,
dila que vas en mi nombre
a tributarle homenajes.
Hoy son sus alegres días;
mira cuál todo la aplaude;
menos fuego el sol despide,
más fresco respira el aire.
la embebió el mar de sus sales,
cada ademán una gracia,
cada palabra un donaire;
ve volando, pensamiento,
y al besar los pies de Dafne,
dila que vas en mi nombre
a tributarle homenajes.
Hoy son sus alegres días;
mira cuál todo la aplaude;
menos fuego el sol despide,
más fresco respira el aire.
Los jazmines en guirnaldas
sobre su frente se esparcen;
los claveles en su pecho
dan esencias más süaves.
Y ya que yo, sumergido
en el horror de esta cárcel,
ni aun en pensamiento puedo
alzar la vista a su imagen,
rompe tú aquestas prisiones
y vuela allá a recrearte
en el raudal halagüeño
de su sabroso lenguaje.
Verás andar los amores
como traviesos enjambres,
ya trepando por sus brazos,
ya escondiéndose en su talle,
ya subiendo a su garganta
para de allí despeñarse
a los orbes deliciosos
de su seno palpitante.
Mas cuando tanto atractivo
a tu placer contemplares,
guárdate bien, no te ciegues
y sin remedio te abrases.
Acuérdate que en el mundo
los bienes van con los males,
las rosas tienen espinas
y las auroras celajes.
los bienes van con los males,
las rosas tienen espinas
y las auroras celajes.
Vistiola, al nacer, el cielo
de aquella gracia inefable
que embelesa los sentidos
y avasalla libertades.
Los ojos que destinados
al Dios de amor fueron antes,
para que en vez de saetas
los corazones flechase,
a esa homicida se dieron
negros, bellos, centellantes,
a convertir en cenizas
cuanto con ellos alcance.
Y cuentan que Amor entonces
dijo picado a su madre:
«pues esos ojos me ciegan,
yo quiero ciego quedarme.
negros, bellos, centellantes,
a convertir en cenizas
cuanto con ellos alcance.
Y cuentan que Amor entonces
dijo picado a su madre:
«pues esos ojos me ciegan,
yo quiero ciego quedarme.
»Venza ella al sol con sus rayos;
pero también se adelante
en su mudanza a los vientos,
en su inconstancia a los mares».
pero también se adelante
en su mudanza a los vientos,
en su inconstancia a los mares».
Y fue así. Las ondas leves
que van de margen en margen,
los céfiros que volando
de flor en flor se distraen,
que van de margen en margen,
los céfiros que volando
de flor en flor se distraen,
no más inciertos se miran
en sus dulces juegos, Dafne,
que tú engañosa envenenas
con tus halagos fugaces.
Dime, ¿aún se pinta el agrado
en tu risueño semblante,
y respiran tus miradas
aquella piedad süave
en tu risueño semblante,
y respiran tus miradas
aquella piedad süave
para con ceño y capricho
desvanecerla al instante,
trocar la risa en desvío
y el agasajo en desaires?
desvanecerla al instante,
trocar la risa en desvío
y el agasajo en desaires?
Y dime, a los que asesinas
con tan alevosas artes,
¿los obligas aún, crüel,
a consumirse y que callen?
con tan alevosas artes,
¿los obligas aún, crüel,
a consumirse y que callen?
Mas no importa: que padezcan
los que en tu lumbre se abrasen;
que tú, con sólo mirarlos,
harto felices los haces.
Yo también, a no decirme
la razón que ya era tarde,
y a presumir en mis votos
el bello don de agradarte,
te idolatrara, tú fueras
la mayor de mis deidades.
¿Pero quién es el que amando
no anhela porque le amen?
la mayor de mis deidades.
¿Pero quién es el que amando
no anhela porque le amen?
De amigo, pues, con el nombre
fue forzoso contentarme;
pero de aquellos amigos
que en celo y fe son amantes...
Basta, pensamiento; vuelve,
vuelve ya de tu mensaje,
y una sonrisa a lo menos
para consolarme trae”. *
vuelve ya de tu mensaje,
y una sonrisa a lo menos
para consolarme trae”. *
Poema
del que es autor M. J. Quintana,
titulado Romance a Dafne, en sus
días, y fechado en 16 de julio de 1815
Bajo estos cielos cejijuntos del norte,
siempre tengo presente una sonrisa de aquella doble claridad gaditana en la que
resplandece amaneciendo un tiempo de libertad y un discreto recuerdo que es cofre íntimo de anhelos
imposibles, pero consoladores en aquellos días de tanta zozobra, de caminos
inseguros por recorrer...
Ciudadela de Pamplona, 13 de enero
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