La frivolidad del mundo contemporáneo animada
por los medios de comunicación de la imagen televisiva y el cine han
condicionado ciertas actitudes ante la vida. En otra época solamente teníamos
la radio. Los entierros eran de carruajes de fúnebre pomposidad y la habitación
donde permanecía el difunto era desnudada de cuadros y cortinajes, con pequeño
altar funerario a un lado o enfrente del cadáver, velatorio y luego largos
lutos... Eran años de carestía, de fiado en las tiendas, de remiendos y
diteros. La visión de la vida estaba a tenor de como se vivía. Parece que el
sufrimiento y la lucha ante los obstáculos propicia una concepción dramática de
nuestro vivir, incluso marca con un sello de experiencia trágica ante la que no
vale para nada una fe ingenua en la providencia del buen Dios, sino que más
bien se da el fenómeno contrario, como en el soneto de Blas de Otero, el gran
poeta lírico de la España
de posguerra ("Basta. Termina, oh Dios de malmatarnos. / O sí o no,
déjanos precipitarnos / sobre Ti...")
En resumen, lo que vengo a decir es que las épocas moldean a las grandes masas como les es conveniente a los demagogos de la publicidad del momento. Ese demiurgo de las conveniencias empieza siendo el Tiempo mismo con sus crisis espirituales; luego vienen los avispados -políticos, cineastas, escritores, filósofos a ras de suelo, artistas, modistos...- y entre todos, como en una rentable complicidad, determinan qué debe creer la gente, cómo debe comportarse, cómo debe vestir, cómo debe divertirse, qué debe ver en las pantallas, la pequeña y la grande...
La muerte se ha convertido en el trámite de desaparición legal de un cuerpo sin vida. Ya no tiene, por lo menos en amplios sectores de las muchedumbres, aquel trance patético que transformaba las vidas interiores de muchos dolientes. A juzgar por estas impresiones me pregunto: ¿Es que somos tan creyentes en el más allá hasta el punto de no darle importancia a esa estremecedora postrimería? Por supuesto que esta interrogación no es la apropiada para nuestra época, para nuestro consumidor y acomodado Occidente que opta por un epicureísmo barato, un irrenunciable disfrute que inspira en el subconsciente colectivo la idea de que goce y éxito son las dos consignas de la actualidad y se ríe de que "se están perdiendo los valores espirituales y morales". ¿Se oye en la televisión comentarios en torno a esos valores que han regido durante siglos la vida o más bien se nos ametralla la atención con los dimes y diretes de gente insignificante envueltas en anécdotas a menudo inmorales? En una sociedad como ésta, la muerte es un tema tabú al que ni siquiera se debe aludir.
No es de extrañar que la muerte de un ser querido e irreemplazable (como lo son casi todos los muertos) tenga en nuestros tiempos de mucho ajetreo, mucha televisión frívola, confort y ligereza de ideas una resonancia fácilmente neutralizable.
Cuando una sociedad carece de vida interior, se ha embotado y ya vive al día llegando a la vulgaridad, a la despersonalización y a la pérdida de la propia estima. El poeta Cavafis esperaba a que vinieran los bárbaros otra vez...".
¡Pero los bárbaros ya están aquí llenando los televisores, la vida pública y los supermercados, señor Cavafis!
Tomado de Arena y Cal número 116
En resumen, lo que vengo a decir es que las épocas moldean a las grandes masas como les es conveniente a los demagogos de la publicidad del momento. Ese demiurgo de las conveniencias empieza siendo el Tiempo mismo con sus crisis espirituales; luego vienen los avispados -políticos, cineastas, escritores, filósofos a ras de suelo, artistas, modistos...- y entre todos, como en una rentable complicidad, determinan qué debe creer la gente, cómo debe comportarse, cómo debe vestir, cómo debe divertirse, qué debe ver en las pantallas, la pequeña y la grande...
La muerte se ha convertido en el trámite de desaparición legal de un cuerpo sin vida. Ya no tiene, por lo menos en amplios sectores de las muchedumbres, aquel trance patético que transformaba las vidas interiores de muchos dolientes. A juzgar por estas impresiones me pregunto: ¿Es que somos tan creyentes en el más allá hasta el punto de no darle importancia a esa estremecedora postrimería? Por supuesto que esta interrogación no es la apropiada para nuestra época, para nuestro consumidor y acomodado Occidente que opta por un epicureísmo barato, un irrenunciable disfrute que inspira en el subconsciente colectivo la idea de que goce y éxito son las dos consignas de la actualidad y se ríe de que "se están perdiendo los valores espirituales y morales". ¿Se oye en la televisión comentarios en torno a esos valores que han regido durante siglos la vida o más bien se nos ametralla la atención con los dimes y diretes de gente insignificante envueltas en anécdotas a menudo inmorales? En una sociedad como ésta, la muerte es un tema tabú al que ni siquiera se debe aludir.
No es de extrañar que la muerte de un ser querido e irreemplazable (como lo son casi todos los muertos) tenga en nuestros tiempos de mucho ajetreo, mucha televisión frívola, confort y ligereza de ideas una resonancia fácilmente neutralizable.
Cuando una sociedad carece de vida interior, se ha embotado y ya vive al día llegando a la vulgaridad, a la despersonalización y a la pérdida de la propia estima. El poeta Cavafis esperaba a que vinieran los bárbaros otra vez...".
¡Pero los bárbaros ya están aquí llenando los televisores, la vida pública y los supermercados, señor Cavafis!
Tomado de Arena y Cal número 116
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