A
cierta edad y
con una larga y enjundiosa experiencia de lecturas poéticas, uno se
asombra de muchos poetas (el autor de este artículo se incluye en ellos
sin retrotrae
su mirada al pasado), que escriben con un lenguaje heredado del pasado
literario.
Pensar que
hay poetas y escritores que han sido galardonados con premios capitales y lo
que han dicho en sus obras no nos cause la menor emoción, puesto que ya lo han
dicho otros autores generaciones atrás, es como para repetir la frase de
Mariano José de Larra pero extendiéndola a todo el mapa de habla castellana.
En efecto,
leer poesía o prosa próxima al poema y no hallar un esfuerzo por desmarcar el
lenguaje de lo previsible, de lo que se escribe con automatismo, es llorar.
Creer que lo que decimos es muy importante porque nos lo parece a nosotros sin
que haya un atisbo de respeto a la función poética, es doloroso, literariamente
hablando, porque la poesía es algo más que comunicar ideas y sentimientos; la
poesía es arte de la palabra ante todo.
Es moneda
de curso legal que se ignore a los que han luchado por conseguir un texto poético
desvinculado de adjetivos desgastados y tópicos grises ya. Si los que ignoran
ese reto de autosuperación han logrado premios literarios suculentos, ¿para qué
esforzarse en extraer de las minas del sistema de la lengua nuevos filones
estilísticos? Ellos y ellas tienen la crítica literaria a sus pies. El esfuerzo
queda relegado a los que necesitan ser reconocidos en los premios de ancho
velamen, los injustamente arrinconados a la penumbra de la indiferencia. La
injusticia literaria ha estado siempre presente en un país como el nuestro
donde no hay demanda de lectores de poesía ni de obras que consideramos de
intenciones creadoras más allá de la narrativa al uso.
Escribir
poesía con visos de creatividad y dentro de las exigencias de un ritmo flexible
pero con la mirada puesta en la
tradición, es llorar. Hay una política de consagrados que no trasponen unas
líneas de medianía —no mediocridad— y en esa frontera se adormecen con libros
idénticos y sin respiro de nuevos horizontes.
Son pocos
los que, como quería el formalista ruso Vixtor Shklovski, escriben un texto que
sorprenda, que indague en nuevas formas de expresión poética sin caer en
surrealismo trasnochado como balanceándose para colmo de seudogenialidad en un versolibrismo que se expone como el
descubrimiento del Mediterráneo.
¿Cuánto
saldrá una nueva generación de poetas que ponga la tradición literaria al día
pero sin deudas de imágenes con el pasado?
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