Antonio Machado y Leonor Izquierdo
La costumbre de
pensarnos como un yo compacto y definitivo, con el que nos identificamos como
cierto y absoluto, nos priva de atender a una evolución de ese mismo yo que
está motivada por distintas razones, en primer lugar por la todopoderosa
circunstancia. No somos siempre el mismo aunque muchos se lo crean. Estamos
sujetos a un fluir de la conciencia como ya observó el filósofo presocrático
Heráclito. Ello significa que la mismedad es relativa. También se puede aplicar
ese juicio a nuestras obras; en concreto a las obras literarias. No es el mismo
poema que escribimos a los veinte que a los cincuenta; sin embargo, la
valoración está matizada por la subjetividad de cada cual. A más subjetividad,
más creencia en el yo provisional, más apego a uno mismo, más seguridad de que
somos el mejor escritor o el mejor artista.
Estas posiciones
personales llevan a mirar con desconfianza o menosprecio lo que escriben otros.
En el caso de la desconfianza, se llega a la envidia, a la enemistad, al odio,
cuando realmente lo que mejor hace cada uno de nosotros se debe a un yo más
profundo que subyace debajo del yo superficial, ese yo social que nos impele
contra los otros yos. Sólo los grandes artistas y poetas están por
encima de ese recelo, de esa obsesión que carcome el estro en la soledad —que
debiera ser sagrada— para la creación.
Esta dicotomía de
los yos me recuerda aquellos versos de Antonio Machado:
No es el yo fundamental
eso que busca el poeta,
sino el tú esencial.
eso que busca el poeta,
sino el tú esencial.
Proverbios y cantares,
XXXVI
Resulta, pues, de
esta consideración que lo que mejor hacemos se debe a nuestro yo “divino”, al
soplo de Brahma, Dios o El Principio del universo, pongamos por caso, que está
dentro de nosotros como enviándonos desde lo oculto esas iluminaciones que
nuestro yo personalista reelabora con sus elementos culturales tomados de la
civilización en la que nos han educado. Así que todo yo individualista y
altanero, orgulloso y único, es velo de maya, es ilusorio y tapona con esa
actitud la inspiración de lo universal que le trasmite su fondo, desconocido
para él.
Por tanto, la
envidia, el odio, el menosprecio, el personalismo intocable no son nada más
producto de esa ignorancia, Los yos que están en su trastero de conciencia
aprehenden ese soplo de Lo Uno que le viene de sus raíces. Cuando se llega a
esta experiencia se admira lo bueno que hacen otros y se aplauden como si fuese
suyo porque tales individuos evolucionados intuyen que esos aciertos vienen de
lo que no nos “pertenece”; o sea, viene de ese Principio aludido; nosotros
somos cauces por donde fluye el agua que no hemos de apropiarnos
individualizándola en un estanque con nuestro nombre propio. Sólo el verdadero
místico se sabe “instrumento” de ese fluido que pasa por su yo provisional y se
hace admirable en el plano de lo conocido.
Realmente, la
envidia y el odio que puedan colisionar entre escritores y artistas se
apaciguarían, incluso desaparecerían si se tuviese en cuenta que todo procede
de lo Uno y que los individuos son meros canales de manifestación de esa voz
que adquiere en cada uno un tono y un volumen de acuerdo con su cultura.
Leamos esta estrofa
del poeta malagueño modernista Salvador Rueda (1857-1933), que nos viene muy
bien a lo que exponemos aquí:
“Cantad con himno
desacorde o tierno.
Cantad y
trabajad en el combate,
¡que es uno solo el
orfeón eterno,
aunque en millones
de gargantas late!”
Del poema “Los
pájaros que cantan
mal”.
Miguel Hernández, dibujo de Antonio Buero Vallejo
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