Entre los llamados tropos no hay ninguno más utilizado y apreciado en poesía
como la metáfora. Es un recurso de empleo universal. El vanguardismo veía en
ella una potentísima aliada para revolucionar el texto literario. Ortega y
Gasset definió la poesía de esta etapa incansablemente buscadora como el
álgebra superior de las metáforas. Ello nos da una idea de cómo es considerada
esta figura. Todos los poetas de todas las épocas se han sentido tentados o
subyugados por su poder transformador de las ideas y de las cosas. Ha habido
épocas y tendencias que la han utilizado más que otras. Por ejemplo, después de
su uso exhaustivo en el Barroco, el neoclasicismo hizo un empleo tímido y casi
nulo de ella. Solamente los movimientos que tienen la imaginación como
leit-motiv han extraído de su potencialidad todo el jugo posible. Los poetas
arábigo-andaluces la tuvieron como auténtica clave de todas sus composiciones:
«Cuando el pájaro del sueño pensó hacer su nido en mi pupila, vio las pestañas
y se espantó, por miedo a las redes». Pongamos otro ejemplo delicioso: “Si es
el blanco el color de los vestidos de luto en al-Andalus, cosa justa es. ¿No me
ves a mí, que me he vestido con el blanco de las canas, porque estoy de luto
por mi juventud”.
Ni el
Barroco ni el Romanticismo ni el Modernismo, ni siquiera el Simbolismo francés
hicieron de la metáfora el núcleo del poema. La greguería de Ramón Gómez de la Serna es otra cosa. Veamos
un ejemplo: «El moscardón es el inspector de las moscas». Como se ve, la
metáfora se apoya esencialmente en el humorismo. No tiene un protagonismo real,
sino virtual dentro del texto. Ahora bien, tendríamos que preguntarnos si la
metáfora oculta o bien explica la realidad. Para responder a esta pregunta
hemos de dar definiciones de urgencia. Dice Lázaro Carreter en Cómo se comenta
un texto literario que la metáfora es un tropo mediante el cual se identifican
dos objetos distintos. Su fórmula más sencilla es A es B: sus dientes son
perlas; y la más complicada, o metáfora pura, B en lugar de A: sus perlas (en
lugar de «sus dientes»), B es el término metafórico (perlas) y A el
metaforizado (dientes). La imagen es definida en el mismo libro como una
comparación explícita con fines embellecedores. En la imagen hay, a diferencia
de la metáfora, nexos comparativos y presenta la forma de una identidad:
Dientes como perlas.
Pero
podemos pasar a una fase superior y considerar la metáfora libre de cláusulas
relacionantes. Veamos: «Por el olivar venían, / bronce y sueño, los gitanos».
Los elementos referenciales no aparecen en el texto y el autor cuenta con la
complicidad del lector para entender el proceso metafórico. También podríamos
extremar el procedimiento de representación analógica y llegar al simbolismo:
La balanza por la Justicia;
la Cruz por el
Sufrimiento; los anillos esponsalicios por el compromiso matrimonial. En un
caso de puro convencionalismo llegamos a las banderas patrióticas en las que
los colores no revelan ni sugieren -salvo casos raros, supongamos- un elemento
asociativo. Mientras que el icono y el indicio guardan una relación con lo
representado -se dice que hay motivación-, en el símbolo no encontramos nada
más que arbitrariedad. La metáfora, por lo contrario, identifica, como ya
dijimos antes. El poeta, necesitado de enriquecer una realidad, recurre a otra
con la que relaciona por un vínculo de semejanza. Hermana, por lo tanto, dos
elementos que andaban cada uno por su camino. En el caso de los conceptos
abstractos la metáfora hace un papel bien elocuente. Veamos, para terminar,
este ejemplo de Lope de Vega: «Cayó la torre que en el viento hacían / mis
altos pensamientos castigados, / que yacen por el suelo derribados / cuando con
sus extremos competían». ¿Qué mejor estilo para confesarnos el poeta su
ambición desmedida que esta metáfora de la torre?
Tomado de ARENA Y CAL, Revista Literaria y Cultural Divulgativa, número 58
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