Delicia de los poetas románticos y modernistas, el otoño no ha faltado en los poetas contemporáneos tampoco. Quizá el poeta que más ha sentido el otoño en sus versos ha sido Juan Ramón Jiménez, sobre todo en las dos primeras fases de su obra -de su Obra, como él gustaba escribir-. El colorido y el sabor rural y provinciano de sus óleos poéticos en los que el otoño es protagonista a medias con otros temas, son inigualables, como las marinas literarias de Alberti, por ejemplo, o el llanto y el ocre de la Andalucía interior en Lorca. En la pintura sucede otro tanto, aunque tal vez ello se pueda contemplar con más frecuencia en pintores franceses (recuerdo ahora mismo los cuadros de Utrillo); y en música, de manera más convencional evocado, también está el otoño -recuérdese el célebre concierto de Vivaldi.
Ahora
bien, existen otros otoños más comunes, más vulgares, sin duda; otoños que
pasan con la cabalgadura de la misma naturaleza y de la que los humanos y las
cosas somos sus inevitables depositarios.
Siempre se ha hablado del otoño de nuestra existencia. En otras épocas en las que las condiciones de vida no tenían las ventajas que las de nuestros tiempos, el otoño de la edad era más temido: "Otoño cansado y tísico, / ¿vas a colgar de tristeza / la vida? Cuando tus manos / de luz mustia los envuelva / con esos sudarios de / tu amarilla decadencia...", escribía el poeta onubense a principios del siglo XX.
Se traspasen o no los umbrales de la vejez hasta una edad de plena ancianidad, nada impide que el otoño se anticipe como un río de experiencia que se ha ido engrosando con sucesivas riadas de alegrías y sinsabores. Hay quien tiene una madurez impropia para sus treinta o cuarenta años, y en el caso contrario, mayores insensatos que aún no han degustado la serenidad de cotas psicológicas alcanzadas.
Un vocablo que va unido al de otoño es de soledad. A más riqueza interior -entendiendo ésta como cúmulo de vivencias-, más soledad, más apartamiento involuntario de los demás. Es como un vestíbulo que se nos va haciendo cada más espacioso entre el yo y los otros yos que nos circundan. En algunos casos, podríamos hablar de "recámara". El exceso de lucidez lleva, en ocasiones, a la depresión. Pero yo, que no quiero que el artículo tenga matices de melancolía (ni siquiera la melancolía poética del autor de Platero y yo), desearía acabar esto con más optimismo y señalar las cosas buenas que tiene el otoño, siempre que las vigas de la salud soporten el peso de los días.
Muchos grandes hombres han escrito sobre la debilidad, que se dice, va aneja a la senectud. Dice Hugo Fóscolo: "La decrepitud acaso la da Dios en pena a quien deseó vivir demasiado". Pero también observamos cómo hay otoños que se deslizan hacia el invierno con admirables restos de verano.
Cuando
el cuerpo ya no es fuerte, sí lo es el alma para aguantar los temporales de las
adversidades. Entonces los humanos se van preparando de manera inconsciente
para sus postrimerías. Posiblemente se comprende ya todo y también se acepta
todo, menos ciertas cosas. Por ejemplo, como Séneca dice:
"El mundo, ¡oh Dios del cielo!, me ha visto llorar y gemir; pero lo que más me aflige es que me haya visto así también mi suegra".
Tomado de Arena y Cal, Revista Literaria Divulgativa número 95
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