Rimas de G.A. Bécquer
SEXTINA DEL AMOR Y EL DESALIENTO
DEL TROVADOR PROVENZAL ARNAUT DANIEL
Allí está mi señora, de quien tengo tal hambre…
Arnaut Daniel
Yo, que he sido maestro de las aves,
regalé cintas y alas a las brisas,
encendí tiernos leños de la aurora,
a Dios tengo latiendo en la plegaria
y me guardo las llaves del poema,
de ti no tengo nada más que el nombre.
Tú sabes el calor que da tu nombre
metido en el plumaje de las aves
cuando se abre el joyero del poema
y se escuchan minúsculas las brisas
con susurro menudo de plegaria
en el labio aún dormido de la aurora.
Cuando es fina caléndula la aurora
y trepa por los muros de tu nombre,
confío y lloro como en la plegaria
y me revolotea cuales aves
una esperanza con vaivén de brisas
que acuna la emoción de mi poema.
Es todavía niño mi poema
pero se ofrece espejo de la aurora,
guirnalda en los cabellos de las brisas,
caracola leal para tu nombre,
porque, aunque tú no estás, llevan las aves
en su vuelos barrocos mi plegaria.
A pesar de su fe, ya mi plegaria
se arrincona en silencio en el poema,
pero le animan a volar las aves
lo mismo por la noche que a la aurora
aunque sepa, es seguro, que tu nombre
se cae del regazo de las brisas.
¿No soy señor y dueño de las brisas?
¿No tengo a Dios viviendo en mi plegaria?
¿Por qué de ti no tengo más que el nombre?
¿Por qué huir del palacio del poema
cuando reina te quiere hacer la aurora
de todo bajo el coro de las aves?
Llorad conmigo, oh aves, llorad, brisas,
enmudece, plegaria, y tú, poema,
y que venga la aurora sin tu nombre.
De Un resplandor
antiguo enciende hoy mi memoria (1987)
Foto tomada de internet
EN PLENA PASIÓN
CALLADA,
EL POETA FERNANDO
DE HERRERA PIENSA
PLATÓNICAMENTE EN LA CONDESA DE GELVES
(Sextina)
Goteas nieve
mínima, tú, estrella.
Vives altiva y en
tu cresta, oh lumbre.
Oculto fulges para
mí, esplendor.
Garabato de fuego
eres tú, luz.
Eres limosna
rápida, lucero.
En tu espiral
desapareces, llama.
Aunque crepitas
fugazmente en llama,
siendo en mi cielo
inaccesible estrella,
te haces
parpadeante, azul lucero
que niega en el
equívoco la lumbre,
que en mi
constelación hurtas la luz...
di, ¿dónde está ya
aquel vivo esplendor?
Ah, otra vez como
un guiño el esplendor
con promesa de
dádiva y de llama.
Ven como lazarillo,
tierna luz,
y no te ocultes,
peregrina estrella,
sino que bajes,
indecisa lumbre;
deja, deja de ser
falaz lucero.
Porque el recuerdo
es leño; así la llama
crece como una
ojiva de esplendor
y me promete
acogedora lumbre,
un beso de calor
como un lucero
que despunta en la
tarde, flor de estrella
hospitalaria cuyo
aroma es luz.
Habitar en los
lindes de tu luz
como el aire es
aliento del lucero;
almohada es la
tarde de la estrella
para soñar su
vívido esplendor
y acaba siendo
corazón de llama,
confidencia a la
sombra de la lumbre.
Te alejas, sí,
como encorvada lumbre
y es rastro de
crepúsculo tu luz,
chisporroteo
vesperal de llama,
adiós de lejanía
de lucero,
brasas de lo que
fue rubio esplendor
hueco vacío donde
ardió la estrella.
Mas fue estrella
vivaz y alto esplendor,
y, aunque lucero
huido y rota llama,
será para mí
lumbre de su luz.
Las denominaciones que se utiliza para invocar a la Condesa –estrella, lumbre,
esplendor, luz, lucero y llama— son algunos de los nombres que utilizó para
velar la identidad de su amada platónica.
De Los espejos
preferidos (1999)
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