MIS VISITAS
LITERARIAS (INQUIETUDES Y APRENDIZAJE: 1960-1968)
Gabriel González Camoyano
Antonio
González Muñoz
Germán Caos Roldán
Pilar
Paz Pasamar
José Manuel García Gómez
Ignacio Rivera Podestá
José González Barba
1. DON GABRIEL GONZÁLEZ CAMOYANO
En aquellos días de comienzos de los años sesenta, en la Isla de San Fernando había un
poeta, ya mayor, a quien se consideraba el cantor de la Virgen del Carmen, los esteros,
las compuertas, las salinas, los cierros. En aquella Isla en la que tenían tanta
resonancia la novena a la
Patrona y los desfiles militares del 18 de julio don Gabriel era sinónimo de poeta más o menos oficial.
Después de ser el ganador de la
Flor Natural de los Juegos Florales en 1948, don Gabriel, que
así se le conocía popularmente, fue el poeta por excelencia de una ciudad de
cincuenta mil habitantes entonces, con sus atributos militares en vivo como era
la Marina, la Infantería de Marina y
el Cuartel del Ejército de Tierra en Camposoto. Todas las dependencias, como la Isla toda, rodeada de agua,
entre los caños y la bahía.
Volviendo a don Gabriel, como ya conté en el libro Memoria reverdecida,
publicado por Publicaciones del Sur en 2002, fue para una sorpresa su esposa, Emilia
Mengíbar, directora de la
Politécnica, en la calle Real, frente a la calle Comedias,
aquel colegio de primeras letras al que yo asistiera desde finales de los
cuarenta hasta mil novecientos cincuenta y cuatro. Ella se quedó estupefacta
cuando a comienzos de los sesenta, repito, una tarde, me abrió la puerta y le
dije que quería ver a don Gabriel para que le echara una ojeada a mis primeras
poesías.
Doña Emilia no podía creer que un niño
tan travieso diera en principiante poeta.
Su marido me atendió con menos cara de sorpresa y me hizo pasar a su taller de
escritura. Por vez primera vi una auténtica mesa de escritorio de las que se
ven solamente en el cine y en los libros; una mesa de color caoba claro con sus
cajones y arriba, por la parte posterior, a modo de respaldo, como a una cuarta
de altura, una repisita para útiles de escritura.
A
mi espalda un mueble de un metro y treinta, aproximadamente, un librero,
para disponer a brazo tendido de un libro en un momento determinado.
En aquellos retazos de conversación me preguntó si tenía hermanos. Le dije que
una hermana mayor que yo. Volvió a preguntarme si estaba emancipada. Puse cara
de extrañeza y le confesé que no lo entendía. Entonces me aclaró si estaba
casada… Don Gabriel me hablaba de don Servando Camúñez, médico y poeta gaditano
afincado en San Fernando, que fue también director de la Biblioteca Lobo
del ayuntamiento, cargo que tuvo después él, ya fallecido don Servando.
Pasados unos años, me di cuenta de que
estuve visitando a un poeta que vivía anclado en lecturas del siglo XIX: Núñez
de Arce y Zorrilla, y también Rubén Darío eran sus referencias poéticas, cuando
debería haber tenido concomitancias de estilo con poetas que luego formarían la
famosa generación del 27, pero las novedades literarias no llegarían a San
Fernando en aquella época de aislamiento de todos o casi todos los poetas de la
periferia.
Yo tengo para mí que fue un poeta feliz con sus colaboraciones en varios
periódicos de su mejor época. Juan Luis, el esposo de su sobrina Julia, me dijo
que tenía maletas llenas de recortes de diarios y revistas en las que puso sus
poemas como eslabones de su entusiasmo literario. Sus casinos de la Isla, en los que leía poemas
de temas isleños invitado por los socios, así como en el Centro Obrero, su
biblioteca Lobo y sus visitas a la iglesia conventual del Carmen, fueron sus
inquietudes. Su gran dolor fue el fallecimiento de su esposa. No tuvo hijos en
su matrimonio. Sus afectos se orientaron hacia su sobrina Julia, su marido y sus
hijas.
Volvamos al día de la primera visita. Le dije que yo supe de la poesía porque
tenía en casa unas revistas femeninas de carácter juvenil de la colección Sissi,
que empezó a publicarse en el año 1958. En su interior, en una columna
figuraba un poema, y ese era todo mi alimento literario. No quise aludir a una
novela que estaba en casa entre las novelas que cambiaba mi hermana en un
rincón de la tienda, grande, casi abacería, y que se titulaba Roja y
gualda, de un tal Ricardo León. Le mostré mis poemas y se detuvo en
una lira en la que yo utilicé una palabra que le llamó la atención. Se trataba
de un verso heptasílabo que decía: “marávica dulzura”. Él me dijo que esa
palabra no existía porque no figuraba en el diccionario de la Real Academia de la Lengua y que para esa
adjetivación teníamos ya en ese diccionario “maravillosa”. Yo no le respondí
diciéndole que maravillosa tenía una sílaba más, y ya el verso era octosílabo.
Pero él llevaba razón. Acabó aconsejándome que siguiera escribiendo, pero,
sobre todo, leyendo a poetas clásicos, que son los que enseñan, según su
consejo.
Recuerdo que me obsequió con una hoja cuidadosamente editada y dedicada (“Al
joven poeta Juan Mena, con mi aliento”) con una lira suya titulada: “Alborada a
la Virgen del Carmen”, galardonada en los Juegos Florales de la Velada de 1948, que
comenzaba, según recuerdo: “Ya amaneció la clara/mañana de la Virgen del Carmelo./ ¿Quién
su imagen tallara,/pues tomó por modelo/la sonrisa de Dios para su cara?”.
Treinta años después, una tarde, paseando por la calle Real con el poeta de la
calle Ancha de la Isla Juan
José García Sánchez, éste me contó, a modo de enojo y en secreto, que él había
participado en aquellos Juegos Florales y, como el jurado viese que ninguna
poesía estaba a la altura de las exigencias del premio, ya que no se podía
declarar desierto, se le encargó rápidamente a don Gabriel que escribiese
un poema para ser premiado, dada la urgencia del evento.
Volviendo al año sesenta con el contexto de la visita. Al poco, creo que a
finales de ese mismo año, falleció doña Emilia y yo fui a darle el pésame, ya
sin poemas en las manos.
Seguí, tras los cristales de la puerta de la tienda de mi madre, viéndolo pasar
de ida y vuelta de la iglesia conventual, pero evitando mediar un saludo por
aquello de la timidez o de la inoportunidad.
Cuando Germán Caos me publicó mis tres
primeros sonetos en el Boletín “Isla”, se los dediqué a él; eso fue en
septiembre de 1962, que el Boletín cumplió los diez primeros años de
su fundación.
En 1966 Germán Caos volvió a editarme en el Boletín otros tres poemas. Esta vez
eran versos heptasílabos y endecasílabos blancos, descriptivos y suavemente
amorosos.
Me tropecé con don Gabriel entre su casa
y la iglesia de San Francisco una tarde y, para sorpresa mía, me felicitó por
esa publicación reciente, pero nada me dijo de los tres sonetos al Puente de
Zuazo que le dedicara en septiembre de 1962. Posiblemente se le olvidaría.
Comprendí que ya era mayor. Falleció al año siguiente, cuando iba a cumplir los
setenta y cuatro, a consecuencia de una operación inguinal, según me contó Juan
Luis.
2. ANTONIO GONZÁLEZ MUÑOZ
Fueron Manolín Zaldívar y su primo
Fernando Ubanet quienes me hablaron de Antonio González Muñoz, un maestro que
daba clases en la Academia
O´Dogherty, en la calle Real de San Fernando.
Los dos le refirieron mi afición a la poesía y él les encargó que yo lo
visitara un sábado. A las siete de la tarde de un sábado de diciembre de
1961, con cielo grisáceo a ratos y viento de levante decapitador de hojas de
los árboles que escoltaban la calle Real, me dirigí a su casa, en la calle
Velázquez, ya en el barrio de la Iglesia Mayor.
Subí los escalones de la casa con no
poca timidez, así como la llamada al timbre de la puerta de marrón oscuro, creo
recordar que con un borde saliente a modo de cuadrilátero de arriba abajo,
modelo típico de las casas del casco antiguo de la Isla.
Salió Antonio tras la puerta que se abría y me recibió amablemente:
—¿Así que tú eres Juan Mena y te gusta la poesía?
Yo le respondí con un sentimiento de cabeza. Me extendió la mano y nos dimos un
saludo previo a la entrada a una habitación pequeña donde Antonio tenía su
estudio. Me imaginaba que preparaba las clases en esa mesa y sentado en un
sillón, ambos también de color oscuro como el portón, y que a mí se me
antojaban estilo renacimiento.
Me senté en una silla a cuya espalda un librero generoso se ofrecía a la
curiosidad; un librero angular que se alargaba en dos paredes; a la que podía
ver, podría, mientras conversaba, extender la mirada con discreción para
recrearme en los lomos de los libros.
Posiblemente Antonio se daba cuenta de este interés mío soterrado en la
prudencia y me dio una especie de carta de libertad para que mirase con
detenimiento en los estantes y me llevara para leer en casa los libros
que me más me atrajesen, si bien el me aconsejó que me llevase los Poemas el
toro y otros versos, de Rafael Morales, editado en la editorial Afrodisio
Aguado, una edición que yo diría de bolsillo, lo mismo que los Sonetos de la
bahía y otros poemas, de José Luis Cano, El rayo que no cesa, de
Miguel Hernández…
También una antología de poetas
hispanoamericanos y Cantos de vida y esperanza, de Rubén Darío… Lecturas
que yo combinaba con los Sissi, la revista femenina de destinatario
juvenil, en una de cuyas páginas se extendía una columna poética adornada con
un dibujo más o menos alusivo, en la que descansaba también, como los libros,
la mirada cansada del trajín estentóreo del día entre el populoso mercado
y la tensión del despacho.
A Antonio le agradó mucho que yo no
fuese de enterado ni de de vanidoso por mis preliminares de poeta en ciernes.
Mientras él iba a beber un vaso de agua, cogí por casualidad del estante el Cántico
espiritual de San Juan de la
Cruz. A la vuelta de la cocina, le manifesté mi
admiración con un poco de estupor. Le dije que quién pudiera escribir un
cántico como ése. Él me hizo un comentario sorprendente con el que me animaba,
creo yo, a seguir adelante considerándome un cántico en mis potencialidades
poéticas a pesar de mis gustos todavía retrospectivos de clásicos, románticos y
modernistas. Pero, en atención al poeta santo, me pasé de Cántico a Cántigo por
aquello de la humildad y la distancia en mi principiante andadura, consciente
de que el optimismo de Antonio tenía mucho de generosidad, como el ofrecimiento
de sus maravillosos estantes de libros, que me secuestraban la
mirada cada vez que iba a visitarlo.
A Antonio le encantaba la prosa, sobre
todo la de los novelistas españoles contemporáneos, y hacía un hincapié
deleitoso en Camilo José Cela, de quien estaba leyendo el Viaje a la Alcarria, después de
leídas otras obras del autor gallego. Siempre recaíamos en los libros, los
libros como tema agradablemente obsesivo.
Aquel descubrimiento fue para mí la
puerta privilegiada que me adentraba en los dinteles de un paraíso íntimo en el
que los ojos sesteaban en un policromo jardín de papel escrito.
A partir de entonces mis visitas a Antonio se sucedieron pausada pero
fructíferamente. La primavera y el verano del año 1962 me vincularon como un
remero a su duro banco de la galera de la métrica rigurosa, en especial al
soneto empujado por el entusiasmo de los dos libros aludidos. Así pues, en ese
verano ya escribí los sonetos al Puente Zuazo, de los cuales, pongamos que de
unos ocho o diez, no más, salvé tres que me parecieron más maduros en sus ideas
y menos retóricos.
Como yo hubiera aprobado el ingreso para bachillerato en junio del año
anterior, para el que me preparó una maestra vecina llamada María del Carmen
Guijarro del Valle, Antonio me recomendó que fuese a ver a José Sigler,
profesor particular que impartía clases en su casa de la calle San Cristóbal,
también en el barrio de la
Iglesia Mayor.
Fui a casa de este profesor y comencé a estudiar el bachillerato por libre, con
la viva intención de ahondar todo lo que pudiese en Lengua y Literatura, mis
dos pasiones, las dos ruedas de la carroza de la Poesía tirada por el
caballo de una voluntad incansable.
No sé si Antonio se entusiasmaba con
nuestras conversaciones en torno a la literatura o ya lo tenía pensado. Fue la
creación de una colección de libros de relatos y poesía, gracias a la Sociedad de Fomento del
ayuntamiento de San Fernando —y a la colaboración de la Real Academia de San
Romualdo—, que publicaba el Boletín mensual Isla. Esta idea la llevó
conjuntamente con Germán Caos R., narrador y articulista, a quien Antonio me
recomendó para me publicase mis primeros sonetos. El primer número de esa
colección llamada Dos Amigos, que llevaba en su portada el logotipo de una
cañaílla de Luis Cano Trigo, fue un relato de Antonio llamado El ídolo.
El segundo fue el de Germán Caos R. titulado Cuatro cuentos de hombres. En
este número se anunciaban otros dos que no se editaron, como el de don Gabriel
González Camoyano —Canto al mar— y el de Juan Mena —Naciente herida…
En el escaparate de la Imprenta La Voz, en
pleno corazón de la ciudad, una tarde primaveral de 1964 El ídolo, en un
reguero disperso de ejemplares al pie de un atril con exorno de una colcha roja
en el que figuraba una foto del autor, llamaba la atención de los viandantes.
Creo que fue en ese mismo año cuando me
anunció Antonio que se casaba. Se casaba con una maestra chiclanera llamada
Francisca. A partir de entonces ya no nos reuníamos como lo hicimos varias
veces, como en ocasiones, cuando con buen tiempo, en la escalera, agradeciendo
el soplo de viento de levante en calma que subía y bajaba los escalones como un
invisible esclavo egipcio con flabelo, conversábamos sobre las últimas
lecturas.
Antonio se mudó a Chiclana o a Conil, no estoy muy seguro; pero en Conil
instaló una imprenta y librería que se llamó La Cañaílla, en la que yo
adquirí varios libros para mi estudio de Filología Hispánica. También en esa
imprenta publiqué un libro de poemas minimalistas titulado Palabras de más,
ya en el año 1977, y fue el narrador cordobés afincado en la Isla y tipógrafo de Marina
Julián Blasco Moyano quien lo imprimió.
No supe más de él, si bien entrados en
los años noventa, una mañana de domingo vino a la tertulia de La Mallorquina, en la que
nos dábamos cita unos cuantos contertulios. Vino quizá una vez más y ya dejó de
acudir. De ese encuentro surgió mi compromiso a que una tarde de verano yo iría
a su casa de Cádiz, en el Paseo Marítimo, donde vivía entonces, para saludarlo
a él y a su mujer.
Una vez en esa casa, conocí a su esposa
Francisca —Paquita, familiarmente— y entre retazos de conversación yo
miraba los libros del librero, treinta años después con una mirada de gratitud.
A la salida, me llamó la atención el mar de la atardecida con su sol
naufragando en el horizonte, la playa tan cerca, como a dos pasos del
deseo.
A finales de siglo, en un número de la revista de nuestra Tertulia Río Arillo
de Letras y Artes, le dediqué una página a su libro El ídolo, el relato
que editara en la colección que ya he citado. Llamé por teléfono a Paquita, su
mujer, para asegurarme del domicilio con vistas a enviársela, y me llevé una
terrible sorpresa. Me contó que Antonio había fallecido a consecuencia de una
intervención quirúrgica de corazón, hacía poco tiempo. Por lo visto, siguió el
mismo destino que don Gabriel en lo que se refiere a su tránsito a los umbrales
del más allá: el quirófano. Había nacido en 1936 y aún no había cumplido los 64
años.
3. GERMÁN CAOS ROLDÁN
Ya he
contado cómo Antonio González Muñoz me habló de Germán Caos R. y me recomendó a
él para que me publicase los tres sonetos al Puente de Zuazo.
Yo conocía a Germán, como se suele decir, de vista. Vivía en la otra esquina
siguiente a la mía, en una casa sola, a la que accedía por unos escalones con
paredes hasta media altura con azulejos. He dicho que lo conocía porque todas
las tardes de días laborales, se bajaba de un autobús procedente de La Constructora, junto
con otros compañeros, por la acera de la llamada Carpintería del Muerto; acera
opuesta a la de su casa y la mía. Llegaba hasta la acera de la puerta de
Togores y atravesaba la carretera.
Algunos domingos lo veía en la misa de doce o de una en la
iglesia conventual del Carmen, con su esposa, Manola, a la que también acudía
con Elvira, su cónyuge, el novelista Luis Berenguer, que en aquel año de 1967
había publicado El mundo de Juan Lobón.
A propósito de Luis Berenguer, recuerdo que en una de la Tertulias de Educación y
Descanso, él, Germán y yo fuimos, por petición de su organizador Pepe Segura,
jurado del los premios que se concedían en cada una de esas tertulias,
consistente en una medalla de oro, otra de plata y otra de bronce. Aún conservo
la foto en la que yo estoy leyendo el poema. Detrás está el lugar y la fecha:
“Club Náutico de Cádiz, 1967. Leyendo el poema “El pan”. Este poema estaba aún
muy arraigado a la poesía social, contra la que yo luchaba ya para pasar a
temas más próximos a los que traerían poco después los poetas llamados
Novísimos. De hecho, yo pertenecía por la edad a su, llamémosle, promoción del
68 ò 70.
Recuerdo también que Luis nos trajo en su automóvil a Germán y a mí hasta San
Fernando, ya pasadas las once de la noche. Los tres vivíamos en la calle Real a
minutos unos de otros.
Como Pepe González Barba, Germán fue un animador de la cultura isleña, y la
delegación de esa concejalía del ayuntamiento ponía en ellos su confianza para
que la inquietud literaria y artística en nuestra ciudad no decreciese nunca,
como otrora lo hiciese don Gabriel con sus lecturas poéticas. Así pues, en las
lecturas y conferencias en la Biblioteca Lobo, en el Círculo de Artes y
Oficios, en el Círculo Artesano, en el Centro Obrero, en la Semana Cultural de
la Salle y en la Casa de la Cultura, Germán junto a
esos hombres que se desvivieron por animar el alma isleña, tuvo un constante
pero discreto protagonismo.
Estuve en su casa de la calle Real
dos veces y recuerdo que hicimos algunos comentarios sobre lecturas. Yo estaba
entonces leyendo un libro de orientación religiosa cuyo título no recuerdo ya,
pero se trataba de unas diferencias entre catolicismo y protestantismo… Germán,
que era buen psicólogo, me vino a decir a modo de conclusión que aquello no era
lo mío; que lo mío era la poesía, la imaginación, la creación, sin dejar de
lado, por supuesto, la fe. Esta observación de Germán coincidía con otra que me
hizo un carmelita, el padre Agustín, y cuya afirmación casi rotunda era bien
explícita: yo no tenía vocación religiosa.
Le llevaba yo a Germán poemas para que me los editara en el
Boletín Isla, que él confeccionaba solo todos los meses. En esa
publicación Germán se esmeraba en cuanto a su redacción y formato, y sus
contenidos eran los latidos del corazón social de la Isla de San Fernando, a la
que Germán amaba, a pesar de su procedencia gallega de ascendientes cercanos y
cuyas facciones célticas no podía negar. Su padre pasaba todos los días por la
puerta del despecho de mi madre, así como su hermano Francisco, miembro de la Asociación Fotográfica
Isleña, y con el que tuve cierta amistad más adelante.
Hacia comienzos de los años setenta Germán se mudó a la barriada de San Ignacio
y estuve una tarde de verano en el nuevo domicilio con el fin de llevarle
poemas para el Boletín e intercambiar con él impresiones sobre libros. Él
colaboraba por aquellos tiempos en el semanario Mirador de San Fernando con
artículos en los que derramaba sus inquietudes literarias y sus opiniones
sociales entreveradas siempre por su bondad natural. En esa misma fecha
de fundación del Semanario la
Colección Dos amigos le editó Cuatro cuentos de hombres.
En 1995 Publicaciones del Sur le editó una Antología de su obra
literaria.
Nacido en 1928, Germán Caos falleció
en 1997, a consecuencia de un infarto.
4. PILAR PAZ PASAMAR
Fueron Vici Zafra y su marido, Manuel Ruiz Mota, quienes me hablaron de Pilar Paz Pasamar, a quien yo conocía como poeta gaditana por pura y breve referencia.
Vici la conocía porque estuvo con
ella en el mismo equipo de mujeres de uno de los cursillos de cristiandad que
se hacía entonces en Cádiz.
Vici la telefoneó un día y le
habló de mí como poeta que prometía, según su estima. Se pusieron de acuerdo
para que la visitásemos una tarde.
En aquel septiembre estaba yo a
punto de cumplir los veinte años y llevaba, como aquel que dice, un manojo de
poemas que pedían aire para respirar en la aceptación y como siembra para otros
poemas futuros.
Fuimos en la llamada entonces
Carterilla de San Fernando-Cádiz y viceversa.Tarde con sol. Entrada en la calle
Brasil, número 8, en Puerta de Tierra. Al fondo, la playa cruzando el Paseo
Marítimo. La playa como descanso del mar en la arena dejando el rumor exhausto
del incesante oleaje.
La casa de Pilar Paz Pasamar tenía
una entrada con cierta vegetación. Había que subir unos escalones para llegar a
la vivienda, al menos la vivienda donde fuimos recibidos por ella y su marido
Carlos.
Después de las palabras previas de
estos encuentros, entramos en lo esencial de nuestra visita. Pilar tomó el
sobre que le entregué con los poemas que le llevaba y los puso en una
pequeña mesa. Después comenzamos a conversar. Yo le conté lo que era mi vida hasta
entonces y ella me animó a seguir estudiando mi bachillerato tardío. Cogió el
sobre, lo abrió y sacó un poema, que leyó detenidamente, para luego darme las
primicias de su opinión, siempre alentadora. Como un mes después, Pilar, al
paso por la calle Real de San Fernando, le dejó en su despacho de “Lanas Vici”
un sobre con los poemas devueltos y una breve crítica mecanográfica de cada
uno.
En los intermedios de la conversación también leyó un poema suyo, en concreto
fue un soneto que comienza: “Tú creces mientras yo me multiplico…”. Estaba
dirigido a una escritora que le había animado a crecer más como poeta, y ella
le respondía que, más que crecer, se multiplicaba en sus hijos y los quehaceres
que conlleva la crianza de las criaturas. El tono, timbre y gracia de su
lectura en voz alta me dejó impresionado; esto unido a su belleza física,
auténtico prototipo racial de mujer bajoandaluza, me produjo una impresión
grata y memorable.
Nos habló de sus experiencias de estudiante universitaria en Madrid. En esos
ambientes filológicos y literarios conoció a Dámaso Alonso, que mostraba en sus
explicaciones un gran escrúpulo con los significados de las palabras, en
concreto con su etimología; labor que dificultaba el empleo de determinadas
palabras en la escritura. Nos habló de su venida a Cádiz cuando se casó y que
en esta ciudad empezó a conocer a poetas y revistas editadas en esos
años, como “Platero”, “Caleta”, “Torre Tavira…“. Recordó los nombres de algunos
de esos poetas, pero hizo un hincapié en José Manuel García Gómez, a quien
consideró un entusiasta animador de la vida literaria gaditana.
También nos recordó el respeto que sentía por algunos profesores en razón
de la categoría de éstos, a los que veía en los pasillos de la facultad. Uno de
ellos era Gerardo Diego, el autor de una antología de la poesía española, que
ella me prestó generosamente antes de marcharnos y que le devolví cinco años
después en una nueva visita. Yo le llevé entonces dedicado mi primer libro Heredada
soledad, editado por una Editorial catalana en 1967. Ella, a su vez, me
dedicó Violencia inmóvil, poemario de alto valor lírico que leí
gustosamente y que tanto me enseñó por su sencillez y hondura de sentimientos.
No he olvidado aquel talante
afable, además de la predisposición a la ayuda con que fuimos recibidos y la
enseñanza y aliento que ello supuso para mí.
La imagen del mar al fondo de la calle Brasil y la frondosidad de la entrada de
su casa han sido marco en mi memoria de una tarde inolvidable de agradecer al
pasado.
5. JOSÉ MANUEL GARCÍA GÓMEZ
Fue por referencia de Pilar Paz
Pasamar por lo que conocí la existencia de José Manuel García Gómez. Un poco
después de la visita que le hice a ella, los domingos en Diario de Cádiz
aparecía con su nombre una página dedicada a la poesía contemporánea, en
especial la generación del 27 y poetas andaluces de la segunda promoción de
posguerra. Unos comentarios y una muestra antológica servían de información y
deleite al lector.
Ahora bien, no fue sólo la alusión de la poeta jerezana y su página
literaria las que me animaron a la visita del poeta gaditano, sino las
menciones que se hacían en la
Tertulia de Educación y Descanso —que eran conducidas por
Pepe Segura— de los poetas que ya gozaban de cierto renombre en los contornos
de la bahía. Recuerdo que Paco Malia Varo, poeta de Barbate, decía de José
Manuel que representaba por su “saber del oficio la poesía químicamente pura”.
Impresionado por estos antecedentes, en mayo del año 1966, un domingo por la
tarde tomé la
Carterilla para Cádiz y me fui a la calle Cervantes, donde
según me dijo Ignacio Rivera en una tertulia que se celebró en San Fernando,
tenía su domicilio el poeta fundador de la revista Caleta. No hizo falta llamar
a una puerta y preguntar dónde vivía José Manuel García Gómez. Lo vi venir con
un compañero de trabajo o colaboración en el Diario de Cádiz.
Me
presenté. Él no me conocía de nada, pues yo no había publicado ni un solo poema
en la revista Torre Tavira, que era la que daba a conocer a poetas
principiantes del entorno gaditano.
Me invitó a subir a su casa, creo que una primera planta de una casa de la
calle Cervantes, casco antiguo de Cádiz, a dos pasos de la artísticamente
hablando maravillosa plaza de San Antonio.
Me mostró su biblioteca y empezamos a conversar. Había un matrimonio mayor que
supuse padres de él, pero estaba ya casado y su esposa, recuerdo, que se
llamaba Catalina. Le dije a lo que iba y le dejé en sus manos una especie de
libro con las páginas a cuadritos que yo fui pacientemente rellenando con
poemas tras poemas. Estuvo hojeándolo y se detenía de vez en cuando en algunos
versos que le llamarían, supongo, la atención. Me sonrió y me dijo que se
quedaba con él para leerlo tranquilamente. Quedamos en que volvería a la vuelta
de seis meses. Él me prestó a su vez una antología de la poesía española
contemporánea, que en nada se parecía a la que me prestó Pilar Paz Pasamar, la
cual se quedaba en la
Generación del 27, incluyendo poetas anteriores a ese
movimiento.
Volví al año y le devolví la
antología y él me devolvió el libro manuscrito de mis poemas, dándome con ello
un comentario alentador.
A principios del año 1968 le envié dedicado el primer libro mío editado: Heredada
soledad. A partir de entonces nos hicimos amigos y me pidió, creo que en
dos ocasiones, un poema para la revista que él fundó junto a unos amigos
llamada Caleta. Había nacido en 1930 y falleció en 1994.
6. IGNACIO RIVERA PODESTÁ
Conocí a Ignacio Rivera Podestá en
el casino de doña Anuncia, en San Fernando, en marzo o abril del año 1966, en
una lectura de las Tertulias de Educación y Descanso, dirigidas por Pepe
Segura. Allí conocí también a otro poeta gaditano llamado Leonardo Rosa Hita.
En aquella tertulia hablamos de termas relacionados todos con la poesía y la
vida literaria de Cádiz. Le dije que ya yo conocía a Pilar Paz Pasamar. Él me
habló de un tal José Manuel García Gómez, poeta y alma de las inquietudes
literarias de su ciudad natal.
Me invitó a una visita a su casa en la calle General Luque, adyacente de la
comercialísima calle San Francisco.
Una mañana lo llamé por teléfono y quedamos para el sábado siguiente en su
casa. Subí a un primero y allí, a un lado del comedor, una habitación servía de
biblioteca, que, además de libros de poesía, ofrendaba a la curiosa mirada no
sé cuántas revistas que él recibía a menudo. De esas revistas me regaló una
llamada Contraluz. En ella figuraban unas bases literarias publicadas por la
editorial catalana Carabela. A ese certamen de libros envié Heredada
soledad, poemario que quedó finalista y que se me propuso para su
publicación.
Ignacio Rivera dirigía una revista llamada Torre Tavira,
además de unos pliegos con el nombre de Suplementos de Torre Tavira,
éstos últimos eran de autoedición, pero en la revista se colaboraba
gratuitamente y, además, él se la enviaba a los colaboradores. Me invitó a
engrosar la nómina de los que dejaban su poema en la revista como una muestra
de adhesión a aquel esfuerzo que el gran público no reconoce, o reconoce
tardíamente. En los Suplementos edité Una elegía del sur en 1971. Sólo
tenía que atravesar la calle Ignacio para ir a la imprenta donde imprimía la
revista Torre Tavira y los Suplementos.
Pero volvamos a los años
anteriores, aquellos en que fui tratando a Ignacio, hombre enamorado de la Poesía y de talante
pacífico y amable.
En uno de nuestros encuentros en las Tertulias de Educación y Descanso, en las
que también conocí a Juan Antonio Sánchez Anes, a Manuel Arjonilla, a Diego
Navarro Mota, a Concha Carriedo, a Paco Malia Varo, a Manuel Fernández Vaca, a
Vicenta Guerra Carretero,a Concha Sievert, pintora…, entre otros, le pedí que
me prestara un libro que vi en un estante de su tn atractiva biblioteca,
y se trataba de Poesías de José Ángel Buesa, de la famosa Colección
Laurel.Yo había leído poemas sueltos del poeta cubano en la revista juvenil
Sissi, donde realmente yo me di, por fortuna, de cara con la poesía, en un
feliz encuentro que duraría toda mi vida, como quien dice con cursilería la
mujer de sus sueños. Ignacio, celoso de sus libros, me lo prestó y yo le
prometí devolvérselo muy pronto, como así fue.
Lo vi varias veces en mi ida a Cádiz y seguimos tratándonos con la
cordialidad de siempre. Había nacido en 1929 y falleció en 2010.
7. JOSÉ GONZÁLEZ BARBA
Yo conocía a Pepe González Barba pero nunca conversé con él. Lo había visto en
varios lugares de la Isla,
siempre en donde en sitios donde la cultura estaba presente. Alguien me dijo
que cuando una persona de cierto renombre o lo que se dice un personaje
visitaba nuestra ciudad, la delegación de cultura del municipio le encargaba
que llevase al visitante a que conociera los monumentos más importantes o
destacados de nuestra localidad.
Así, tras esa relación con el alma más
cultivada de nuestros ambientes ciudadanos, su identidad ya me fue grata y era
mi deseo cruzar unas impresiones con él.
La ocasión me la puso en bandeja el
libro que se me acababa de publicar en Barcelona: Heredada soledad. Creo
recordar que este encuentro pudo ser en los primeros meses de 1968, cuando Pepe
se vino hacia mí en plena calle Real y me felicitó por el libro editado. Le
dije que había quedado finalista y eso le produjo más admiración. Le
prometí darle un ejemplar y él me ofreció su casa para llevárselo y de
este modo conversar más tranquilos.
Subí una tarde los escalones que conducían a su puerta. En una lado de un salón
dividido en dos partes tenía Pepe, ante un mueble que era librero y escritorio,
digamos que su refugio, el espacio sagrado donde escribir los artículos para
Mirador de San Fernando, semanario en el que colaboraba. Y también para
recibir a los amigos y desmigar una charla con ellos. A partir de ese
momento, yo fui uno de esos amigos. Me presentó a sus padres, ya
muy longevos y a su mujer, Matilde. También estaban en casa sus dios hijos:
Angelita y Pepito. En ese calor familiar Pepe bromeaba con aquello de Don José,
por su padre, Pepe y Pepito.
Le entregué mi libro dedicado y él expresó emoción y gratitud por ello.
Me estuvo mostrando libros de sus estantes a modo de curiosidad y fue uno
de esos libros el que más me llamó la atención. Se trataba de Versos pasados
de moda, de un poeta que se llamaba Servando Camúñez, médico y poeta que
vivió entre los dos siglos. A este libro más adelante le hice un artículo a
modo de reseña. También leí de entre los libros que me prestó uno de poetas
griegos que recuerdo con nostalgia de aquellos días.
Seguimos tratándonos a partir de
esos días con gran cordialidad.
Tres años después formamos junto a dos primas suyas, el matrimonio Amparo
Gordillo y Manuel Baturone y Rafael Duarte, a quien conocí en ese mismo año de
1971, una tertulia que celebrábamos en los bajos de la Santa Cueva, que se
llama, de la Iglesia
Mayor. Aquello no duró mucho tiempo pero fue suficiente para
que la amistad estrechara sus lazos.
Un año más tarde Pepe y yo seríamos compañeros de trabajo en una biblioteca que
se edificó en la calle Gravina. Pepe fue el gerente de la Casa de la Cultura y María Dolores
García Pastor y yo los encargados de montar la biblioteca.
No pongo en duda que detrás de esta sorpresa laboral estaba la mano bienhechora
de Pepe y el visto bueno del entonces alcalde don Rafael Barceló Gasset. El
gratísimo trabajo que emprendí fue una palanca de ánimo para empezar los
estudios de Filología Hispánica que realicé y a los que di fin dentro del
tiempo que estuve en esas, para mí, queridas e inolvidables dependencias
culturales. Pepe González Barba estuvo en el cargo de gerente de la Casa de la Cultura varios años,
timonel que la llevó siempre a buen puerto.
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