De la misma manera que Arquíloco
en la guerra,
entre los matorrales abandoné mi
escudo
como un brazo postizo que
molestaba al mío.
Los oídos me herían y los ojos
ausentes
el estruendo de lanzas, de
espadas y de carros
y el brillo demencial de la
sangre estallada.
¿Por qué seguí yo a Bruto?
En aquellos
momentos
era la confusión tiranía en los
hombres
y manjar la República en cercano
espejismo,
que a tan buenos romanos se
llevó en su oleaje.
Cuando a Roma volví, te encontré
a ti, Mecenas,
y hablamos, y ahora suena
preciosa la palabra
con chorros de amistosas
transparencias. Me abre
tu círculo sus brazos de mano de
Virgilio,
y en el tejer ameno de las
conversaciones
hilos inteligentes entretejo
asombrado
citando la animada comedia de
costumbre,
los breves caracteres de
Teofrasto
o bien los mimos del curioso
Herondas.
Todo ello es un guiño desde el
ojo del mundo
destellando con sorna el fugaz Carpe
diem,
Igual que en una isla sin voces
ni clepsidras,
las alas de las horas nos rozan
nuestras frentes
como manos de seda de esclavas
delicadas
y nos ponen susurros al oído
sugiriendo atrapar, retener el
instante
como definitivo en el fausto
tapiz
de un poema gozoso, ya perfecta
criatura.
Por ello, te confieso, mi tan
caro Mecenas,
que cumplo aquel deseo en mi
epodo vertido
de que cuándo podría yo contigo beberme,
siéndole grato a Júpiter, en tu
espléndida casa,
el vino que reservas a banquetes
—el cécubo—
a la gloria de César triunfador,
al acorde
de la dórica lira y de la flauta
frigia.
De La arcadia de Narciso (2007)
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