lunes, 23 de marzo de 2015

POESÍA RETROSPECTIVA Y MEMORIA APÓCRIFA DE MANUEL JOSÉ QUINTANA RECREADA EN LAS PLAYAS GADITANAS


             

San Fernando (Cádiz) 1910. Foto Archivo Quijano

 
ESTA MELANCOLÍA DEL PASADO...





Esta melancolía del pasado
me llega con sus rostros y sus voces,
sus huecos de por qués y soledades,
los islotes insomnes de sus noches.


Esta melancolía que me obliga
a mirar hacia atrás, hacia otros años
que ya duermen, cadáveres de fechas,
me retan otra vez a recordarlos.


Por hoy, recuerdos, señas de mí mismo,
os trataré con la delicadeza
de otras veces, mas luego idos muy lejos,
aunque renuncie a ser lo que yo era.

No volved a traerme más señales
de lo que fui, pues otra vida empiezo,
con la alegría ingenua de aquel joven,
con el coraje de seguir viviendo.



                      




TESTIGO DE LA VIDA TRANSEÚNTE






Mira la tarde: un ala de sonrisa
que sobrevuela el ceño del ocaso.

Ves la gente en la calle que pasea,
las terrazas de bares y los autos,
las tiendas, los neones que se encienden,
los en torno a la noria del trabajo.

Un día más que vives tú, que sabes,
ya en la cumbre serena de tus años,
que los días se van con sus adioses
silenciosos a ras de calendarios.

Acurruca a la tarde que te cuenta
todo lo que ha vivido y que ha pasado
en la ciudad pequeña en la que vives
y morirás seguramente cuando
toque a la puerta de tu confianza
esa última hora, mientras tanto
ella hizo agujeros en la ausencia
de los que amaste y conociste a ratos...

Desciende hasta su médula y sonríe
y bébete esa tarde como un trago
de un carpe diem que se da a la fuga
y ama con todo un corazón de abrazos.
No olvides escribir ese poema
en que dejes tu amor de ciudadano
por todo lo que amabas y veías
que se llevaba en un impune rapto
la tarde que sonríe ahora artera
-¿no ves?- como si nada está pasando.





                                

Portada de una biografía de Rubén  Darío



   
EVOCACIÓN CONSOLADORA






En el rincón de todos los exilios 
te pienso, mientras se sucede el tiempo
hora a hora, ola a ola en esta orilla
donde tu evocación es mi alimento.

Tú estás con otro que también te quiere
y hasta es posible que te escriba un verso.
El rumor de la casa con los niños,
las idas y venidas del trasiego...

Yo deslío las viejas remembranzas
como el tesoro único que tengo.
Seguro que de mí ya no te acuerdas
ni de instantes que hicimos juntos bellos.

Con el ayer hoy me he quedado a solas
y toco melancólico sus restos.
En un mar de infinitas soledades
la vida se me va como un velero.

En el mundo tal vez no hay un instante
más duro y más glacial que este destierro
a un después del que nadie sabe nada
tras una oscura puerta de silencio.

Sin embargo, tu voz, tu nombre, el día
en que me diste tu panal de besos
me asisten y a dormir me voy echando
en los brazos de miel de tu recuerdo.





       
 
Plaza de la Iglesia, San Fernando (Cádiz), años 50





CONCLUSIÓN CREPUSCULAR





El reflujo del día me ha traído

otra vez a la playa de la casa.
Baja ya la marea del cansancio,

vuelvo cuando es pabilo la jornada.



Se repite el oficio de estar vivo,

jugador siempre de la misma baza:

Trabajo, amor, tristezas y alegrías

que un frágil hilo de costumbre hilvana.



Se fueron los mayores y quedaron

imborrables estelas de sus barcas

en este viejo mar de la memoria

al que consuela un faro de nostalgia.



Y quedamos nosotros, como ellos

se quedaron después de que marcharan

sus mayores también. Y nuestros hijos

es la generación que ahora aguarda.



Amémonos, cantemos esta tarde

que se va yendo, que nos da la espalda.

Exprimamos el gozo de estar vivos

mientras que el tiempo a ciegas nos arrasa... 



 De POEMAS VOLUNTARIAMENTE RETROSPECTIVOS
Y OTROS VANGUARDISTAS (2011)




 

   
MEMORIA APÓCRIFA 
DE MANUEL JOSÉ QUINTANA RECREADA EN LAS PLAYAS GADITANAS


Dedico este relato a José Quintero González y a la memoria 
de historiador  Jaime Aragón Gómez, que tanto sabía de este tema.

                                               
“Cúpome a mí en suerte venir a la ciudadela de Pamplona, destinado por seis años y despojado de todos mis honores y mis empleos. Dos años ha que vivo aquí sufriendo la suerte de un preso, privado de la comunicación con mi familia y los amigos de mi confianza, impedido de poder escribir...” Pero, precisamente en estas maniatadas circunstancias, la imaginación se siente con derecho a sobrevolar todos los espacios que nos brindan una huida legítima hacia imágenes propicias para un distraído solaz.

   En los años de Cádiz encuentro un acicate para hilvanar estas experiencias en un tapiz de paz. Apenas llegado a la ínsula, me sedujo, a mí, hombre de tierra adentro, aquel rumor de las olas venido como desde un diván de lontananza. La pureza del cielo me hacía comprometerme con la fidelidad a mis principios de defensa de la libertad frente a los invasores y a todos sus secuaces adheridos durante el rodar de los sucesos, aunque yo la contemplara en mi calidad de oficial primero de la Secretaría General de la Junta, cargo que se me encomendó, además de la dirección del Semanario.
   Tuve que soportar las burlas de Capmany debido a mis manifiestos patrióticos, por lo que hube de renunciar del tercer cargo que me asignaron, como fue el de Secretario de la Real Cámara y Estampilla del Consejo de la Regencia; sin embargo, está en mi satisfacción que la Regencia reconoció mi celo y mi patriotismo. Este contento fue rubricado con mi ingreso en la Real Academia de La Lengua y en la de Bellas Artes. Pero, triunfante el absolutismo... En fin, mi estado de ánimo se congratula en las evocaciones de Cádiz y vuelvo a desovillarlas para entretenerme en la variedad amable de sus hilos.

   En mis pocos y flacos ratos de desocupación de aquellos asuntos relacionados con las Cortes, me echaba a las calles de la ciudad como un peregrino buscando un santuario para una devoción exclusivamente literaria. Buscaba librerías para abordarlas con la esperanza de un buen botín de libros, debilidad crónica en mí que me llena de riesgos en cuanto a deudas se refiere. Esas andanzas sin brújula me llevan a escorar la mirada por calles de nombre insólito como la de “los flamencos borrachos”,  la “de la cruz de la madera”, la “de la aduana”, la “de la cuesta de Riaño”, la “ de Ancha”, la ”de la plaza de San Antonio”...
   Me acordaba de la tertulia y la revista que fundé en Madrid, el estreno de mi drama Pelayo... ¿Qué significaba ese título sino una defensa de nuestras libertades, como un barrunto intuitivo de lo que nos iba a sobrevenir? Tres dramas más se me perdieron en los estruendos de la invasión. Cinco años antes me había casado con María Antonia Florencia, zaragozana de pro y afamada belleza. Mi felicidad estaba a tope con el nombramiento que me hicieron como censor de teatros... De este tema pormenorizaba yo en la gaditana tertulia de Margarita López de Morla, en la que coincidía con Argüelles, con Martínez de la Rosa, con Juan Nicasio Gallego, con el conde de Toreno, con Saavedra, con Alcalá Galiano...

   Vuelvo a estos hierros de mi cautiverio y retomo el peso querido del liberalismo, así como el de ser testigo de una muralla defensiva de los ciudadanos y sus derechos sembrados en las Cortes de la Isla de León y florecidos en las de Cádiz.

   Pero la soledad es mala consejera de los varones cuando la carestía del encantamiento nos incita a buscar presa para los ojos depredadores de hermosura femenina. Yo tenía en mi mente aquella frase de Estrabón referente a las puellae gaditanae. Un escritor es un hombre con la mirada abierta como las alas de las águilas, sobrevolando las situaciones humanas por encima de las idas y venidas. Yo meditaba sobre lo divino y lo humano, entre el deber y la imaginación desde las contingencias de la calle Santa Inés, camino del Oratorio de San Felipe Neri, a las sesiones de los diputados.

   Una tarde en que el calor era una tenaza de fuego decidí ir a la playa. ¡La playa! ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Hombre de tierra adentro, había soñado el mar como un jardín placentero de oleajes en su monótono desdoblamiento. Pliegos de olas como un inmenso álbum de agua. Venían las olas al regazo de la arena como niños cansados a dormir su cansancio en la falda de su madre.

   Poca gente había pisando el metal rabioso de la orilla: madres con sus hijos, hombres con palos y redes al hombro, algunos jóvenes; todos ellos en una serie dispersa y cambiante. Miraba yo el mar como un dragón inmenso de lomos acuosos que se levantaba y se hundía en un fragor incesante. Fonda de aves y vientos que entretejían con sus rumores el imposible pentagrama del averío. Un diván era la lontananza en cuyo precipicio la tarde comenzaba a sumergirse como un buque incendiado, lento y ceremonioso naufragio de las últimas horas, hasta que apareciera la noche como un gran catafalco de sombras.

    Pero, como entrecruzándose por estos pensamientos con intervalos de  melancolía poética, apareció una jovencita como la mejor huésped de la escancana del reflujo que lamía con sus lenguas de vidrio aquella orilla. (Confieso que aprendí de amigos gaditanos este lenguaje marítimo.) Como una lasca de agua que me salpicase en la cara, el rumor de un cantarcillo de su voz quedó flotando en el aire áureo. Ella, al barruntar mi presencia como ballesta a punto de mirada indiscreta, calló; se detuvo como en espera de que yo depusiese mi arco de curiosidad. Mi palabra, secuestrada en mi boca por una dulce mordaza de precaución, al contrario de lo que hizo el dios Apolo con Dafne, prefirió renunciar a ser dardo benévolo de lisonja, caricia de halago, simpático asedio a una ciudadela virgen de conquistas. No se entregó a la despavorida distancia para escapar de mis brazos como Dafne ante el dios de la música, pero sí comenzó a andar hollando las arrugas de la arena, es decir las dunas que la alejaban de aquella ribera pespunteada con cenefas de espumas...
   El atardecer había volcado ya su diligencia de penumbras en el mar. Ella se perdió en la lejanía como un signo de interrogación indescifrable, como un adiós sin labios escrito con un garabato de perplejidad. Aquella hermosa gaditana en las riberas de Cádiz... Pero yo, que era testigo de la defensa de la libertad frente a todos los atropellos, no podía permitirme ni siquiera el amago de un acercamiento gentil, ni una frase esmaltada  por la delicadeza, y no sólo porque ella estuviese comprometida, sino porque mi esposa me imaginaba detrás de la trinchera de mis actas, afilando la palabra y ayudando a empujar el pesado carro de las circunstancias políticas.

   No volví a romper la trayectoria habitual de mis pasos hasta el Oratorio desde la casa de los Butler, en la calle del Molino, donde me hospedaba. La playa se quedó arrinconada en mi memoria como una nostalgia ficticia, como un islote agradable al que tan aficionado son los artistas para esconderse de la persecución de la realidad... Me consolaba mi ideal. Un ideal es como una escalada a los sueños, una proa que embiste a vientos; el ideal nos da una almena, como las muchas que veo en Cádiz, desde la que el entusiasmo es guardia insomne. El ideal es un remo a contracorriente... Es una cofa de ilusión para avistar tierras de futuros mejores; es un mástil enhiesto que no teme las tormentas. El ideal es un azor de lejanías, un maravilloso cuervo de las distancias en una lontananza de posibilidades...

   Pero he de volver a esta realidad cuadriculada por la geometría de las exigencias y dejar Cádiz como un adiós inconcluso en tales remembranzas. Así que...
   “Sólo me resta en la adversidad que me oprime coronar mis principios con mi noble sufrimiento y después de tantos sacrificios en obsequio de la razón y de la patria, hacerles de ese modo el único servicio que está en mi mano”, escribí en la despedida del memorial; pero en él no podía yo citar aquel romance dedicado a la gaditana de la playa al que, en el acoso de su presencia ausente, esbocé en mi habitación varias noches después, a espaldas de los prejuicios de hombre ilustrado y dueño de sus sentimientos, y que concluí más adelante: 


“A aquella airosa andaluza
que en las riberas de Cádiz
es, por lo negra y lo hermosa,
la esposa de los cantares;

a la que en el mar nacida
la embebió el mar de sus sales,
cada ademán una gracia,
cada palabra un donaire;

ve volando, pensamiento,
y al besar los pies de Dafne,
dila que vas en mi nombre
a tributarle homenajes.

Hoy son sus alegres días;
mira cuál todo la aplaude;
menos fuego el sol despide,
más fresco respira el aire.

Los jazmines en guirnaldas
sobre su frente se esparcen;
los claveles en su pecho
dan esencias más süaves.

Y ya que yo, sumergido
en el horror de esta cárcel,
ni aun en pensamiento puedo
alzar la vista a su imagen,

rompe tú aquestas prisiones
y vuela allá a recrearte
en el raudal halagüeño
de su sabroso lenguaje.

Verás andar los amores
como traviesos enjambres,
ya trepando por sus brazos,
ya escondiéndose en su talle,

ya subiendo a su garganta
para de allí despeñarse
a los orbes deliciosos
de su seno palpitante.

Mas cuando tanto atractivo
a tu placer contemplares,
guárdate bien, no te ciegues
y sin remedio te abrases.


Acuérdate que en el mundo
los bienes van con los males,
las rosas tienen espinas
y las auroras celajes.

Vistiola, al nacer, el cielo
de aquella gracia inefable
que embelesa los sentidos
y avasalla libertades.

Los ojos que destinados
al Dios de amor fueron antes,
para que en vez de saetas
los corazones flechase,

a esa homicida se dieron
negros, bellos, centellantes,
a convertir en cenizas
cuanto con ellos alcance.

Y cuentan que Amor entonces
dijo picado a su madre:
«pues esos ojos me ciegan,
yo quiero ciego quedarme.


»Venza ella al sol con sus rayos;
pero también se adelante
en su mudanza a los vientos,
en su inconstancia a los mares».

Y fue así. Las ondas leves
que van de margen en margen,
los céfiros que volando
de flor en flor se distraen,

no más inciertos se miran
en sus dulces juegos, Dafne,
que tú engañosa envenenas
con tus halagos fugaces.

Dime, ¿aún se pinta el agrado
en tu risueño semblante,
y respiran tus miradas
aquella piedad süave

para con ceño y capricho
desvanecerla al instante,
trocar la risa en desvío
y el agasajo en desaires?

Y dime, a los que asesinas
con tan alevosas artes,
¿los obligas aún, crüel,
a consumirse y que callen?

Mas no importa: que padezcan
los que en tu lumbre se abrasen;
que tú, con sólo mirarlos,
harto felices los haces.


Yo también, a no decirme
la razón que ya era tarde,
y a presumir en mis votos
el bello don de agradarte,

te idolatrara, tú fueras
la mayor de mis deidades.
¿Pero quién es el que amando
no anhela porque le amen?


De amigo, pues, con el nombre
fue forzoso contentarme;
pero de aquellos amigos
que en celo y fe son amantes...
Basta, pensamiento; vuelve,
vuelve ya de tu mensaje,
y una sonrisa a lo menos
para consolarme trae”. *

Poema del que es autor  M. J. Quintana, titulado  Romance a Dafne, en sus días, y fechado en 16 de julio de 1815


   Bajo estos cielos cejijuntos del norte, siempre tengo presente una sonrisa de aquella doble claridad gaditana en la que resplandece amaneciendo un tiempo de libertad y un discreto  recuerdo que es cofre íntimo de anhelos imposibles, pero consoladores en aquellos días de tanta zozobra, de caminos inseguros por recorrer...

                    Ciudadela de Pamplona, 13 de enero
    






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